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El emisario

–Si tengo que decir la verdad, creo que el jefe electricista sabe demasiadas historias. Pienso que si lo quisiera podría incluso hacer que los mismos pájaros lo escucharan –dijo Arturo mientras miraba, al comenzar la frase, mis ojos, y al concluirla, un par de pájaros que habían emprendido el vuelo desde un árbol próximo.
–Sí, sí, ya lo sé, pero yo me pregunto: ¿serán todas ciertas?

Se llevó las dos manos a la cabeza, como si de pronto hubiese recordado que le dolía muchísimo, y luego volvió a dejarlas caer a los costados y dijo:
–¡Claro que son ciertas, absolutamente ciertas! –molesto–. ¡Con todas las cosas que ha visto y oído en todos estos años! –más molesto aún–. Además, ha sufrido demasiado en la vida para ser un mentiroso –súbita y completamente calmado–. ¿No ha notado usted que, por regla general, los mentirosos son más bien aquellos que han conseguido eludir el sufrimiento? –ya casi se diría feliz–. Sin ir más lejos, y como para comprobarlo, basta recurrir a la prueba del torturado, que a fuerza de sufrimiento termina diciendo la verdad...

Dicho lo cual el primer cameraman Bernárdez tomó distancia dando algunas pasos hacia atrás, para luego girar sobre sus talones (¡oh, cuán artísticamente!) y desaparecer como una ilusión dentro del follaje lejano, bajando la escalera que llevaba directamente del balcón del hotel a la calle. Yo volví a la terraza, donde me esperaban. El jefe electricista González estaba en esta ocasión explicándole a un par de atentos aprendices cómo anudar los cables para evitar que un tirón los desenchufara.

–Estas son cosas que sólo pueden aprenderlas en un set de filmación, muchachos... y gratis. ¡Tiren! –y le ofreció a cada uno un extremo de las dos finas víboras, una blanca, la otra negra–, ¡tiren! Estos enchufes no van a separarse ni aunque se lo lleve por delante una legión de actores huyendo de un incendio. O mejor: de un terremoto.

Dijo que sí para sí, y acto seguido sacó un cigarrillo del bolsillo y, dios me perdone, hubiese apostado a que ya estaba encendido.

–Claro que hay otros modos, cada uno tiene el suyo, pero se trata de una cuestión de personalidad: en "mi" set no tolero otra manera de unir enchufes que no sea "esta", ¿está claro?

Estaba claro. Él también giró sobre sus talones –¿se trataría de una moda que hasta entonces me había pasado desapercibida?: ensayarla más tarde– y, cigarrillo en boca, exhaló el humo en dirección al bosque que se extendía a sus pies, apoyando sus grandes manos en la pared de la terraza, adornada con sinuosas siluetas femeninas e igualmente femeninos y sinuosos espacios vacíos rellenados por el viento. Efectivamente: desde el mar soplaba el viento. Soplaba: en realidad no podría decirse que "soplaba", ya que el mar estaba demasiado tranquilo y el aire que se deslizaba por encima de él también. Más bien era una brisa fresca, perceptible sobre todo en el vaivén de los pelillos del antebrazo.

–Ideal para navegar –observó el electricista en jefe González con un gesto importante, ampuloso, hecho con la mano derecha (mientras que la izquierda mantenía el cigarrillo cerca de la boca)–: o para beber unos daikiris.

Yo había tomado asiento en uno de los grandes sillones blancos de madera, originalmente diseñados parea ser compartidos por tres personas, pero que yo, siempre que era posible, aprovechaba para mí solo. Mónica se acercó con paso sinuoso, y entonces abandoné el proyecto original y le hice espacio para que se sentara, cosa que hizo, ¡aunque tenía otros sillones para elegir! Iba a decirle algo, pero el jefe electricista González había vuelto a tomar la palabra:
–¿Ustedes recuerdan cuando poco antes de su muerte Gian Maria Volonté vino al país? ¿Sí? –todos asintieron, aunque nadie parecía ponerse de acuerdo en cuál había sido el año en cuestión: pero, ¿qué importaba?–. Bien: con la troupe venía su médico personal, porque ya entonces su estado de salud era delicado, y en el contrato figuraba justamente eso, que estaría obligado a viajar con su médico. No exactamente "su" médico, sino un médico designado y contratado por el productor... en fin. El médico en cuestión se llamaba Furio, Furio Lippi. La función del señor Lippi consistía en quedarse dormido durante las filmaciones a la espera de que fuera necesaria su intervención, para lo cual era estrictamente necesario que Gian Maria se sintiera mal o mostrara algún síntoma de malestar, cosa que no hizo en los dos meses que duró la filmación... Murió poco después, con lo cual se demuestra que la presencia de Lippi no había sido errada, pero la verdad es que el pobre Lippi no hizo absolutamente nada, lo que se dice "nada", en aquellos dos meses. Al principio se mostraba fríamente dispuesto, atento y expectante, incluso dispuesto a ayudar en cualquier otro tipo de tareas... Yo mismo tuve que decirle un par de veces que me dejara en paz y se fuera a freír churros o a ver si llovía. Pero hablaba italiano, y yo no, por lo que es probable que no me haya entendido una palabra. O tal vez sí, porque nunca más volvió a molestarme. Después de esa etapa vinieron otras: el aburrimiento, que se manifestaba pasándose horas y horas sentado en una silla mirando el vacío, con un vaso de agua en la mano, o simplemente quedándose dormido y haciendo oír su ronquido maléfico en el momento menos propicio... Luego hubo otra violenta, en la que se dedicó a beber, hasta que fue expulsado del set por el ruido que hacía. Luego, la que podría denominarse la "etapa del fai da te", en la que se ocupó de reparar un metegol inutilizable que desde hacía décadas dormía en un galpón. Y al fin, la más fructífera, aquella en la que consiguió ponerse de acuerdo con un par de asistentes que le juraron y perjuraron que podía irse por ahí a hacer lo que quisiera, que bastaría con dejar siempre su paradero para que ellos pudieran ubicarlo en caso de urgencia, paradero que, de más está decirlo, nunca podía quedar muy lejos del set.

