Leíamos a Ginsberg, a Céline, a Cortázar y a Bukowski en especial.
Leíamos a Kerouac, a Borges, a Burroughs y a Bolaño sobre todo, y a veces sonaba el teléfono y nos llegaban noticias de que algún amigo que también los leía había muerto joven montado a lomos del desbocado caballo blanco. Entonces tocaba ceremonial de cementerio, unas flores, unas sinceras lágrimas y una borrachera en la bodega del Isidro, como ofrenda a su memoria.
Vivíamos en un minúsculo pisito centenario comprimido en una estrecha calle del casco antiguo, sin vistas a nada, con enormes humedades y una portería que olía a cloaca, amueblado con antiguallas de segunda mano o reclutados de los que la gente abandonaba en la calle; despojos que yo restauraba y ella pintaba de colores chillones. Sobrevivíamos a base de empleos indignos y trapicheos varios; ella además confeccionaba bisutería y yo pintaba dibujos al carbón que un amigo nos vendía en ferias y mercadillos a cambio de un pequeño porcentaje. A nuestra manera éramos felices porque nos sentíamos libres.
Recuerdo que a veces los de Jehová llamaban a nuestro timbre queriéndonos convencer de que debíamos enderezar nuestro camino de perdición. Me pregunto cómo egipcios, griegos o romanos eran capaces de creer en tantos dioses, cuando yo ni tan siquiera creo en un Padre Todopoderoso. Creo en el padre Bukowski, en el padre Ginsberg, en el padre Fante, en el padre Kerouac, y en muchos otros padres luchando contra lo establecido, empleando solo sus palabras escritas, y cuyas obras componían y componen mi particular repertorio de textos sagrados. Mi conciencia es la conciencia de la calle, de la gente, del mundo, no la impuesta por los que lo dirigen y lo destruyen.
Era aquella una España en transformación, un país renaciendo con nuevas expectativas y anhelos en el horizonte. La televisión pública (no había otra), nos ofrecía candorosos programas para no pensar, y nos mostraba a una familia real como un simpático adorno patrio que con la instauración de la monarquía permitiría la diversidad identitaria de cada comunidad, hasta ese momento silenciada y arrinconada bajo el yugo del dictador muerto que defendía con inclemencia el lema de que la patria era una, grande y libre.
Era la de mi juventud una ciudad de yonquis, quinquis, descampados, fábricas abandonadas, progres, familias obreras, y gente intentando cambiar las cosas tras la muerte del tío Paco, en eso que llamaron y siguen llamando “la transición”. Yo era un buen estudiante hasta que debió sucederme algo que jamás he podido identificar y que hizo que todo cambiase. Entonces comencé a trabajar, antes incluso de mi primer afeitado, y eché mi primer polvo antes de cobrar mi primer sueldo.
Aquellos eran tiempos convulsos en los que unos parecían tener prisa por olvidar el pasado y otros se aferraban a él con verdadera pasión y ardor patrio. Una época histórica de movimientos obreros y movilizaciones estudiantiles en los que me vi pinchando las ruedas de los autobuses que años más tarde pasé a conducir, cuando la vida me convirtió en un honrado puntal más del armazón del sistema, pagando mis impuestos y sosteniendo involuntariamente a una legión de corruptos.
La vida era acelerada y nosotros la vivíamos deprisa. Sobrevivíamos con lo justo y nos conformábamos con terminar el día fumando hierba en la cama, y practicando ese sexo que todavía era considerado lujuria, experimentando nuevas opciones de placer, lamiendo cada centímetro de nuestros cuerpos en prolongadas sesiones libidinosas. Saliva, sudor, miel, semen, flujos, lubricantes inventados, hasta caer agotados, derrotados por nuestros impúdicos juegos eróticos sobre las enredadas sábanas, diluidos entre nuestros fluidos en los que consideraba que eran los mejores orgasmos que podía tener, y que el tiempo ha confirmado que efectivamente lo eran. Y tras el sexo un cigarrillo y nuestra mente viajando relajadamente a través de las descarnadas páginas llenas de ironía y crudeza contra la sociedad americana de Bukowski, o del estilo transgresor y libertario del marica, budista y antisistema de Ginsberg, el aullador. Quise ser fiel a las palabras de Dylan, quien dijo que un hombre conoce el éxito si en el tiempo que transcurre desde que se levanta por la mañana hasta que se acuesta por la noche ha hecho aquello que le gusta hacer. Pero eso parece tan solo reservado a un puñado de privilegiados como el propio Dylan, a quien Ginsberg describió diciendo que al escucharle cantar le parecía como si un alma hubiese cogido la antorcha de América. Quise ser trovador y juglar. Quise ser pintor y dibujante, y finalmente fui lo que yo mismo construí.
