Tomó la Pedro Enrique y saludó de lejos al hombre del quiosco, con un poco de vergüenza, al viejo de los periódicos ya que hacía más de dos años que no le compraba nada, que no se animaba a leer diarios ni asociarse con el mundo y su farándula. Ahí va otra vez, se dijo el viejo viéndole alejarse cabizbajo y perderse entre la poca oscuridad que todavía el sol de mayo no había espantado. Pobre hombre, pobre cazurro, y sin paraguas, Dios lo libre de una pulmonía, continuó pero aliviado, con más tranquilidad debido a que por lo menos su excliente no se había quitado la vida durante la noche, debido a que por lo menos viviría otro día más para considerar o reconsiderar su razón de ser o no ser, pues la verdad era que después del accidente automovilístico muchos en la vecindad lo cuidaban a distancia, velaban por él y rezaban para que éste volviese a apostar por la vida y no por la displicencia ni la muerte.
Me ven como si no fuese más que un huérfano, se dijo robándole una hoja a un árbol, un poco de rocío a la mañana. Pero se entiende, se comprende, encaminándose hacia la costa, hacia el agua o el tiempo y su monotonía sin ninguna prisa, fijándose en cómo los faroles perdían su protagonismo con la luz, daban paso al detalle y la distancia, al puntualismo y el horizonte, en cómo las casas y los edificios empezaban a cobrar vida y cómo la gente empezaba otra vez con la faena del día y la lucha, con la corredera y la rutina que él ahora echaba de menos y hasta envidiaba. Le llegaban al olfato olores agradables, matutinos, de susodichos hogares y supervivientes, los del café y el pan de cada día, los de huevos revueltos y mantequilla mientras sus manos jugaban con la hoja y su cabeza volaba, quebraba muchas de las leyes de la física para el bienestar o malestar de su precaria salud mental —pues el paso del tiempo tiende a herir o a sanar, a hacer recordar u olvidar, a temer el porvenir o darle la cara, a dar esperanzas o quitarlas.
Debería hoy llegar al cementerio, se dijo en voz alta, sin miedo a ser oído, sin importarle debido a que desde un principio todos habían estado al tanto de su dolor, de su desgracia, dato que no le sentaba bien ya que era un hombre reservado y lo había dejado de ser de la noche a la mañana y de la manera más cruel y dolorosa. Debería mudarme, rodearme de gente que no me tiene lástima, llegar a un lugar donde hombres y mujeres me vean como un contrincante, candidato, como un ser humano y no como un desahuciado.
A ese individuo lo que le hace falta es un pastor alemán, por lo menos para empezar, comentó al viejo del quiosco el maestro de la vecindad cuando le hacía llegar las monedas por el diario. O una o dos mujeres de la mala o buena vida, o un hombre o dos ya que uno nunca sabe, añadió burlonamente chequeando la hora, alejándose sin darle chance al viejo de hablar, de contradecirle.
Este maestro siempre a toda prisa, siempre dándome la impresión de que me dirige la palabra solamente para oírse hablar, masculló el viejo dándole mente a lo primero, a lo del perrito ya que no le parecía mala la idea del docente. Mataríamos dos pájaros con una piedra: su desolación y su apatía. Pero cómo llevarla a la práctica sin que él no se moleste, sin que éste no llegue a la conclusión de que desde hace tiempo lo vemos como un minusválido, como una persona que necesita ayuda pero no lo reconoce, no la pide por no dar su brazo a torcer, o por vergüenza, orgullo, por éste no querer extender el brazo y abrir la mano y pedir ayuda, no limosna. Cómo llevarla a la práctica si es a él primero que le toca darse cuenta de que no está bien, que ha de haber alguna razón válida por la cual él fue el único que sobrevivió el accidente y que ha de recomponerse para ver si la esclarece, y porque, —creo que es lo justo—, se lo debe a los que perecieron.