El electricista en jefe se acercó a una pequeña mesita pintada de blanco y tomó una copa de cognac, que bebió después de haber vuelto a girar para observar que el bosque a sus espaldas seguía estando allí. Más allá, el espejo verde del mar. Continuó:
–No conozco los detalles, pero en realidad tampoco importan. El caso es que se enamoró de una mujer mayor... no tan mayor, una mujer de su misma edad, que rondaría en los cincuenta y cinco, tal vez sesenta, no lo sé. No era una mujer especialmente atractiva, pero era de esas que no necesitan más que quince minutos de ventaja sobre la más bella para llevarse a casa a cualquier macho disponible o bien dispuesto –aquí Mónica me echó una mirada malhumorada, que en un principio yo adjudiqué a que me había sorprendido mirando el contenido de su corpiño, con el cuerpo inclinado hacia delante, siguiendo la historia. Le extendí el vaso que tenía en la mano, pero lo rechazó alzando sus dedos de largas uñas rojas y agregando, como si fuera necesario: "Gracias: no bebo"–. Una señora muy elegante, madre de una muchacha de unos veinte años, mucho más bella que su madre. Era viuda, y su hija no sólo aceptó de inmediato su relación con Lippi, sino que la alentó con juvenil frenesí. Pero la filmación llegó un día a su fin y Lippi tuvo que irse, no sin antes invitar a su dama a que se fuera a Italia con él, a Pisa, no precisamente a Pisa, sino a un pequeño pueblo cercano, Vecchiano, donde Lippi poseía una propiedad interesante. Él la llamaba una "mansión", pero no sé... probablemente era simplemente una casa grande. Lo cierto es que Lippi estaba muy bien acomodado y quería llevarse consigo a su dama. Y la dama no quería.

Dicho esto hizo un gesto difícilmente traducible, con el que bien parecía estar mofándose tanto del doctor como de la dama. El gesto con el que solía acompañar frases del estilo: "el amor es como un puente: uno puede atravesarlo pero no es bueno construir una casa en él". Cosas así, siempre tan tristes.

–La dama no quería. Él enviaba cartas y cartas prometiendo amor eterno (tienen que imaginarlo: un hombre de sesenta años que jura y perjura haber encontrado finalmente el amor de su vida, que asegura que no va a dejarlo escapar así como así una vez que lo ha encontrado, etcétera. Él había estado casado, había tenido un hijo, pero éste había muerto en un accidente automovilístico). La dama no quería.

