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En el hotel Villa Mari

Tenían la costumbre de sentarse cada tarde en la espaciosa terraza que daba al paseo marítimo. Un lugar privilegiado desde donde contemplar no solo el bellísimo paisaje de la bahía, sino también el ir y venir de veraneantes y habitantes de la ciudad. La terraza estaba situada a la altura del primer piso de la fachada principal del hotel, en un edificio que databa de los primeros años del siglo XX y que llevaba un nombre que –aunque simple en apariencia– era el de la gran diosa de la montaña de los antiguos vascos. Por otra parte, la terraza era una prolongación del bar que, dentro del hotel, añadía una decena de mesas más y una barra semicircular, todo ello inmaculadamente limpio y elegantemente decorado.

Ocupaban dos mesas contiguas y eran siempre los mismos, cuatro mujeres y dos hombres que oscilaban entre los treinta y los cuarenta y cinco años, reunidos en amigable compañía. Un camarero –bien uniformado, como correspondía a un hotel de su categoría– les servía cócteles, y ellos bebían y charlaban relajadamente, dejando pasar la tarde hasta que poco a poco el bullicio del paseo se iba apagando. Estaban ellos solos, ya que nadie en el hotel ajeno a su pequeño grupo parecía interesado en la terraza, prefiriendo tal vez otras actividades u otros lugares de la ciudad.

Aquella tarde había dejado de llover y finalmente el sol se había abierto paso entre las nubes, lo que había atraído a la gente hacia la playa con la esperanza de un baño en el mar, aunque fuera a esas horas anteriores al crepúsculo.

–¿Recuerdas cuando íbamos a la casa de Madame Denise cerca de Biarritz? Sus espléndidas fiestas, sus bailes, aquellos jardines tan cuidados... –decía Elisa, cuya mirada se perdía soñadora en el horizonte. Era la más joven del grupo. Y estaba sola, lo mismo que su amiga Angelita. A las otras dos mujeres, Elena y María Rosa, las acompañaban sus maridos, Luis e Íñigo.

Elena suspiró.

–Sí, y el ruido del mar al fondo de la música...
–Éramos tan amigas, pero entonces éramos tan jóvenes...
–Bueno, tampoco somos tan viejas –interrumpió María Rosa con una sonrisa que quería ser pícara.
–Pero han pasado muchas cosas desde entonces. Las veladas en el teatro...
–¡Qué nostálgicas sois las mujeres! –comentó Luis interrumpiendo el hilo de la conversación– siempre con vuestros recuerdos, aferrándoos al pasado, como si no pudierais disfrutar del presente.

Los demás guardaron silencio por unos segundos hasta que Elisa volvió a intervenir, esta vez en un tono de voz más bajo, como si tuviera miedo de lo que iba a decir.

–Anoche me pasó una cosa muy rara. Creí ver a una persona dentro de mi habitación.
–Estarías soñando – se apresuró a responder María Rosa, mientras sacaba un cigarrillo de una pitillera dorada que tenía sobre la mesa.
–No, no estaba soñando. Estaba recogiendo mis cosas y preparándome para irme a la cama. Fue muy raro –repitió.
–Y ¿cómo era esa persona? –intervino Elena, que al escuchar a sus amigas desvió su atención de la bebida que su marido le había ofrecido. Elena lucía un turbante azul sobre su pelo muy corto y en el hombro de su vestido destacaba una rosa. Sus gestos revelaban un carácter alegre y desenvuelto.

En ese momento el camarero se acercó para retirar algunas copas vacías y ellos guardaron silencio. Pero en cuanto se alejó, las miradas se volvieron de nuevo a Elisa esperando una respuesta.

–Era una mujer de pelo castaño, largo, vestida con algo que parecía una túnica de color azul oscuro. Pasó muy rápido y me llevé un susto de muerte. Luego, cuando volví a mirar, ya no estaba.
–Imaginaciones tuyas...

Elisa negó con la cabeza, dirigiendo una mirada de reproche a Luis, el marido de Elena, que sonreía divertido.