La costa o la parte que él frecuentaba no se prestaba mucho para playa debido a la topografía, a la orografía del lugar y quizás esta era la razón principal por la cual él concluía sus caminatas sentado en una u otra de sus gigantescas piedras, con pies y piernas colgando, la mar salpicándole de cuando en cuando su ropa y su cara y su ensimismamiento, en donde desde cierta altura y tranquilidad o atalaya se podía uno hastiar y extasiar del verde y azul del susodicho cuerpo de agua u organismo viviente, —de su olor, fragancia, su va y viene, sube y baja, o de su constancia, sus repeticiones o tautología—, en donde el cielo parecía como si sobrase, como si estuviese de más, con nubes fuera de lugar y aves que no se cansaban de llamar la atención, de arrojarse al agua en busca de lo suyo, la supervivencia y la continuación de su especie. Allí se pasaba horas y horas dándole vueltas al mundo o el mundo dándole vueltas a él hasta que la puesta del sol lo sacaba de sí mismo, de su ensoñación, y su entorno recobraba la existencia que había perdido ante su persona, su poder de animar y desanimar, de asombrar o causar desapego, alejamiento.
O a lo mejor debería volver a trabajar, aunque no lo necesite, sumirme en papeles y trivialidades, o dedicarme a una causa justa en vez de pasarme todo el tiempo chillando, tirando piedras a la mar, jugando este papel de desapercibido que sólo atrae más al público. Dedicarme a luchar contra el hambre, por ejemplo, y olvidarme de mi culpa ya que los que me podían perdonar no se encuentran con nosotros, ya que por lo visto la ley del hombre no me ha convencido de mi inocencia, ya que por lo visto no he tenido los cojones para suicidarme. O dedicarme a luchar contra la violencia doméstica, contra otra injusticia social en vez de pasármela reviviendo los pormenores del accidente, lo que pude haber hecho para que ese otro auto se estrellase contra la pared y no contra el mío, no contra lo que yo más quería.
Es que usted cree, y perdone que se lo diga, opinó el viejo del quiosco, que todo se resuelve con una píldora, con una prozac, doctorcito, y no es así, lamentablemente o afortunadamente, ya que la medicina no es más que otro negocito, —como cualquiera otra ciencia o tecnología—, un negocito que para sobrevivir necesita no curar, no sanar, sino mitigar el dolor de los demás para que así se vuelva a necesitar de la medicina, del doctor, de la receta. Sobrellevar la enfermedad y no curarla es el objetivo principal de su profesión. Así que no me venga con el cuento de que lo que nuestro vecino necesita es un par de prozac y listo. Yo no nací ayer y aunque sea cierto que no hice más de un quinto grado, he hecho todo lo posible de educarme por cuenta propia. Así que hágame el favor de no tratar de tomarme el pelo, aunque sea calvo y vaya ya entrando en edad, pues aún no he perdido del todo el uso de la razón.
Por lo visto con usted hasta de mi especialidad es imposible discutirle. No pierde usted un caso, hombre, contestó el galeno sonriendo. A ver, ¿cuánto le debo por la revista y el periódico? Pero de todas formas, y hablando en serio, esté usted o yo en lo cierto lo que importa es que estamos de acuerdo en una cosa, en que nuestro vecino necesita ayuda, en que necesita una mano o un buen trago de vino para que se olvide de la verdad de momento y recupere un poco de brío, de voluntad. Pues a contrario de lo que se cree, una buena dosis de placer prepara a uno, ayuda a uno a sobreponerse cuando las desgracias nos caen a cántaros inesperadamente, sin sobreaviso y nos desarman, nos dejan a la intemperie y tiritando.
No recuerdo dónde fue que lo leí pero es ahora, años después, cuando me atañe, claro, cuando tiene que ver con mi situación o estado o condición que finalmente entiendo lo que su autor quiso dejar saber cuando nos dice que no es nada bueno cuando se prescriben muchos remedios para curar una enfermedad ya que esto significa que es incurable susodicho malestar. Pero qué se le va a hacer. Así es la vida, como dice una canción que no tuvo mucho auge en su tiempo y que solamente yo reconocería si tal composición llegase a la morgue y se me buscase y preguntase. Pero lo cierto es que hace tiempo que se me hace casi imposible pegar los ojos, dice nuestro anónimo protagonista para sí, nuestro hombre no en La Habana sino en cualquier parte del mundo, sentado a la mesa, tomando té de manzanilla en la sala de estar o no estar, rogando con dedos cruzados para que esta vez llegue el sueño y pueda por lo menos descansar de su carga por unas cuantas horas —privilegio que se le ha negado desde tiempos inmemoriales al rey Sísifo, verbigracia, y a Atlas, el titán. Prueba de que ningún favor es pequeño, de que uno nunca comprende del todo lo mucho que se pide cuando uno pide a otra persona algo supuestamente ínfimo o insignificante. Mas si recuerdo lo de los remedios es porque en las caras de los demás los he visto, es porque he notado que cada uno cree que tiene el remedio que mi persona necesita para salir adelante, para superar mi estado de no ánimo.