Ella y yo nos sentíamos bien juntos. Aún recuerdo su áspera belleza descuidada y sin artificios y las rudas palabras con las que me mostraba un cariño que nunca llegó a convertirse en amor. Manteníamos vínculos coincidentes. Nuestras familias fueros ciegas y sordas a nuestros anhelos de juventud y no supieron nunca aceptar la natural mudanza que deja atrás la infancia de los hijos y da paso a nuevos horizontes y perspectivas. Perder el control sobre nuestras decisiones fue insoportable para sus frustradas ambiciones y ambos nos vimos obligados a volar del nido antes de que el raciocinio madurase y tutelase correctamente nuestras decisiones. Los cambios fueron bruscos. De la noche a la mañana reemplazamos a Walt Disney por Sam Peckinpah, el Cola Cao por gin tonics y nos tuvimos que buscar la vida con nuestras propias habilidades.
Todavía recuerdo aquellos domingos despertando a mediodía, aturdidos por los excesos de la noche anterior, resacosos, espesos, silenciosos, casi espectrales, viviendo en nuestro pequeño universo inventado en el que no existían ni ángeles ni demonios y en el que no tenía cabida una sociedad estudiadamente correcta que para nosotros era tan solo un lejano eco de algo que sabíamos que existía, pero que en absoluto nos seducía. Barcelona bullía con nuevas propuestas culturales hasta ese momento silenciadas por el puritanismo del dictador enterrado, el cine se destapaba, se hablaba de sexo sin disimulos, las mujeres emprendían por fin el largo camino hacia la liberalización social que hasta entonces les permitía poco más que convertirse en solícitas amas de casa sometidas a un esposo sustentador, y nuestros amigos gais podían comenzar a mostrarse con libertad, liberándose de la ofensiva definición de maricones.
Muchos no habíamos hablado de sexo con nuestros padres, un tema tabú del que ellos tampoco manejaban demasiada información, y aquella de la que disponían era blanda, escasamente educativa y carente de detalles ilustrativos, debido a la falta de práctica y al desconocimiento derivado de una educación franquista que tan solo les autorizaba a fornicar en una postura, con el único objetivo para el que estaba permitido el sexo y que no era otro más que el de procrear. Nuestra generación afortunadamente amplió miras más allá del misionero. Recuerdo mi primera mamada, mi primer 69, mi primer trío. Vivíamos sin previsiones, sin meditar decisiones, sin paracaídas, sin futuro, sin… Me conformaba con el aullido de Ginsberg denunciando a las fuerzas destructivas del capitalismo como filosofía de vida presidiendo mi particular biblioteca de títulos, capitaneada por la generación beat, autores que devoraba hinchando de inconformismo juvenil mi cerebro narcotizado de sustancias que se resistía ferozmente a sucumbir ante el endeble y dubitativo sistema en proceso de construcción. Mi rebeldía a veces me llevaba incluso a rugir y aullar, y ahora no me atrevo ni tan siquiera a maullar. Han pasado cuarenta años de aquella transición y aunque no lo parezca, gracias al camuflaje que ofrece ese ingenioso fraude llamado democracia, continúan mandando los de siempre, respaldados por los mismos aliados de siempre.
Ella murió. La hierba ya no era suficiente para hacerle soportar su mundo y dio el fatídico salto. Era obvio que uno de los dos debía palmar para que el otro tomase conciencia del error de una vida sin límites. Hace ya mucho tiempo que sucedió, pero siempre hay quien deja un hueco en el corazón que nunca vuelve a llenarse; un hueco en el que se instalan la añoranza y la nostalgia; el óxido de reminiscencias de un pasado desinhibido, de cuerpos jóvenes que todo lo resisten, de cerebros inmaduros que se comen el mundo con sus ideas transgresoras hasta que el mundo se los come a ellos. No quiso escuchar mis peticiones primero y mis súplicas después para que abandonase su infausto camino sin retorno, pero siempre fue fiel a sus principios y nunca dejó que nadie interviniese en sus decisiones; fuesen las que fuesen, jamás cedió a nadie el control del más mínimo fragmento de su vida. Por lo único que luchó fue para lograr convencerme de que yo no me sintiese culpable de su trágico final.
