Ya desde que contratamos el viaje sabemos que al ir solas nos va a tocar compartir una habitación con otra persona que también viaja sola, y eso puede salir bien o puede salir mal. Nunca se sabe.
Cuando llegamos a la habitación, mi compañera, Sara, me ofreció que acomodara mis cosas como quisiera.
—Tengo muy poco —me dijo—. No necesito el placar y lo demás lo puedo dejar en la valija.
—¿Está segura?
—Sí, claro.
Me llamó la atención que arrimara la valija a la cama y que le dejara puesto el candado que tenía. Puedo entender que los primeros minutos son un poco violentos, hasta que entramos en confianza con esa desconocida que va a ver nuestra intimidad por unos días; una persona que no sabemos si es decente o no. ¡A cuánta gente le pasó de encontrar que le faltaban cosas y que culpaban a las mucamas, cuando en realidad la autora era otra!
Después de ordenar lo mío, que era bastante, ¡por qué llevaré siempre más cosas de las que necesito!, me puse ropa cómoda para ir hasta la costa. Lo primero que hago siempre es ir hasta el mar y quedarme a mirar, oler, oír el ruido de las olas, ¡es tan imponente!
—Sara, me mata la urgencia por ir a ver el mar. ¿Quiere que vayamos juntas?
—Le agradezco, Mirta, pero necesito descansar. No dormí durante todo el viaje y me duele un poco la cabeza.
Se extendió sobre su cama y cerró los ojos. La entendí, porque el viaje había sido largo y ella rondaría los 70 años; era muy pequeña, unos diez centímetros más baja que yo y unos 15 kilos menos, o algo así, ya que yo estoy bastante excedida de peso. No le insistí; después de todo, no había confianza entre nosotras.
Hoy es el día que tanto esperaste, Sara. Acá estás, preparándote para lo que viniste a hacer, pero sin atreverte todavía. Te gustaría ir hasta la costa, como hizo tu compañera, pero antes necesitas estar sola para prepararte. No sabes cómo irá todo y, aunque muchas veces imaginaste este momento, ahora estás sintiendo miedo. ¿Te estás arrepintiendo? ¿Quisieras volver atrás? Y si lo hicieras, ¿qué pasaría después?
Siempre me pasa que cuando estoy frente al mar me olvido de todo: mi vida real deja de existir: es como abrir una puerta, cruzar el umbral y cerrar la puerta, asegurándome de que no queda ni un solo hueco por el que pueda pasar algo de lo que quedó del otro lado. Dejo de ser yo para convertirme en otra, para vivir la vida de otra, eternamente junto al mar. No quiero volver nunca más.
Así estuve casi por dos horas, y después decidí ir a algún lugar en la playa para almorzar. Cuando volví al hotel, Sara salía de la habitación. Llevaba colgado del hombro una especie de morral de lona azul que a veces hacía un ruido de nailon de algo que tenía adentro.
—Que disfrute el paseo, Sara. La tarde se ha puesto hermosa.
—Gracias. Con suerte podré ver entrar el sol en el mar. Me han dicho que es un espectáculo grandioso. Si regreso tarde, no se preocupe; no voy a cenar. Me gusta andar a esta hora.
Dijo todo esto en voz muy baja y con una mirada triste.
Allá vas. El corazón te late de manera dolorosa, tus manos tiemblan. Aferras tu bolsa de lona azul contra el pecho, como si temieras que alguien fuera a robártela. Sabes que estás en una ciudad hermosa, pero también insegura. Lo que llevas es invalorable. ¿Qué harías si alguien te lo arrebatara? Una denuncia es impensable. ¿Cómo lo explicarías? Y después, ¿cómo rendirías cuentas?
Cuando entré en la habitación vi que la valija de Sara tenía el candado puesto. El morral, con lo que tuviera adentro, debía de haber estado ahí, porque no lo vi cuando llegamos.
Aunque teníamos la cena incluida en la excursión, esa noche volvió muy tarde. Yo estaba casi dormida; ya me empezaba a afectar el cansancio de tantas horas de viaje y del día que había pasado deambulando. Sin embargo, sentí que guardaba la bolsa en la valija y le volvía a poner el candado. Era obvio que desconfiaba de que yo anduviera husmeando cuando se durmiera. Después apagó la luz y la escuché llorar muy despacio.
