Regresar a la portada

Cola de cerdo, el suicida fallido

Moisés de la Caridad nunca debió haber nacido. Fue concebido en el preciso instante en que un cometa, pasando muy cerca de la órbita de Saturno, desvió el planeta tan sólo unas milésimas de centímetro, ocasionando algo que jamás debió ocurrir: Un óvulo y un espermatozoide, que nunca habrían de encontrarse, chocaron por influjo de los astros.

Su madre nunca quiso tener a la criatura, producto de la embriaguez de ambos y el uso excesivo de drogas. Su padre jamás supo que la desconocida con quien había pasado un rato llevaba un hijo suyo.

Muchas veces la madre del niño quiso abortar. Tomó algunas pastillas y se hizo poner diversas inyecciones con el fin de deshacerse del bebé. Se introdujo objetos y se obligó a comer estiércol de cerdo con telarañas porque alguien le dijo que con eso abortaría. Sin embargo, a los ocho meses, la mujer dio a luz en un oscuro callejón, auxiliada por una gitana que escuchó sus gemidos.

Al nacer la criatura, la vieja observó tres cosas llamativas: la primera, una gran mancha sobre la frente en forma de telaraña. La segunda, y que más la impresionó, fue una pequeña cola como la de un cerdo. La tercera, fue que, si bien el niño nació con una vitalidad increíble, se negó a llorar.

Entendiendo estos tres signos como un presagio, la gitana vaticinó que la criatura jamás superaría los veintitrés años.

Esa misma madrugada, una madre exhausta dejó un paquete envuelto en papel periódico a la entrada de un convento de monjas carmelitas. Una de ellas, al abrir la puerta, escuchó unos balbuceos y gritó pidiendo auxilio.

Si bien las religiosas tomaron inicialmente el hallazgo como una señal divina, creyeron que el maligno había llegado a su puerta cuando descubrieron que además de la telaraña de su frente, el niño tenía una pequeña cola de cerdo.

Imposibilitadas para mantener un niño en su convento, las religiosas lo llevaron a su orfanato y lo criaron allí. El nombre de Moisés de la Caridad, aplicado tan sabiamente por haber sido abandonado y encontrado, fue desapareciendo en la medida que el niño creció entre los otros del hogar. Muy pocos recordaban que su nombre era Moisés y todos lo llamaban Cola de Cerdo.

El infante fue objeto de burlas desde que llegó al orfanato. A medida que crecía, las cuidadoras trataban de disimular sus particularidades. En un intento de mejorar el futuro del niño, fue llevado donde cirujanos conocidos por su caridad con los pobres. Todos coincidieron en que resecar la cola era un procedimiento riesgoso para su vida y que era mejor enseñar al niño a convivir con ella. La mancha de su frente tampoco podía ser borrada.

El pelo largo, a manera de capul, cubrió parcialmente la mancha de su frente, mientras que la ropa holgada trató de ocultar su cola. A pesar de todo, el secreto era imposible de guardar y con uno solo de los niños, que lo viera en el baño era suficiente para que todos se enteraran de sus defectos. Moisés de la Caridad era molestado no sólo porque era difícil ocultar la mancha y el bulto de su trasero, sino también porque tenía una torpeza que se volvió legendaria.

Cola de Cerdo tropezaba al caminar y se caía al correr; se golpeaba con todo y era torpe hasta para las tareas más simples. Aprender a comer con cuchara le valió varias lesiones en el ojo. A los tres años se cayó de la silla donde desayunaba y se quebró un dedo. Amarrarse los zapatos podía significar un dedo estrangulado por un cordón. A los cinco, tropezó sin causa aparente y se quebró los dientes delanteros, que afortunadamente volvieron a crecer, por lo que no se notó su ausencia. Trepando a un árbol, tuvo una caída que le costó una fractura en un brazo, se torció un tobillo jugando baloncesto y se hizo un gran hematoma cuando intentó aprender a montar en la destartalada bicicleta que un alma caritativa donó al orfanato. Un día, barriendo las hojas del jardín, se fue a dar con el rastrillo y tuvo una gran herida en la pierna que tardó varias semanas en sanar. Casi muere al comer una fruta sin darse cuenta que una abeja estaba posada en ella. La intervención inmediata de los doctores evitó que el niño muriera ahogado por la hinchazón de su lengua.

Nadie entendía cómo era que Cola de Cerdo había podido superar la infancia. Eran permanentes sus accidentes y percances. La mayoría de los otros niños del orfanato fueron dados en adopción, pero las parejas que llegaban en busca de un hijo a quien brindar su amor, rechazaban de plano aquel pequeño con el tatuaje extraño en su frente, y su cola de cerdo. Algunos se apiadaban cuando veían a lo lejos al niño con un cabestrillo o que andaba en muletas o que tenía un gran vendaje en su pierna, pero apenas lo conocían de cerca y veían la monstruosidad de su cola, lo rechazaban inmediatamente.