–No, no fue nada de eso. Fue real –respondió–. Ahora me preocupa volver a mi habitación.

Luis trató de disimular la risa. Qué exageradas eran algunas, pensó. Elisa siempre trataba por todos los medios de hacerse notar, de darse importancia.

–¿Desean los señores alguna cosa?

El camarero había vuelto a la terraza, pendiente de atender a sus clientes, quizá con demasiada insistencia.

–No, gracias, Roberto.

Elisa apuró su cóctel y la conversación se dirigió entonces a otro tema. Los dos hombres del grupo, Luis e Íñigo, se limitaban a escuchar y fumar sus cigarrillos. No necesitaban más. De vez en cuando coreaban las risas de Elena que contaba anécdotas que probablemente todos habían escuchado ya antes.

*****

El camarero acudió inmediatamente, tan pronto como vio a las cuatro jóvenes acomodarse en la terraza, en la mesa de la esquina. Cuatro cafés, dos de ellos con hielo. No se le olvidaría, pensó, mientras se dirigía a la barra del bar para prepararlos.

Habían venido directamente de la playa, sin darse tiempo para subir a sus habitaciones a dejar las bolsas con las toallas, que aún iban soltando un pequeño rastro de arena.

Patricia miraba insistentemente al móvil mientras las otras hablaban. Poco después, Susana, sentada a su lado, recibía una llamada. No, nada especial. Un asunto de trabajo que tenía pendiente y que la reclamaba incluso en vacaciones. Alba, que había permanecido mirando a sus amigas, como aguardando a que dijeran algo, vaciló un momento antes de hablar.

–No quiero que penséis que soy tonta... o que estaba borracha –dijo–, pero ayer vi un fantasma –y repitió:– No, no había bebido tanto, os lo juro.
–Y ¿cómo sabes que era un fantasma? –preguntó Susana con escepticismo. Pero Patricia tomó las palabras de Alba con entusiasmo.
–No me digas... Has visto un fantasma. ¡Qué guay!
–Bueno... –se apresuró a responder Alba– yo qué sé... ¿tú crees en esas cosas?
–No sé si creo o no, pero me encanta la idea, es súper emocionante. Eso supone que el hotel está encantado.
–No me parece el tipo de sitio para estar encantado –opinó Marta con un gesto de desdén – demasiado glamour... Yo me imagino un hotel encantado en un páramo solitario y misterioso donde se cometieron crímenes en el pasado... ¡y no en el centro de la ciudad!
–Nunca se sabe... –añadió Patricia.

Los cafés llegaron y por un momento la atención de las cuatro se volvió hacia estos. Tras unos sorbos a su bebida, Patricia miró el móvil de nuevo.

–Oye y ¿cómo era?
–¿Cómo era quién? –repuso Alba.
–Pues el fantasma. ¿Iba envuelto en una sábana?
–No, no. Era una mujer y podía distinguir sus rasgos claramente. Estaba ahí, inmóvil, junto a mi cama, y luego, de pronto, ya no estaba. No puedo explicarlo, fue tan raro... increíble.
–Bueno, y esta noche ¿qué? ¿A dónde vamos?

La pregunta ahora la hizo Susana, con una voz algo alterada y nerviosa, como si quisiera cambiar de tema rápidamente y no seguir ahondando en el hecho de que su amiga afirmaba haber visto un fantasma.

Patricia bostezó y estiró las piernas por debajo de la mesa, unas piernas que ya iban adquiriendo un bonito bronceado tras cuatro días de sol en la playa.

–El de ayer estuvo bien –dijo–. Buenos pinchos, buenas copas. Y no estaba mal de precio...
–¿Decidido entonces que volvemos al mismo sitio?
–Decidido. Podemos quedar un poco antes y dar un paseo. Si no llueve... –añadió Alba mirando al cielo, que en la última hora se había ido cubriendo de nubes.
–Tiempo de sobra para cambiarnos –indicó Marta, mientras apuraba su café a la vez que miraba el móvil.