Alma y yo, desde extremos distintos, emitimos casi al unísono un tedioso "ps..." que nadie escuchó. Gustavo echó otro trago de un líquido amarillo que intermitentemente se llevaba a los labios y Marilyn se acomodó la pollera para recostarse más cómodamente en el otro sillón, que le pertenecía enteramente (juro que me hubiese gustado sacársela del todo y llevármela a la piscina, para zambullirme con ella en la parte honda). El sol caía en forma perceptible y más allá los barcos de vela blanca patinaban sobre el mar rugoso, plateado y verde. La brisa despeinó a González, debió llenarlo de olores; dio unos pasos en círculo, se detuvo, prendió otro cigarrillo. Todo estaba quieto, el día era una boca muda que en silencio nos comunicaba su secreto. Pero todos le dimos la espalda. González volvió a hablar:
–Un par de meses después de tanta insistencia y tanta negativa y tanta dilación, recibió una carta de Lippi en la que le decía que un amigo suyo iba a viajar a Buenos Aires y que él le había encomendado que la viera para hacerle entrega de unos regalos para ella y su hija y de más correspondencia. En realidad, agregaba Lippi, su amigo tenía el encargo especial de hacerla entrar en razones y ponerla al tanto de sus intenciones, de las que la dama no debía dudar ni un momento. Pero la dama dudaba, vaya si dudaba, y olvidó el asunto, y pocos días después sonó el teléfono. Atendió, oyó la voz de un señor que dijo llamarse "Marcelo" que, palabras más palabras menos, le repitió cuál era su función en el asunto: traer regalos para ella y su hija, y el pedido especial de su gran amigo Lippi de hacerla entrar en razones y garantizar las buenas intenciones del "dottore". El tal Marcelo dijo estar alojándose en el Hotel Plaza y le pidió a la dama que le diera una cita en el lugar y la hora que ella determinara. La dama eligió el Hotel Plaza, para no incomodarlo demasiado, y estipularon una hora del otro día. La dama llegó al hotel, y al llegar se dio cuenta de que no conocía el apellido del Marcelo en cuestión; pero al mismo tiempo descubrió que no le hacía falta saberlo, porque con sólo asomarse al bar del hotel comprendió todo: el tal Marcelo no era otro que Marcelo Mastroianni, de visita en Buenos Aires para filmar una película.

Mónica extendió la mano hacia mi lado. "¿Qué quieres?" "El cognac". Vaya, vaya, lo que puede una buena historia.

–Mastroianni recibe a la dama tomándola de un brazo y la lleva hasta su mesa. Viste un pantalón blanco, mocasines blancos, medias blancas, camisa negra y una delgada cinta blanca a manera de corbata. Está acalorado, pero mantiene la apariencia, es decir, hasta el último botón de su camisa abrochado. Acerca la silla a la dama y luego se sienta frente a ella. Con un gesto de la mano con el que parece haber llamado al mozo, hace que un botones ponga en funcionamiento un aparato de música del que comienza a brotar un Intermezzo de Brahms (un dato que parece aleatorio, pero que no lo es, porque en manos de Glenn Gould Brahms sonaba muy pero muy sexy). Y sin demora Mastroianni, antes de que la dama pueda decir que se encuentra verdaderamente sorprendida, o mejor, atónita, ataca diciendo que se encuentra allí en representación de una de las personas más íntegras y de uno de los amigos más fieles que cualquier hombre puede desear. Confiesa conocer a Furio desde la más tierna infancia, de haber concurrido con él al colegio, etcétera, etcétera, y ofrece todas las garantías necesarias (e incluso accesorias) acerca de las mejores intenciones del "amigo" Furio, "in confronto con lei, mia cara signora", etcétera, etcétera. La dama no sólo está encantada: está maravillada. Basta imaginarla: sin haberlo presentido siquiera, sin haber sido capaz de imaginarse nada remotamente parecido, se encuentra sentada a una mesa en compañía de Marcelo Mastroianni. La conversación tiende continuamente a desplazarse hacia temas banales (distracciones: recuerdos de viejas películas: intrigas: chismes; la señora se olvida del cometido, del por qué de su presencia en ese sitio, y tiende a llevar la conversación hacia temas más frívolos), pero Mastroianni lo evita con toques maestros, levantando la palma de la mano y recordándole que el motivo por el que él está allí es otro: "un altro motivo". Le recuerda a la señora que Furio nunca fue un santo, pero que ahora tiene urgencia de serlo. Que conoce todos los vicios, pero que ya no practica ninguno. Que la quiere bien, que está enamorado de ella, sincera, sencillamente enamorado, y que la espera en la humilde mansión que hasta hace poco compartía con su madre en Vecchiano, cerca de Pisa. Que la pérdida de su hijo creó un vacío... que al alcanzar la madurez, siendo un reconocido especialista que ha hecho su carrera honradamente..., que cansado de una vida disipada matizada con el dolor..., que en su corazón caben todas las desgracias y todas las alegrías que un hombre es capaz de...

El jefe electricista González encendió otro cigarrillo. Hizo un movimiento con la mano señalando la copa vacía, pero cuando uno de sus asistentes se levantó en busca de otra botella todos entendimos que lo que había hecho era soplar la brasa del cigarrillo. ¿Para qué? Supongo que era su manera de anticipar el the end.

–La dama terminó cenando con Mastroianni en el restaurante del Hotel. Al terminar él la acompañó a su casa en taxi y le dio las buenas noches besándole la mano. Al día siguiente ella se levantó temprano y corrió a comprarse el pasaje de avión. Eso fue hace doce años. Dice su hija que son felices.

Mónica parecía la única completamente satisfecha con el desenlace de la historia, o acaso simplemente lloraba porque la historia había concluido.

Guillermo Piro, Argentina © 2001

gpiro@hotmail.com

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