Finalmente, Cola de Cerdo cumplió los catorce años y debió abandonar el orfanato para ir a un hogar de paso que tenía la alcaldía. Allí aprendió todos los vicios de los jóvenes problemáticos de la ciudad, pero también conoció algunas formas de ganarse honestamente la vida. También en ese lugar su apéndice caudal impuso su apodo de una manera más efectiva que la del nombre con el que había sido bautizado.

Al cumplir los diecisiete años, Cola de Cerdo ya había recibido capacitación en todo tipo de oficios. Se había hecho un hueco en la mano izquierda con un taladro cuando aprendió carpintería; se clavó una puntilla en un dedo cuando se entrenaba en el oficio de la talabartería. Con unas tijeras se hizo una herida en el muslo mientras aprendía el arte del corte y las confecciones. Tuvo un parche cuando una ráfaga de aire le hizo caer cemento en el ojo, mientras trabajaba como aprendiz de albañil en una construcción.

No fue sino hasta cumplir los dieciocho que Cola de Cerdo tuvo un momento de iluminación. Caminaba por un callejón oscuro una noche lluviosa, cuando vio a lo lejos la silueta de una gitana que corría buscando guarecerse. Entonces, como si se tratara de un déjà vu, algunos recuerdos vagos llegaron a su memoria y tuvo la percepción de que todos los accidentes de la infancia, todos los traumatismos sufridos en la adolescencia, eran producto de su subconsciente. Cola de Cerdo tuvo la certeza de que muy en el fondo lo que tenía era un deseo irrefrenable de morir.

A partir de ese momento entendió que su único objetivo en el mundo era buscar la forma de encontrar la muerte. Comenzó entonces una maratón de intentos para lograr su cometido. Se subió al décimo piso del edificio en construcción donde trabajaba como obrero y, aprovechando que era aún muy temprano, se lanzó al vacío sin pensarlo dos veces, con tan mala suerte que cayó en una red de seguridad que sus compañeros habían instalado en el segundo piso el día anterior, para evitar que un ladrillo pudiera caer sobre un transeúnte. La caída, además de fracturarle el meñique de su mano derecha, lastimó su amor propio. Era inconcebible que ni siquiera sirviera para suicidarse.

Unos días más tarde se le tiró a un bus que pasaba a toda velocidad. El ágil conductor esquivó al peatón y varios pasajeros descendieron con hematomas de consideración cuando el vehículo golpeó un poste.

Quiso ahorcarse de un árbol y se colgó con una soga en el cuello desde la rama más alta, pero, al sentir el peso, el vetusto tronco cayó al piso mostrando que su interior estaba carcomido por las termitas.

No contento con los resultados, Cola de Cerdo, decidió tirarse a las vías del metro. Una mañana se paró en la estación esperando el momento en que el tren hiciera su arribo. Sin embargo, luego de unos minutos, y en medio de una gran multitud que iba creciendo a cada segundo, escuchó por los altavoces que el servicio había sido suspendido por un problema en el suministro de energía eléctrica. Alguien mencionó que desde hacía algunos días, varios árboles habían sido derribados, ocasionando daños en el cableado.

Indiferente a las explicaciones, esperó pacientemente hasta el día siguiente,y muy temprano fue a pararse en la estación. Cuando el metro se aproximaba, se lanzó a las vías. Los pocos transeúntes gritaron aterrados. El conductor frenó lo más pronto que pudo, pero Cola de Cerdo quedó debajo del cuarto vagón. El operativo de rescate fue activado y el joven fue sacado de las vías. Todos decían que era una suerte que su cuerpo hubiera quedado precisamente entre los dos rieles sin ser tocado por las ruedas. Apenas había tenido una pequeña lesión en la región donde la espalda pierde su pudoroso nombre. Los medios de comunicación transmitieron por todo el mundo las imágenes en las que un muchacho era sacado de debajo del tren con tan sólo una rasgadura en el pantalón, a través de la cual se observaba una cola de cerdo enrojecida por la fricción.

Este hecho complicó los planes de Moisés de la Caridad. Los médicos que lo atendieron sospecharon que el evento no había sido accidental y que parecía tratarse de un intento suicida. Eso era lo que menos quería Cola de Cerdo, que entendía que, de comprobarse sus motivos, podía ser encerrado en un hospital mental bajo vigilancia estricta.

Trató de convencer a los médicos y psiquiatras de que su caída a las vías del tren había sido por un acto de torpeza más que un evento intencionado. Afortunadamente varios médicos reconocieron su cola y recordaron sus otras visitas al hospital. El prontuario de accidentes del joven sirvió para apoyar su mentira. Finalmente, al pobre Cola de Cerdo se le permitió salir del centro hospitalario con las recomendaciones de poner más cuidado en el futuro.