A la mañana siguiente, varios del contingente compartimos el desayuno; de a poco nos íbamos conociendo. Me senté en una mesa con Estela, Alicia y Pedro; éramos todos de la misma edad. Por supuesto, los jóvenes formaron grupos aparte. Sara bajó un rato después que yo y habló unos minutos con Darío, el coordinador del viaje: algo que dijo sorprendió al hombre, pareció molestarlo, pero después de un rato de discusión él asintió, aunque con mala cara. Entonces, Sara se fue a una mesa para desayunar, pero yo la llamé para que ocupara el lugar que quedaba entre nosotros.
Como pasa en estos casos, en la charla nos fuimos contando distintas cosas.
—Sara —dijo Estela—, ¿usted ya conocía el mar?
—No. Hace 20 años que esperaba venir y recién ahora se dio.
Yo pensé que eso de los 20 años era una forma de decir, como queriendo referir que hacía muchísimo tiempo. Y lo de recién ahora se dio podía ser que no había tenido el dinero para viajar. Tengo que confesar que soy imaginativa: cuando veo a una persona me gusta inventarle la vida que pueden llevar.
—Ya va a ver cómo lo va a disfrutar —dijo Estela—. Caminar por la orilla, bañarse, tomar sol...
Y yo agregué:
—¿Les digo una cosa? A mí cuando más me gusta es cuando hay tormenta y está enfurecido. Se pone grandioso...
Todos me miraron con cara de asombro:
—Bueno, ¿qué quieren que les diga? Soy una adoradora del mar. Yo vengo cada vez que puedo... y no me iría de vuelta nunca más...
No te asombra que Mirta diga que adora el mar. Tú conociste a alguien que sentía lo mismo de una forma exagerada. Lo primero que hiciste ayer, cuando saliste, fue ir hasta el monumento que recuerda a Alfonsina. Siempre te intrigó la historia de la poeta que también decidió dormir en el mar.
Me llamó la atención que Sara dijera después que este viaje era una deuda que tenía que pagar. Más adelante llegué a saber por qué no tenía la alegría que tenía yo la primera vez: bailaba, saltaba, gritaba, cantaba, corría, a pesar de que tenía 50 años. Ella lo dijo como con pena. Después de eso, habló muy poco; contestaba cuando le hacían una pregunta directa: era viuda, tenía un hijo de 35 años y un hermano un poco menor que ella. Y no habló más.
Tu familia te advirtió que no hicieras esto. Siempre te dijeron que era una locura, pero no les hiciste caso; decías que hay cosas que es necesario hacer aunque uno no quiera. Y aquí estás. Tienes mucho cuidado de que alguien sepa por qué has venido; extremas las precauciones con tu compañera de habitación. Parece una buena mujer, pero crees que está empezando a sospechar que hay algo raro en ti, que ocultas algo. Es así, aunque hay una persona que está al tanto: la necesitas.
El clima era soñado para inaugurar el día de playa. Las mujeres acordamos ir todas juntas a tomar sol. Pedro dijo que prefería caminar por la orilla hasta donde llegara. No estaba en condiciones, dijo. No hacía deportes ni caminaba; fumaba por demás; comía mal... según sus propias palabras, era un excelente ejemplo de todo lo que no se debe hacer.
Sara rechazó la propuesta de salir en grupo; dijo que deseaba conocer la Catedral y que caminaría un poco por el centro de la ciudad. Otra vez esa resistencia a estar con otros... tampoco se le notaban las ganas de estar frente al mar, si es que era cierto que había esperado tanto para ir. No la entendía...
Mientras preparaba mi bolso de playa, vi que sacaba su morral de la valija y que esta vez la dejaba sin el candado puesto. Era realmente raro: la dejaba sin candado cuando no había nadie en la habitación y lo ponía cuando yo estaba. Obviamente, no confiaba en mí.
Salimos juntas de la habitación y se alejó con su bolso de lona. Nunca sabré qué fue lo que me impulsó a seguirla, tratando de que no se diera cuenta. Se me habían empezado a ocurrir ideas sobre lo que podría llevar en ese morral que no soltaba en ningún momento: ¿serían drogas? ¿Algo robado que tenía que entregarle a alguien en la ciudad? Pero si era así, ¿por qué no lo había hecho el primer día? ¿Sería que no había encontrado a la persona que buscaba? ¿Habrá sido eso lo que habló más temprano con Darío? ¿Serían cómplices en algo?
