Cuando me embistió en la esquina de la calle Mazarine, desperdigando todas mis verduras por la acera, debía de llevar un rato en aquel estado.
Se quedó mirando mis tomates sin reaccionar y a mí sólo se me ocurrió insultarlo. Luego quería acompañarme a recorrer el mercado para hacer la compra de nuevo, pero me negué. Me dio cien francos que sí acepté. Aunque no recordaba cuánto me acababa de gastar, me pareció una estimación correcta. Poco a poco se me iba pasando la indignación, sobre todo porque el pobre hombre parecía más que desconcertado. Algún tormento lo debía de tener completamente enajenado, así que cuando me propuso un café en la esquina para que no me llevara una imagen demasiado negativa de él, acepté, a pesar de que habría tenido que llamar a Didier desde hacía media hora.
Nos sentamos a una mesa raquítica y, como siempre en los cafés de París, apretadísimos. Yo tenía el abrigo sobre las rodillas y tuve que poner lo que quedaba de la compra entre mis piernas para no molestar.
El camarero dejó los cafés y la cuenta como perdonándonos la vida y se quedó plantado rascándose la cabeza. Él se apresuró a pagar y luego, con los brazos abandonados en el regazo, se puso a contemplar su café en silencio, como si nunca antes le hubieran servido uno. Yo mientras tanto revolvía el azúcar.
Le mandé un mensaje telepático a Didier, "No te vayas, que ahora mismo te llamo", y decidí dedicarle unos minutos al extraviado que tenía al lado.
Encendí un cigarrillo. Él hizo signo de no con la cabeza cuando le ofrecí uno y siguió con los ojos clavados en la taza.
"¿Le ocurren estas cosas a menudo?" le lancé, por ver si lo sacaba de su ensimismamiento, pero volvió a negar con la cabeza. Luego me miró un instante, torció la boca intentando esgrimir una sonrisa y volvió a concentrarse en el humo que despedía su taza .
"A mí tampoco," le dije y me puse a buscar con la mirada algo que pudiera atraer su atención, pero acabé preguntándole si estaba casado. Esta vez me miró, volvió la cabeza y hasta el torso en mi dirección, con tal brusquedad, que me asusté. Se me quedó m irando como si yo fuera otra extraña taza de café y al fin dijo: "No. No lo sé. Creo que ya no." Y retiró la vista.
"Didier, estoy tomándome un café con un señor que ha tirado nuestra cena por los suelos y que debe de tener un problema muy grave con su mujer, aunque no suelta prenda. Pero tú no te muevas del despacho, que en seguida te llamo". Lo repetí dos veces para que le llegara con más intensidad.
Cuando volví a mirarlo, una lágrima estaba resbalándole por la mejilla. Me puse muy nerviosa, porque no soporto ver a un hombre llorar. Pensé en darle unas palmaditas en el hombro acompañadas de alguna frase estereotipada, pero me pareció una actitud rid ícula. Levanté mi mano y la fui acercando lentamente hasta dejarla caer en su rodilla, con la palma hacia arriba. Era todo lo que podía ofrecerle.
La cogió, me la apretó y se la llevó a la nariz. Después cedió un poco la presión, pero se quedó con ella.
"Didier, que estoy tomándome un café con un señor al que le tengo cogida la mano, pero que en cuanto deje de llorar, te llamo. Me gustas mucho, Didier. Créeme."
No sé cuánto tiempo estuvimos así. A mí se me hizo eterno, porque me sentía bastante inútil y no hacía más que buscar mentalmente algo que pudiera cambiar su estado de ánimo.
De pronto miró mi mano con la misma expresión con que había mirado el café y mis ojos y me la devolvió. Se secó las lágrimas y empezó a incorporarse, pero lo detuve sujetándole el brazo. "Espere, espere. Cuéntemelo. Le hará bien. Después de todo, soy una desconocida. No se vaya." Pero el volvió a torcer la boca en un intento de sonreír y balanceó su cabeza a un lado y otro negando, mientras se levantaba.
"Perdóneme," me dijo poniéndose el abrigo. "Siento mucho haber hecho un estropicio con sus verduras." Yo saqué una hoja de acelga y se la tendí. "Me olvidé de comprar flores, pero acepte este sucedáneo como prueba de mi simpatía." La cogió, me pasó la mano por la cara, sonrió -esta vez le salió bien- y me dijo adiós.
"Didier, el señor ya ha dejado de llorar y yo voy a toda carrera por el Boulevard St. Germain en busca de una cabina. No te muevas que estoy a punto de llamarte."
María José Barrios, España, Suiza © 1996
maría_josé.barrios@span.ch
María José Barrios Rolanía nació en Madrid, aunque ha pasado la mayor parte de su vida en Tenerife. También ha vivido en París y actualmente está en Ginebra. Ha escrito algo de poesía, aunque es el cuento su instrumento de trabajo cotidiano. Afirma estar decidida a escribir una novela cualquier día de estos. Dice que nunca olvidará el impacto que le produjeron la lectura de "El Quijote" o "La Divina Comedia". Admira a Cortázar, Cela y García Márquez, lo que no le impide una voraz curiosidad hacia autores menos consagrados. Su poema "Guiños y besos" fue publicado por la revista literaria "Apolo 2" en 1995.
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