Dos semanas más tarde, Cola de Cerdo ingresó a otro hospital diferente, esta vez por haber ingerido un veneno para las cucarachas. Fue llevado por unos vecinos que lo escucharon quejándose en el pequeño cuarto que rentaba. Llegó retorciéndose de dolor abdominal y los médicos, al sentir el olor a insecticida, sospecharon inmediatamente que se trataba de una intoxicación voluntaria. Cola de Cerdo, acostumbrado a mentir, logró convencerlos de que llevaba varios días con cólico a causa de unos parásitos y que se había levantado en la oscuridad de la noche a tomarse un remedio contra ellos, con tan mala suerte que había equivocado el frasco.

Los galenos al principio dudaron de su versión, pero cuando vieron una gruesa historia clínica donde constaba de cientos de incidentes sufridos por el joven desde su infancia, empezaron a creer que realmente se trataba de un accidente. Tres días después fue dado de alta con una buena noticia: el veneno tomado no sólo había destruido todos sus parásitos, sino que también había disuelto completamente un tumor maligno que tenía en el páncreas y que lo hubiera matado antes de cumplir los veintitrés.

Cola de Cerdo salió del hospital muy contrariado. Estaba feliz por haber convencido a los médicos de que no era un suicida y haber esquivado su reclusión en un sanatorio, pero estaba molesto por haber tomado un veneno que le había producido más beneficios que daño.

Su siguiente intento fue con un arma de fuego que compró a uno de los rufianes del vecindario, un antiguo condiscípulo suyo del hogar comunitario. Pero la bala destinada a traspasar sus dos hemisferios estalló en la recámara sin salir del cañón. El dedo índice y medio sufrieron lesiones por el estallido y parte de su sien quedó tatuada con la pólvora. Esta vez se hizo las curaciones en su habitación. No tenia forma de explicar tan extraño accidente.

Quiso enfrentar al matón que le había vendido el arma, exigir la devolución de su dinero y, tal vez, lograr que el hampón lo asesinara por hacerle el reclamo. Lo estuvo buscando por todos los rincones posibles del barrio. Según se enteró después, el traficante de armas había sido asesinado la noche anterior en una retaliación por parte de otra banda.

Cola de Cerdo insistió. Con un anticuario compró un libro de anatomía y estudió a conciencia la ubicación exacta del corazón. Una mañana, sin que el oficial de la obra se diera cuenta, entró a la garita donde se guardaban los materiales y las herramientas. Buscó una lezna de unos veinte centímetros de longitud. Cuando se aseguró que nadie lo veía, se quitó la camisa, ubicó la punta sobre el quinto espacio intercostal con la línea clavicular: el mejor sitio donde creyó que perforaría su ventrículo izquierdo. Apuntaló el mango sobre una mesa y tan pronto se aseguró que estaba listo, se dejó caer sobre ésta con todo el peso de su cuerpo.

Sintió un calambre en sus brazos, seguido de un dolor agudo que le impidió respirar. Esperó unos segundos confiando en que su fin llegaría. Pero descubrió que esta vez también había fallado. La lezna seguía enterrada en su pecho, pero su corazón seguía latiendo. El dolor era insoportable.

A los pocos minutos entró otro obrero que dio la alarma. La noticia se regó por la obra: Cola de Cerdo había tenido un accidente y se había enterrado una lezna en el pecho al tropezar con una pala en el suelo.

Fue llevado a una clínica especializada, en cuya sala de cirugía fue retirado el acero. Cuando Cola de Cerdo despertó, los médicos estaban frente a él. Se había salvado de milagro. No sólo el metal apenas sí había rozado su corazón, sino que además, al entrar a su pecho, había drenado un absceso que tenía en el pulmón junto al pericardio. De no haberse drenado por la lezna, el absceso se hubiera roto a la cavidad pericárdica y hubiera fallecido por un taponamiento. Era un caso excepcional que debía publicarse en revistas especializadas de cirugía.

Cola de Cerdo salió del hospital al cabo de un mes. La aseguradora se encargó de todos sus gastos y le propusieron pagarle una alta suma de dinero con tal de que se quedara en su casa y no se acercara a ningún trabajo. No podían permitirse más accidentes. Algunos periodistas descubrieron que aquel joven era el mismo que se había caído de un edificio, que había sido arrollado por el metro, que había sido atacado por un león cuando se “equivocó” de puerta en el zoológico y que había salido incólume de una explosión accidental de una pipeta de gas. Cientos de personas, entre psicólogos, sociólogos, psiquiatras y reporteros, lo acosaban en busca de una entrevista. Algunos medios amarillistas comenzaron a espiarlo para publicar sus fotografías. Paparazzis de todo el mundo se esforzaban por tomar una foto de la telaraña oculta por su cabello y, sobre todo, de la extraña cola de cerdo del hombre que había vencido cien veces a la muerte.