Sara entró a la iglesia y se sentó en uno de los primeros bancos. Yo me quedé en la sombra de la puerta. Entonces la vi: apretó contra el pecho el morral y empezó a llorar. ¿Se arrepentiría de hacer algo malo y le pedía perdón a Dios? Había dicho que a veces la vida nos obliga a hacer cosas que no queremos. ¿Qué serían esas cosas? Pensé cuáles serían en mi caso: ¿hacer algo malo para salvar a un ser querido? ¿Para salvarme yo? Me pregunté qué delito merecería 20 años de prisión; de ser así, tenía que tratarse de algo grave. Sin embargo, Sara no me parecía una delincuente.
Después de eso me fui a la playa a encontrarme con las demás del grupo. No le dije nada a nadie de lo que había visto. Ya me sentía bastante incómoda por haber espiado a Sara, como para ventilarlo. Soy curiosa, pero no voy llevando y trayendo chismes.
Esa noche, antes de la cena, la volví a ver con Darío. El hombre nos había propuesto hacer varias excursiones: la visita a unas ruinas aborígenes, ver el atardecer en unas salinas, navegar hasta una isla donde se podían ver pingüinos, un city tour... casi todos elegimos una, a lo sumo dos, porque no eran económicas. Supuse que Sara hablaba con él para anotarse en alguno de los paseos.
Cuando subimos a dormir le pregunté si iría a alguna excursión y me contestó que había decidido ir a navegar el día siguiente.
—A veces uno tiene que ser fiel si se compromete con algo.
No entendí por qué me dijo eso en ese momento, pero no le pregunté nada.
Al día después no me sorprendió ver que salía de la habitación con el morral azul. Debo decir que me había pasado gran parte de la noche desvelada y había estado atando cabos: después de su comportamiento y de sus dichos durante esos días, ya me imaginaba cuál era el motivo del viaje de Sara.
Ya no hay vuelta atrás, Sara. Aunque duela, seguirás adelante. Y todo terminará.
Como presentía, cuando estuvimos en alta mar y todos miraban a los delfines que saltaban frente al barco, vi que Darío se acercaba a ella y que se iban juntos hacia la popa. No resistí la tentación de seguirlos para confirmar lo que casi sabía.
Sara sacó del morral una bolsa con un contenido grisáceo; la acercó a su pecho y, llorando, dijo:
—Adiós, mamá. Después de 20 años por fin puedo cumplir lo que me hiciste prometerte antes de morir. Hasta ahora no había podido y eso no me daba paz. Ahora vas a dormir en el mar como querías, y yo voy a dejar de sentirme culpable porque no estaba cumpliendo con vos.
Se inclinó sobre la borda y arrojó las cenizas mientras Darío filmaba la ceremonia fúnebre. Yo volví hacia la proa. Las lágrimas no me dejaban ver a los delfines y la tristeza me arrasaba la garganta.
Liliana Fassi, República Argentina © 2025
lilianafassi@hotmail.com
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Ilustración realizada por Enrique Fernández © 2025 Liliana Fassi reside en Villa María (Córdoba, Argentina). Es Licenciada en Psicopedagogía y graduada en la Universidad Nacional de Río Cuarto (Córdoba, Argentina). Ha publicado tres libros que recrean, con entrevistas y ficciones, la historia de la que fue llamada “Gran Inmigración”, llegada a su país entre las últimas décadas del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Ha participado en diez antologías de cuentos y poesías editadas por Instituciones Culturales de Argentina y de Uruguay y ha recibido numerosos premios y menciones en ambos países. En 2023 tres de sus obras integraron una antología editada por la revista mexicana Sombra del Aire. Desde febrero del corriente año, Sombra del Aire está publicando la novela Trayectoria de boomerang, en su sección “Novelas. Capítulos por entregas”. Liliana Fassi colabora con revistas digitales de Argentina, Canadá, Guatemala, México, Perú, Colombia, Ecuador y España. Actualmente, su obra aborda un amplio abanico de temas relacionados con la condición humana.
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