Al salir del funeral me sentí solo y vacío. Vagué cabizbajo, ajeno al mundo que me rodeaba. Caminé hasta la madrugada, recorriendo taciturno las mismas calles sucias que frecuentábamos en busca de diversión, mientras la policía olfateaba entre la chusma desde sus coches patrulla. Mi mente hervía llena de imágenes desordenadas y recuerdos mal hilvanados; fotogramas de familiares, amigos, sus risas, las mías, sus orgasmos, los míos, cuando me pedía opinión sobre su bisutería, cuando me la daba sobre mis dibujos, los libros que leíamos y nuestras opiniones sobre ellos, Bukowski, Ginsberg, Burroughs…, los discos de Dylan, The Doors, Queen, los Stones…, aquellas posturas imposibles en la cama, en el sofá, en…, su decadencia, sus últimos días, el momento en el que con todos aquellos tubos adheridos con esparadrapo a su cuerpo me hizo jurar que no avisaría de su muerte a su familia.
Cuando me harté de peregrinar a ninguna parte regresé a casa. Con lágrimas en los ojos dudé durante unos interminables minutos antes de reunir el valor suficiente para encajar la llave en la cerradura. Al abrir la puerta sentí el frío bofetón del vacío total. Nada me apetecía. Aquellos adorados libros y venerados discos parecían querer alejarse de mí. Finalmente fui capaz de coger un libro y comenzar a leerlo de nuevo. Era el Aullido de Ginsberg, su obra favorita. Estuve una semana entera encerrado en casa, casi sin comer ni dormir, sin atender llamadas, con la única compañía de su recuerdo y la de nuestros libros favoritos, releyéndolos una y otra vez, intentando encontrar respuestas en ellos, escuchando una y otra vez el disco Blonde on Blonde de Dylan que ella me había regalado la última Navidad, hasta que me di cuenta de lo absurdo que era dejarse llevar por semejante locura, momento que coincidió cuando la nevera se vació del todo y se terminaron las cervezas. Me abandoné en los brazos del curador paso del tiempo hasta que este me ofreció la oportunidad de comenzar una nueva vida junto a una maravillosa mujer que todavía hoy, 30 años después, por alguno de esos extraños e inexplicables fenómenos de la naturaleza, continúa soportándome.
A veces en mis sueños todavía me despojo de la coraza de modélico padre de familia y regreso de vuelta al mundo canalla del que tanto disfrutaba, vuelvo a la hiperactividad de esa juventud de sueños extravagantes y alocados de un joven sin estudios, sueños imposibles para ser llevados a cabo por alguien sin recursos ni habilidades, pero que con el ímpetu propio de la edad me veía en condiciones de intentarlo, por si de alguna manera se producía el milagro. En esa recreación ilusoria ella continúa mostrándose tan real como 35 años atrás, pero en absoluto accesible. A pesar de tratarse de un sueño yo me veo como en la actualidad, y ella me ve a mi más como a un padre que como al amante que fui. El subconsciente a veces juega estas malas pasadas. En la actualidad todavía me pregunto qué habría sido de nosotros de no haber fallecido, si seguiríamos juntos, a que nos dedicaríamos, cómo habría sido nuestro hijo, ya que las analíticas que le hicieron al ingresar en el hospital revelaron que estaba embarazada.
Esto lo estoy escribiendo porque ella no está pero sigue viva en mi recuerdo, muchos años después, cuando mi narcótico es Internet, las noches son para dormir, solo soy un fumador pasivo y el alcohol queda reservado para las fiestas familiares. Me he convertido ya en un hombre maduro que escribe camuflado bajo un ridículo pseudónimo, tal vez porque pretenda escapar de un verdadero yo que no me gusta, del acontecer vital de un tipo insatisfecho con lo hecho durante su vida y con lo que sigue haciendo, pero feliz por tener una familia construida a base de amor, único aliciente para continuar intentándolo, para seguir adelante, para dejar atrás ese pasado del que solo quedan recuerdos y viejos libros palideciendo en los estantes, aunque siempre con la sensación de no haber sido capaz de pasar página definitivamente. En ocasiones creo que solo por mi mujer y mi hija mantengo todavía la cordura. De vez en cuando me gusta escribir sobre mí mismo, porque tal y como dijo Gingsberg: “Es cierto que escribo sobre mí mismo, pero ¿a qué otro conozco mejor?”