Un día, abrumado por la curiosidad que generaba entre las personas que sabían de su caso, Cola de Cerdo decidió abandonar su pequeño cuarto y con el dinero del seguro rentar una modesta cabaña alejada de la ciudad para intentar, hasta el agotamiento, la mejor forma de suicidarse. Empacó su poca ropa y sus escasas pertenencias y salió con la idea de no volver nunca más.

Al pasar por una esquina vio a una gitana que vendía cachivaches. La anciana al verlo creyó reconocerlo de alguna parte. A él también le pareció familiar. Ella le ofreció un sombrero para el sol, un pañuelo mágico, un anillo contra las malas energías y otros objetos que él rechazó educadamente. De pronto, ella pensó en algo que le podía vender. Le ofreció un cuaderno y unos lápices. “Es para que escribas tu vida”, fue la estrategia de ventas que utilizó sin entender claramente de dónde había surgido la idea.

Entonces Cola de Cerdo tuvo otra revelación como la que había tenido hacía unos años cuando había descubierto su vocación suicida. Pensó que tal vez valía la pena contar su historia en lugar de estar buscando la forma de matarse. Quizás su vida era una aventura tan extraña que debía darse a conocer. Ya una editorial le había sugerido publicar sus memorias. Tal vez su vocación era ayudar a otras personas a vivir una vida llena de percances.

Compró a la gitana un cuaderno y una docena de lápices. Al separarse, ninguno de los dos había podido recordar bajo qué circunstancias se habían conocido en el pasado. Los ojos cansados de la gitana no reconocieron la mancha en la frente, ni el bulto trasero de su pantalón.

De esta manera Cola de Cerdo se recluyó en una desvencijada cabaña con la intención de escribir un libro sobre su vida. Y así, una tarde de noviembre, Moisés de la Caridad se sentó a la mesa con sus lápices y el cuaderno y, recordando las clases de español de las hermanas carmelitas, comenzó a escribir.

Pero hubo un momento en el que el lápiz con el que escribía cayó al suelo. Su mano buscó a tientas, y al no encontrarlo se agachó bajo la mesa, con tan mala suerte que otro lápiz rodó inadvertidamente hasta caer en la silla.

Al sentarse lo atenazó un dolor agudo. La punta del lápiz se había enterrado en su cola en el preciso instante en que un cometa, a varios millones de kilómetros de distancia, desviaba por segunda vez la órbita de Saturno apenas una milésima de centímetro.

El joven, ignorante de los movimientos de los astros, no prestó atención al incidente con el lápiz. Lo retiró de un solo movimiento y se frotó un poco la herida puntiforme. Al cabo de unos segundos el dolor desapareció. Había sobrevivido a cientos de accidentes y muchos intentos de suicidio, para preocuparse por un simple piquete provocado por la punta de un lápiz.

Al día siguiente Cola de Cerdo convulsionaba de fiebre en su humilde camastro. Dos días después la sepsis había acabado con su vida. Faltaron pocas horas para que cumpliera los veintitrés años.

Carlos Alberto Velásquez Córdoba, Colombia © 2022

calveco@une.net.co

Carlos AlbertoVelásquez Córdoba nació en Medellín en 1966. Es Médico y Cirujano de la Universidad Pontificia Bolivariana, y Especialista en Epidemiología. Ha participado en talleres de literatura con los escritores Luis Fernando Macías (Cooperativa Médica de Antioquia COMEDAL) y Memo Ánjel (Universidad Pontificia Bolivariana). Es autor del blog dedicado al conocimiento, el arte y el humor El blog de los lagartijos. También es colaborador en varias antologías y revistas literarias, además de contar con varios premios literarios en Colombia.

Ha publicado los siguientes libros:
Matar al lobo. Editorial Universidad de Antioquia. 2021
Cola de cerdo, el suicida fallido. Editorial Libros para Pensar. Bogotá. 2021.
Fuga de Ideas. Fallidos Editores. Medellín. 2019.
Amelia y otros cuentos. Fallidos Editores. Medellín. 2019.
La historia clínica desde la perspectiva del cuento literario. Autoreseditores. Bogotá. 2018.
La fuga del paciente y otros cuentos. Autoreseditores. Bogotá. 2013.
La Monja sin cabeza. y otros cuentos. Autoreseditores. Bogotá. 2012.
Ane-Doctas de un Médico Desmemoriado. Autoreseditores. Bogotá. 2012.

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Otros cuentos del autor en Proyecto Sherezade:

  • Amelia
  • El museo de Edgarsville
  • Herencia
  • La mujer del elevador

    Regresar a la portada