Las demás la imitaron y poco después las cuatro se dirigieron al interior del hotel.

*****

Allí estaba de nuevo. Aquella mujer extraña en un rincón de su habitación. Pero ahora Elisa no tenía miedo.

–¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? Esta es mi habitación –increpó. Luego se preguntó si podría oírla ¿Cómo le hablaba uno a un fantasma? Y pensó en lo que María Rosa le diría.
–Y ¿quién eres tú? –preguntó entonces la otra mujer–. Puedo decir lo mismo que tú: que esta es mi habitación. Por cierto... me gusta tu vestido.

Elisa, halagada, sonrió. No era su mejor vestido, pero lo había comprado de su modista favorita. Era gracioso que esa mujer, la fantasma, se hubiera fijado.

–¿Cómo te llamas? Y... ¿es cierto que vienes del Más Allá?
–Me llamo Alba. No vengo del Más Allá, estoy aquí de vacaciones con unas amigas. Pero tú... no puedes ser real ¿no?

Elisa no supo qué contestar ¿Qué estaba diciendo esa mujer? ¿Que era ella la fantasma? No. Ella también estaba allí de vacaciones, con sus amigos.

–Yo vengo de Madrid –dijo–, lo mismo que mis amigos, Angelita, Elena y Luis. María Rosa y su marido Íñigo vienen de Bilbao. Este ha sido nuestro lugar de veraneo desde que éramos más jóvenes...

Las dos mujeres permanecieron la una frente a la otra, mirándose, tratando de descubrir qué era lo que estaba ocurriendo. Luego, Elisa volvió la vista un momento hacia la puerta y, cuando la dirigió de nuevo hacia la otra mujer, ésta ya no estaba.

*****

–Os digo que la he visto. Y he hablado con ella.

Era mediodía y se sentaban en la terraza del Villa Mari para tomar unas cervezas antes de comer.

–No me lo creo –fue la respuesta tajante de Patricia.

Alba había salido a correr por la mañana temprano y después había pasado varias horas en la playa, donde Susana y Marta se habían encontrado con ella antes de volver al hotel. Mientras tanto no podía quitarse de la cabeza la imagen de aquella mujer en su habitación, sus palabras y su aspecto peculiar. Parecía real e irreal a la vez. Pero ¿cómo creer que se trataba de un fantasma, de una persona que en realidad estaba muerta?

Ahora, relatando su experiencia a sus amigas, se daba cuenta de que había algo que la atraía hacia la extraña mujer.

–Me da pena... Parece maja... –dijo.
–Pues si es tan maja, invítala a que venga con nosotras y nos echamos unas risas juntas.

Susana intervino:
–A lo mejor tiene algo interesante que contarnos. Sobre el Más Allá y eso... Bueno –puntualizó–, yo no creo en esas cosas, pero...
–Y después de tu encuentro –era Patricia la que hablaba dirigiéndose a Alba –¿has escuchado ruidos, golpes... ya sabes... esas cosas que hacen los fantasmas en las películas?
–No, nada de eso. Luego ya me fui a la cama.
–Veamos –habló entonces Marta, inclinándose sobre la mesa como queriendo poner orden en la situación–. Si de verdad es un fantasma, tendría que haber una razón para que esté atrapada en este hotel.
–¿Es posible que muriera aquí de una forma violenta? Lo típico, vamos...
–Pareces muy entendida en fantasmas –comentó Alba.

Entonces Patricia cogió el móvil y empezó a deslizar su dedo sobre la pantalla. Un rastreo en Internet podría resolver su pregunta.

–Hotel Villa Mari... Villa Mari, San Sebastián... Historia...
–¿Crees que encontrarás algo?
–Sí, seguro. Un mensaje del Más Allá –ironizó Susana.
–Construido en 1917 –siguió Patricia–. Lugar de veraneo de la aristocracia... Aquí hay una foto de entonces... ¡qué gracia! La playa con los bañistas... ¡qué pintas!

Las otras tres se inclinaron sobre ella para ver lo que aparecía en la pantalla. Las cervezas se quedaron olvidadas sobre la mesa.

–Esperad... Esto parece interesante. En 1922...

*****

Había vuelto a su habitación, impaciente, sin apenas dar tiempo a las otras a llegar al hotel, después de comer en un bar cerca del puerto. Decidida a aclarar las cosas con Elisa, a revelar lo que habían encontrado.

Pero la habitación estaba vacía.

¿Era posible que el fantasma se hubiera marchado? Ahora que tenía algo importante que comunicarle...

Entró en el cuarto de baño a cepillarse el pelo y cuando salió, la figura ya familiar de Elisa estaba sentada en la butaquita junto a la cama. Le sorprendió que sus ojos manifestaran tanta alegría, como si hubiera estado anhelando volver a verla.

Y Alba se dirigió a ella inmediatamente.

–Sabes que estás muerta ¿verdad? ¿O no lo sabes?

Elisa siguió inmóvil, mirándola. ¿Por qué decía esa joven, la fantasma, que era ella la que estaba muerta?

–A ver, aclárate –siguió Alba–. Yo estoy viva, tengo veinticuatro años y estoy estudiando un Máster en Derecho, vivo en Bilbao... Bueno, iré al grano: mis amigas y yo hemos descubierto que hubo un incendio en este hotel, en 1922 y que murieron quince personas. Fue una gran tragedia en la época. Y tú –añadió– probablemente fuiste una de ellas.

A Alba le pareció que Elisa se estremecía.

–Y entonces ¿por qué estoy aquí? –e insistió–: yo estaba de vacaciones, con mis amigos.
–Seguramente tus amigos también murieron contigo.

Elisa se levantó de su asiento y dio unos pasos en dirección a Alba. Si esta joven decía la verdad, entonces ¿qué había pasado desde aquel día?

Y Alba respondió como si hubiera intuido su pregunta.

–Dicen que los fantasmas quedan atrapados en el lugar donde sufrieron. Condenados a repetir esos momentos anteriores a su muerte.
–Lo pasábamos tan bien... En la terraza, bajo la sombrilla, bebíamos cócteles y champán al atardecer. Siempre había música...

Su imagen pareció irse difuminando a medida que los recuerdos despertaban en la mente de Elisa. Por un momento Alba creyó que la otra mujer iba a desaparecer completamente. Pero no. Incluso ahora parecía más viva que nunca. –Y ¿cómo es que he podido verte? Yo creía que eras tú una aparición.
–Yo qué sé. Bueno, ahora... tengo que irme –Alba hizo ademán de recoger el bolso que había dejado tirado sobre la cama.
–Espera, no te vayas. No me dejes. Puedo... ¿irme contigo?

Seguir acompañada de un fantasma, de una mujer que había muerto hacía ya cien años, no era lo que Alba hubiera elegido para sus vacaciones. Sin embargo...

–Sí. ¿Por qué no? Te presentaré a mis amigas, son unas tías muy majas, aunque no sé si ellas podrán verte.
–Podrán verme, si yo quiero –afirmó Elisa totalmente convencida. No le importaba qué ocurriría con sus amigos, si seguirían allí, ignorantes de su auténtica situación, repitiendo aquellas interminables y divertidas veladas de cuando aún estaban vivos, de antes de la tragedia.

Pero en el momento presente, ahora eran cinco a la mesa en la terraza del hotel Villa Mari. Aunque quizá no todos los que caminaban por el paseo o los que se alojaban en el hotel podían percibir a esa quinta mujer que se sentaba entre Marta y Alba. Pero eso a Elisa no le importaba.

Y al atardecer, cuando se pone el sol, solo quedan cinco en el grupo al que pertenecía Elisa. Sus amigos la echan de menos. Elena incluso está preocupada. ¿Se la habrá llevado el fantasma?, se pregunta.

Mercedes Aguirre Castro, España © 2025

macics@yahoo.co.uk

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