Bueno, mañana será otro día, se dice el viejo del quiosco, antes de cerrar el libro y apagar la luz, pensando en los hijos que viven en el extranjero, que ahora ya son padres y madres de familias, que le llaman por teléfono de cuando en cuando por deber y por amor y cuando necesitan que se le saque de algún aprieto, —El viejo siempre tiene, para eso es que está allí—, reviviendo el penoso entierro de su compañera, la última vez que tuvo y tendrá ante sí a toda su familia reunida, incluyendo a los nietos que apenas conocía —esos últimos amores del hombre—, que solamente le llamaban ¡Abuelo!, ¡Abuelo! delante de la gente para que luego no les llamasen la atención, y dándole mente al vecino, al hombre de la buhardilla, pidiendo por él aunque de creencia sólo le quedase la costumbre de la persignación y el amén. Pues la verdad era que el viejo lo veía como el hijo descarriado y no pródigo, como el hijo que le daba vergüenza llamar para avisar que necesitaba una mano y que por secuela no llamaba y se las arreglaba de otra forma, al que todo el mundo respetaba y admiraba, no obstante, por tal susodicha razón, por tal procedimiento de su parte.
Disculpe que le moleste, y a esta hora de la noche, señor, pero es que vi luz en su buhardilla, le había dicho el joven con los nervios de punta, el joven que le había confiado sus escritos, que buscaba enterarse si su ficción valía la pena, que había ido de puerta a puerta por el barrio no llevando o promoviendo la palabra de Dios ni la de algún partido político sino la suya, la que solamente soñaba con deleitar, con proveer un respiro, otra forma de sopesar el producto bruto interno o la materia prima, nuestra realidad, le había dicho el joven que había confesado que él era el único en todo el día y la noche que le había abierto la puerta y hasta ofrecido un poco de agua y de café, un trozo de queso y de pan, —incluyendo alojamiento hasta el próximo día, si así lo deseaba—, el joven que acababa de marcharse, que había dado las gracias por tanta atención, excusándose nuevamente por su atrevimiento, por su abuso de confianza y la molestia y la tarea que le había encargado, el joven que quería llegar a casa lo más pronto posible para que su madre pudiese así pegar los ojos, que quería ser escritor y que volvería días después o noches a conocer la impresión positiva o negativa de su mundo de ficciones.
En la radio una señora hablaba de la carestía de la vida con urgencia, de los artículos de primera necesidad, de los desempleados mientras el viejo arreglaba los periódicos y se preparaba para otro día de trabajo, de preocuparse por el prójimo, por la soledad de los demás, mientras nuestro protagonista, trasnochado, daba por concluida hasta nuevo aviso la lectura de los cuentos del muchacho y se preparaba para salir a dar una vuelta por el vecindario, cerciorándose de que esta vez no faltase su paraguas aunque las condiciones del tiempo dictasen lo contrario, pronosticasen un día despejado y de sol, mientras éste hacía hincapié en otra causa perdida pero noble y se daba cuenta de que lo que distinguía a hombre de hambre, —acaso tan sólo un intercambio de vocal, un accidente gramatical u otro tipo de cruda ironía por parte de la lengua—, no era suficiente como para ignorar lo mucho que se parecían, lo mucho que tenían que ver el uno con el otro.
C. A. Campos, República Dominicana / EE.UU. © 2008
L_tmartin@hotmail.com
C. A. CAMPOS es oriundo de Santiago, Rep. Dominicana. Desde 1984 reside en EE.UU. Su trabajo se ha publicado en Ariadna, Letralia, Remolinos y otras revistas. Escribe en inglés también, y es autor de varios libros de poesía. Veinte años no es nada es su más reciente entrega (libro).
Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar
Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar
Otros cuentos del autor en Proyecto Sherezade: