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Gorrión

El silencio reinaba en el salón de clase lleno de niños cabezones. La mayoría de los niños lucían sus rapados y las niñas cabelleras trasquiladas. Vestían uniformes de tela burda con botones amarillos. Como ratones, olfateaban el peligro en el aire y sudaban la gota gorda. Apegándose a las normativas institucionales, mantenían las manos en la espalda, una apretada en la otra. El apretón exprimía el sudor, pero inspiraba la ilusión de protección. Una palma resguardaba a la otra de palmetazos. No había lugar más seguro que estar en las manos de uno mismo.

Por encima del pizarrón, presidía un reloj de la forma y el tamaño del mundo. Su manecilla descontaba los minutos que los separaban del encuentro con la maestra Mila. El reloj los vigilaba a través de su lente y nunca, pero nunca, dormitaba. Los niños lo sabían a ciencia cierta porque una manecilla delgada, apenas visible, seguía y seguía girando y amenazando.
–Ya viene con su vara –susurró un niño orejón inclinándose hacia su compañero, que ni siquiera parpadeó. Acaso este temía que su copete rubio se desacomodara. El parlanchín miró la nariz puntiaguda de su compañero e insistió–. ¿A quién piensas que le va a dar primero? ¿Ah? –como la respuesta no se dejó oír, el curioso sopló aire caliente al oído del rubio para despabilarlo. El semblante de este se descompuso, giró hacia su compañero y gritó rociándolo de saliva.
–¡Cállate imbécil o te va a dar a ti!

El grito puso un alto a la respiración de los niños del internado y les hizo agachar las cabezas. Parecidos a avestruces, intentaron esconder sus narices entre las solapas. En la pared, sin un pestañeo de merced, el reloj indicó el inicio de la clase. La manecilla más larga asumió su postura recta y apuntó al número doce, pero no se dejó oír ningún paso en el pasillo.

Junto al reloj, colgaba una foto. El rostro inspiraba confianza a través del cristal resquebrajado. Lástima que no pudiese zafarse de su jaula transparente para deslizarse por la pared y unirse al piquete de compañeros desarmados. De todos modos, el rostro de la foto seguía sonriendo, tal vez riéndose, desde arriba, como un Santa Claus fuera de temporada.

Los niños percibieron un fantasma que avanzaba por el pasillo del lado derecho del salón. No era ni más ni menos que su compañero Gorrión. ¿Quién más podía ser? Se deslizaba de puntillas hacia la puerta. Alguien le siseó, Gorrión reparó en el acto y le lanzó una mirada amenazante. Una vez silenciado el compañero, el fantasma del salón dio seguimiento a su exploración con ojos entornados. El chirrido de los goznes intentó disuadirlo de su hazaña, pero, tras un momento de vacilación, Gorrión se escabulló por la puerta entreabierta.

Ante tal desacato de la reglamentación y el sentido común, se soltaron las chavetas que inmovilizaban las cabezas de los niños y estas empezaron a girar de un lado a otro. Buscaban en vano el sosiego que les había sido arrebatado por aquel atrevimiento del fantasma.

Se filtraron en el salón unas voces familiares, pero casi inaudibles. Un tono grave se imponía sobre unos sonidos suplicantes. Reconocieron la voz de la bruja Mila, pero estaba despojada de su autoridad. Qué raro, debía ser una equivocación o el hechizo del pasillo que agarra y esclaviza a los que se atreven a recorrerlo sin permiso. El recorrido prohibido se desvíaba y se perdía en el vacío.

A la puerta del salón, se asomó la cholla de Gorrión. Con su mano, convocó a los cabezones cobardes para que lo siguieran en su travesía por un pasadizo repleto de ogros y ecos misteriosos. En respuesta, recibió una ola de predicciones sobre el futuro de sus cachetes y nalgas. Hasta le revelaron, en la confianza que los unía, el destino de su pellejo que colgaría de la vara métrica de la maestra Mila. Y sí que era formidable y despellejada aquella vara.

Disgustado por la cobardía de los compañeros, Gorrión se dejó llevar por los sonidos del pasillo que se hacían cada vez más sonoros. La puerta entreabierta tentó la curiosidad e inspiró la valentía de los niños. Una muchacha se levantó y siguió los pasos de Gorrión. No se podía decir que las puntas de sus pies lograban reproducir el movimiento de equilibrista que había manifestado su predecesor. Sus zapatos rojos, demasiado amplios para sus pies, se arrastraban y entorpecían su avance. Llevaba un uniforme deslavado y los cabellos cortados a tijerazos por encima de los hombros, mientras su falda caía por debajo de las rodillas cumpliendo ampliamente con la reglamentación de la institución.

Gota a gota, se vació el salón. Su población de uniformes azules se mudó al pasillo, donde cercaron a Gorrión. Este quedó agachado con un ojo metido en el agujero de una cerradura. Allí adentro, tronaba una voz y gemían las súplicas de Mila. Por encima de la cerradura que se apropió Gorrión, destacaba una placa con atemorizantes letras negras: «Director».

El destacamento de cabezones temblaba de curiosidad. Algunos quisieron intercambiar sus lugares, más bien se les ocurrió pensar en la repartición de privilegios en el espíritu de la fraternidad nacional, y solicitaron permiso de acercarse al agujero de la cerradura con tímidos toques en las espaldas de sus compañeros. Los que rodeaban a Gorrión reivindicaron el derecho a sus lugares honradamente ocupados y distribuyeron coces y empujones a los usurpadores del orden preestablecido. Ya no era tiempo para el compañerismo, sino para el conservadurismo.

Los que estaban al lado de Gorrión siguieron ofreciéndole mercancías primorosas a cambio del privilegio de echar un vistazo en el agujero mágico. Por un cachito de observación, los curiosos cederían la mitad de un emparedado que se les servirá en la cena o toda una manzana roja que la abuelita seguramente traerá en los albores de la Navidad, tal vez un plátano de África, qué tal dos canicas cristalinas con plumas coloridas en el centro, entre otras bondades. Las ofertas no hicieron mella en la postura de Gorrión, quien permaneció absorto por el espectáculo del más allá. Ni las cosquillas, ni los pellizcos, ni los jalones produjeron reacción alguna. Su cuerpo estaba afuera y su alma adentro del espacio prohibido.

Luego, la voz que tronaba fue desplazada por gemidos lastimeros. Distribuidos en forma de un abanico, los exploradores cabezones empezaron a contemplar la posibilidad de que alguien de los suyos estuviera adentro, sufriendo el suplicio a manos de Mila. Al escuchar los gemidos, visualizaron los retorcimientos del condenado. Tal vez, la bruja le mesaba los cabellos de la sien con sus dedos gordos y la presa se retorcía en la punta de los pies con los ojos cerrados y quejidos prolongados. Sin embargo, los últimos sonidos sugirieron el sometimiento del director a las maldades de la bruja Mila. Era él que expiaba quién sabe qué pecado.

Agachados bajo la cobija del miedo e hipnotizados por el misterio, los exploradores del espacio vedado temblaban. Quisieron huir, pero no pudieron desprenderse de la inmovilidad del grupo. En lugar de una desbandada, contrajeron los hombros y se doblaron un poco más como si anticiparan una tormenta de chanclazos a la que los supervisores malhumorados los acostumbraron.

Aun el director, el segundo al mando después del que colgaba de la pared, sucumbió a las asechanzas de la pantera blanca, la temida maestra Mila. No es por nada que se trata de la pretendida de Drácula, un hecho comprobado por las confidencias que recorrían el patio durante la hora del recreo. Que Dios nos salve de su gordura y sus garras. Se sabe de seguro que, si solo se sienta sobre ti, ya se acabó el cuento y te ensuciaste el pantalón.

En un estado catatónico, con la mente embargada por los sonidos y misterios provenientes de la oficina varada a su curiosidad, apenas se percataron del desplome de Gorrión. En el piso, este remó entre los pies de sus compañeros hasta zafarse del bosque de zapatos y pantorrillas. Luego se incorporó y echó a correr hacia el salón. Sus talones repartían palmadas a sus glúteos como si aplaudieran su retirada.

De improviso, el portazo mandó volar a un puñado de niños. Desde el vano de la puerta surgió un torbellino de bofetadas, patadas y jalones. Sin levantar la cara, los niños supieron que les tocó una gorda ración de la ira de Mila.

La cara gelatinosa de esta entrecerró sus ojos y su boca salivaba de rabia. La tormenta de castigos dejó inmóviles a varios niños a pesar de su adiestramiento en retirada súbita. Los gritos y los cabellos arrancados servían de inspiración para la maestra. Nunca le faltaron ideas para montar nuevos escenarios de suplicio.

Gritos, súplicas, «no hice nada» y caras retorcidas recargaban la ira de Mila. En el desconcierto, el instinto de sobrevivencia liberó los impulsos naturales. Unos niños levantaron sus antebrazos para resguardar la cabeza, otros se dejaron caer al suelo hechos bolita, y los más mañosos se desprendieron del torbellino de furia para emprender una galopada de salvación. Durante la sesión de castigos, Gorrión se asomó a la puerta del salón, pero nunca dejó aparecer más de un ojo y una oreja. Su deseo de averiguar no menguó su instinto de supervivencia y la mayor parte de su cuerpo permaneció resguardada. Él era la carne viva de la curiosidad y la vida bajo la cobija de la cautela.

Los sobrevivientes de la expedición se recogieron en el salón. Los jadeos y los llantos iban menguando, pero seguían pulsando como rescoldos. Las mentes de los niños anticipaban el ardor de cinturonazos que les administrarían sus padres junto con las reprimendas por haber echado a perder los uniformes pagados con el sudor de sus frentes.

Durante la implementación de las medidas correctivas y al ritmo de los latigazos, los verdugos declamarán los lemas referentes a su compromiso con la formación de los niños basada en la golpiza. Algunas madres, tías o vecinas se colgarán de los brazos enfurecidos pidiendo caridad, «lo matarás», «por Dios santo», pero los estallidos del cuero serán impostergables y los gritos imparables. El ardor de las medidas correctivas hará temblar las paredes.

Encogido bajo su escritorio, un niño de cabello y ojos negros se hizo bolita abrazando sus piernas dobladas. La muchacha de zapatos rojos, ahora descalza, gateó a su lado y sopló sobre la rodilla raspada del compañero. Este retenía los pucheros con los labios apretados y luchaba para guardar el llanto en su pecho.
–Ya pasará, no llores. A todos nos duele –susurró la niña y lo abrazó.

Tres sillas del salón quedaron desocupadas. A nadie se le ocurrió asomarse a la puerta para averiguar sobre el destino de los compañeros que faltaban. Hasta el aire que respiraban les inspiraba miedo. Presentían que la arpía había arrastrado a tres de los suyos a la cueva del director para someterlos al interrogatorio. Cada mentira equivalía a dos golpes y cada silencio a uno.

En los que fueron sometidos a la averiguación, no quedaba una gota de consideración por los demás compañeros. El anhelo de salvación subyugaba las demás consideraciones. El miedo y el dolor arrasaban con la empatía. Luego de haber confesado la totalidad de las equivocaciones, en el vértigo de la indagación, el preso empieza a inventar pecados individuales y colectivos para no dar la impresión de haber ocultado algo. Además, mientras hablaba, golpes no recibía. Así, la víctima se volvía artífice de la prolongación de su tormento y la causa de los sufrimientos ajenos. Los implementadores de la averiguación ocultaban su gusto por el procedimiento con su obligación moral de indagar sobre la naturaleza del delito.

Cuando un niño quedaba incoherente, desprovisto de palabras y ademanes de protección, la investigadora pasaba al siguiente para dar continuidad al estudio de los hechos. Dejada en el piso refrescante, la víctima iniciaba la flotación. La frescura inspiraba la liviandad que facilitaba la navegación entre ruidos difusos, formas difuminadas y colores vivos. El ángel de la paz bajaba del cielo para resguardar bajo sus alas a los insoportables monstruos que no tenían remedio.

Un buen rato después del recogimiento de los niños en el salón, retumbaron pisadas y gruñidos en el pasillo. «¡Los voy a desollar! Ahora mismo». La puerta estalló contra la pared para dar paso a un bulto de furia. Desde sus escondites, los ojos de Mila echaban chispas. Todas las cabezas efectuaron clavados de avestruz. Pensaban, así, la bola de manteca desaparecerá o tal vez en mí no se fijará. Solo hileras de nucas y hombros huesudos quedaron expuestas al escrutinio de la maestra encargada de la formación infantil.

Mila se puso a marchar a lo largo del pizarrón. No se oía más que el sonido de sus pasos y el tic-tac del reloj. Pasaba el tiempo, no se acababan los pasos. Las manos de los niños sudaban y sus muslos temblaban.

Mila se detuvo de golpe, exhaló profundamente y, bajo la supervisión de sus pequeños ojos, se esbozó una sonrisa. Mirando de reojo, los niños la notaron, pero no podían creerlo. Con lentitud, Mila reanudó su caminata, esta vez dirigiéndose hacia el fondo del salón. Sus ojos paseaban por encima de las nucas mientras sus manos descansaban sobre su panza. Cuando llegó al centro del recinto, Gorrión saltó sobre su silla y pegó el grito en el cielo.
–¡No fui yo! ¡No y no! ¡Yo no fui! ¡No quiero!
–Claro que no –las cuerdas vocales de Mila vibraron con ternura–. ¿Quién te está echando la culpa? ¿Alguien quiere acusar a este alumno de algún comportamiento inapropiado? –señaló al encaramado con el índice volteando la cabeza de un lado a otro. Ni un pelo se movió, ni un sonido se escuchó.
–Bueno, ya es suficiente por hoy, ven acá –y Mila conminó a Gorrión a que se le acercara–. Tu maestra solo quiere que te disculpes ante el salón y que cuentes lo que pasó, ven –su voz sonó tan apacible que los niños dudaron si provenía de ella.

Gorrión permanecía de pie en la silla con el cabello erizado. El sonrojo de su cara se retiraba mientras una palidez iba ocupando su lugar. Las manos de la maestra desaparecieron tras su espalda y ella retomó con indolencia su caminata hacia el fondo del salón. Su mirada se paseaba de un lado a otro sin ningún interés particular, y su dirección hacia Gorrión parecía una coincidencia.

Gorrión cobró el aspecto de un espantapájaros con los brazos quebrados que infundía miedo a los demás y a sí mismo. La silla tiritó bajo sus pies. El mentón y la frente del muchacho se arrugaron reproduciendo los recovecos del mapa nacional que colgaba de la pared.
–Tranquilo, mijito –musitó la maestra–, vamos a aclarar todo esto sin causar más alboroto, ¿de acuerdo? Si no, el señor director se pondrá furioso. Y tú ya sabes qué hace cuando se enoja, ¿verdad? Yo solo quisiera saber qué viste por el hoyo de la cerradura. Vamos a pasar al pasillo para que me lo platiques. ¿Quieres? –y su mano se tendió con benevolencia hacia el muchacho.

Las rodillas del Gorrión se flexionaron, su mirada se resbaló por el brazo de la maestra y se topó con un ojo centelleante. La silla tiritó con alarma. La mirada de Gorrión se desvió hacia la puerta, que quedó entreabierta.

El muchacho rubio de la primera mesa se volteó hacia su compañero orejón y susurró.
–Ahora, vas a ver qué pasa con los valientes. Lo va a...

Mila se lanzó con todo su peso hacia Gorrión. La silla voló a un lado, Gorrión al otro y Mila dio de bruces contra el suelo. Agitando los brazos como gallina espantada, Gorrión recorrió el pasillo bordeado de pupitres. Al llegar al pizarrón, se paró, se enderezó, estiró los bordes de su uniforme y tomó la postura de un maestro.

Tras unos momentos congelados por la estupefacción, unas risas quedas se esparcieron por el salón. Luego, llovieron consejos.
–¡Vete!
–¡Córrele!
–La puerta está abierta.

Mila giró sobre sus acojinadas caderas refunfuñando. Se incorporó a duras penas y reacomodó el vestido. Alzó su mirada y paró la algarabía. Las cabezas se agacharon y las manos se anudaron en las espaldas.
–Santa María y los querubines providenciales, que su gracia nos resguarde en... –salmodió una muchacha.
–¡Cállate, santurrona! Al rato te sacaré esas supersticiones de la cabeza –rugió Mila y sus piernas la propulsaron hacia Gorrión. Liberado de toda hesitación, este corrió en el sentido contrario por el pasillo paralelo.

El muchacho rubio del primer escritorio se preguntó si Gorrión había sido descerebrado durante alguna interrogación exprés. Contrariamente a toda lógica de la supervivencia, este falló en atinarle a la puerta y quedó encarrilado en una pista circular con la bestia mayor pisándole los talones. Hay que ser estúpido de remate para no saber que la puerta significa “escapada” y el salón “desplume a manos de la arpía”, pensó el rubio estratega.

Luego, para la diversión y el gran agrado del auditorio, Mila y su presa se pusieron a correr en círculos, una tras el otro. Intercambiaron de dirección un par de veces, pero los pupitres los mantuvieron separados para buena fortuna de uno y la furia de la otra.