Es ahora cuando me doy cuenta de que a lo largo de mi vida la suerte me ha sonreído más de lo que yo pensaba. No me importa cumplir años. No estamos aquí para ser eternos. La edad tan solo es para mí un concepto que conforme avanza va acortando mi vida, conduciéndome irremediablemente hacia el fin del cuerpo físico. Tal vez por eso escribo, para dejar algo mío cuando llegue el momento de dar el paso. De momento sigo adelante, más arrugado, menos ágil, más cegato, menos fuerte, viendo solo cenizas en lo que antaño parecía arder, sosteniendo entre mis manos, sobre las que ya comienzan a aflorar esas feas manchas parduzcas, las páginas amarillentas del poemario Aullido y otros poemas que me acompaña desde hace más de tres décadas, una obra de arte que reflejó la realidad de muchos estadounidenses, habitantes de un país que se recuperaba de las guerras, hábilmente escrito por Allen Ginsberg y que el súbito recuerdo de ella, de su ímpetu, de su fresca juventud, me ha hecho volver a releer por enésima vez. En cada nueva relectura me veo más viejo, gordo y feo y con más graduación en mis gafas de lectura, pero sus páginas siempre consiguen resucitar mi espíritu más rebelde, trasladándome en cada estrofa hasta mi cada vez más lejana juventud, envuelto en versos poderosos, necesarios para ahogar en los recuerdos mi propio aullido.
Alfredo Segarra, España © 2018
alsegar7@gmail.com
Alfredo Segarra nació en Barcelona el 12 de junio de 1964. Escribe sus obras con el pseudónimo de “Al Segar” y firma sus cuadros simplemente con el diminutivo “Al”. Según él mismo indica, dicho pseudónimo lo adopta en homenaje a uno de sus actores más admirados: Al Pacino. No dispone de títulos que adornen las paredes de su casa, ya que desde bien joven se vio en la obligación de ponerse a trabajar. Se declara admirador acérrimo de Bukowski, autor del que dispone de más de 50 libros en varios idiomas que nunca presta a nadie, y cuya influencia se palpa en los cuentos que escribe. Bolaño, Zafón, Cortázar y los autores de la generación beat son sus otras referencias literarias. Media docena de sus cuentos han sido premiados en diferentes certámenes y ha publicado las novelas La daga de los 7 dioses (autoedición, 2010) y El galeón del Murciélago (ed: Punto Rojo, 2013), y una antología de 40 cuentos titulada Donde está el cuerpo… (ed. Dédalo, 2015), así como el video-libro Penn Station (autoedición, con la voz de Jesús Vera y música instrumental de Martín y Plata, 2016). Ha participado en la antología poética Todos somos poesía (diversos autores, Círculo Rojo 2015, 2ª edición 2016), y también en las antologías de cuentos La cosecha del Arco Iris (diversos autores, ed. TSS, 2016) y Un pasado y un futuro presentes (diversos autores, ed. Forjadores de sueños, 2017). Aparte de escribir, dedica su tiempo libre a pintar cuadros al carbón y acuarela, que expone en salas de arte.
Lo que el autor nos comentó sobre el cuento:
Utilizo la escritura como terapia. Los recuerdos felices y también los más oscuros se ven reflejados en mis textos, convertidos en vehículos expiatorios donde me mortifico en ocasiones y me libero en otras, descargando todas mis emociones en sus párrafos. La desesperación, el amor, los remordimientos, la felicidad, la rabia… se ven plasmados en los cuentos y poemas que escribo, como en el caso de este. Recuerdos en blanco y negro de una juventud cada vez más alejada en la que todo valía, años en los que nos sentíamos invencibles frente a una vida que pensábamos que nos podíamos comer, antes de darnos cuenta de que era ella la que nos devoraba a nosotros. Escribo cuentos con regusto nostálgico en los que me siento cómodo rebuscando entre mis recuerdos, en aquello que fui, lo que pude ser, y en como ciertas decisiones dieron paso a lo que ahora soy. Es en definitiva una fórmula para dejar constancia de mi biografía, adornándola con las herramientas que ofrece la literatura. En este cuento he querido ofrecer un pequeño homenaje a Allen Gisnberg, una de las figuras destacadas de la generación beat, quien fue un firme opositor al militarismo, al materialismo económico y a la represión sexual. Espero que lo disfruten.
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