El vaivén de los corredores obsequió a los niños las más sabrosas risas que degustaron durante su estancia en el internado. Sus lágrimas de hilaridad arrasaron con el dolor y el terror. Aplaudieron y vitorearon las estampidas de Gorrión con que ellos ni siquiera se atrevieron a soñar. El recuerdo de los toreos, que Gorrión les obsequió sin querer, resurgiría una y otra vez a lo largo de sus vidas y nunca perdería su poder de hacer reír. Acaso sería saboreado por el orejón chistoso del primer escritorio, atado a la cama del hospital público y enganchado en la conversación senil con el siquiatra.

En aquel salón ocupado por dos corredores y muchos mirones, luego de una pausa que no mitigó el jadeo de la maestra Mila, esta se abrió paso a través de una fila. Haciendo fuerza con ambos brazos a la vez, un pupitre fue empujado hacia atrás y un par de sillas con alumnos hacia adelante, pero las piernas de Gorrión giraban siempre con ventaja sobre su perseguidora. Con cada correteo, las caderas de Mila se mecían con más pesadez, para la gran hilaridad de la audiencia.
–Te voy a dar como nunca antes, maldito renacuajo –la gordura de la maestra temblaba y con sudor al vestido empapaba–. ¡Te vienes acá ahora, o te despellejo con mis manos!

La maestra estaba ocupada jalando aire como pez fuera del agua cuando se percató del silencio en el salón. El director estaba en el umbral. Su mirada atravesaba el salón de una esquina a la otra. Sus párpados entornados no permitían que la luz de los ventanales estorbara su meditación. Mila entreabrió la boca, pero sus cuerdas vocales quedaron inhibidas.

El director dejó correr el tiempo como si estuviera a la espera de la continuación de la persecución, pero la carrera y el jolgorio sufrieron muerte súbita. La maestra igualó la postura agachada de sus alumnos y la quietud de cementerio se asentó en el salón. La sangre corría por las venas de los niños y golpeaba sus sienes.

Todos parecían en espera de las palabras del señor de traje y corbata. Unos sollozos rompieron el silencio, eran los sonidos de un deseo que buscaba el camino de salida y no lo hallaba. La salida del salón estaba varada por un hombre desentendido de la expectativa de los niños.

El director estrenó un par de pasos lentos al pie del pizarrón. Él y el reloj eran los únicos que contaban con el privilegio de movilidad en aquel momento. Embelesada por este poderoso personaje, la sonrisa de la foto se coló por debajo del cristal y se acomodó sobre los labios del director. No había duda, estaba sonriendo. Sus delgados bigotes, parecidos a gusanos de tierra, se estiraron desde las aletas de su nariz hacia las orejas. Bajo sus frentes inclinadas, los ojos de los niños giraban a hurtadillas para apreciar a los gusanos sonrientes.

El director carraspeó y con un gesto de la cabeza invitó a los alumnos a evacuar el recinto. Nadie se movió, las miradas permanecieron fijas en sus bigotes. Era demasiado bueno para ser creíble que la salvación llegara así, de la nada y por nada, sin ningún palmetazo, sin una bofetada, sin un grito que deja los oídos zumbando. Pero el gesto se repitió y, esta vez, una ola de mal humor cundió en la cara del director.

Las piernas temblorosas empezaron a apartar las sentaderas de sus asientos calientes. No hubo ninguna reacción clara en el rostro del señor director, pero los niños sintieron que la impaciencia apretaba sus labios y que no había tiempo para perder.

Desde el fondo del salón, surgió Gorrión marchando derecho hacia el pizarrón. Al pasar frente a la maestra Mila, levantó la nariz. Cuando cruzó el umbral del salón, se escuchó una correteada alentada por los sollozos que se estiraron por el pasillo hasta el comedor. De nuevo, el resto del salón siguió sus pasos.

A niñas y niños de orfanatos e internados

Pol Popovic Karic, Serbia, México © 2025

pol.popovic@tec.mx

Pol Popovic Karic nació en Belgrado, ex Yugoslavia. Vivió en Marruecos, Estados Unidos y ahora radica en Monterrey, México. Es profesor investigador en el Tecnológico de Monterrey, Campus Monterrey, miembro del Sistema Nacional de Investigadores e integrante de la Academia Mexicana de Ciencias. Ha escrito artículos académicos, libros y cuentos en serbio, francés, inglés y español. Sus autores favoritos de la lengua española son Juan Rulfo, Rosario Castellanos, Gabriel García Márquez y Luis Martín-Santos.

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