"Era la Nochevieja en Chicago. O quizás era la nochevieja en Nueva York, no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que el niño que estaba en la parada del autobús era hispano y parecía asustado, de eso estoy seguro, y de que hacía frío también."
Observo su aterida figura color aceituna y miro mi reloj. Mi mente se remonta a la misma hora, similar parada de autobús, inseguro de que la ciudad en aquel caso fuese Chicago o Nueva York, pero consciente de que yo, como cada año, me perdería la fiesta de Nochevieja. Mi reloj me transporta 20 años atrás, ni un minuto más, ni uno menos.
Pantalones largos en un cuerpo de niño. Los adornos navideños se alzaban majestuosos por las calles. Hombres, mujeres, niños de toda clase y condición pasaban ante mí, cual figuras rocambolescas e invisibles. Veía sin reconocer, buscando la figura conocida de mi padre. Padre que nunca llegaba, o si lo hacía, siempre con retraso. Aquella tarde de Nochevieja, mi padre no apareció. Dejé que cuatro horas de frío taladrasen mi infantil cuerpo y lo enfermasen. Mi figura extenuada y helada debió de desplomarse en la parada del autobús, entre charcos y gotas de nieve, entre figuras desconocidas y sin la figura de mi conocido progenitor, de eso también estoy seguro.
"Era la Nochevieja en Chicago. O quizás era la nochevieja en Nueva York, no recuerdo. Lo que desconocía era que el hombre que, rodeado de borrachos en un garito de mala muerte, esperando su turno en la ruleta rusa, era mi padre."
Un juego, ni más ni menos. Un montón de dólares en una mesa apestosa y hombres sedientos de sangre. Vida o muerte, no cabe elección posible. Las alternativas quedan fijadas. Mi padre acepta y la bala impacta en su cráneo. El gentío grita alocado. Un cuerpo informe y sanguinolento en mitad de la estancia y mayor cantidad de billetes para los allí congregados.
Apellidos comunes, pero sin identificar. Alguien me encontró, de eso también estoy seguro. Si no hubiese sido así, yo hubiese perecido en las calles de Chicago o Nueva York. Imagino que un niño medio muerto compadece a cualquiera, sea de cualquier raza, cultura, religión o condición. Me encontraron, me cogieron y me llevaron a un hospital. Allí estuve, el tiempo tampoco lo recuerdo, pero debió de ser bastante porque incluso tuve tiempo de engordar y mejorar mi color, en una ciudad como aquella y con un frío invernal como el de aquel invierno.
Imagino que el cuerpo de un hombre destruido por las drogas y el alcohol, decorado con una bala en mitad del cráneo, no seduce de igual manera. Esta es ya una reflexión adulta. A mi padre le encontraron abandonado en un basurero, mohoso y putrefacto. Evidentemente nada se dijo de él en los periódicos, noticias o medios de comunicación. Se dio por hecho que se trataba de un borracho y de un ajuste de cuentas. El desgraciado murió, envalentonado por el alcohol y la situación del juego y me abandonó, allí, en aquella parada de autobús, desfallecido por el frío y el hambre.
El reloj me transporta de nuevo a la realidad y observo al chiquillo. Sus movimientos nerviosos le delatan. El frío se ha introducido en su frágil cuerpecillo y las delicadas ropas adornan su osamenta, cual doble epidermis. Ojos ojerosos y pelo descuidado. Tez aceituna, pero blanquecina. Cruzo la calle. Llega el número 37. ¿Dónde llevaba?
Tampoco de eso estoy ya seguro, ¡son tantos los años pasados! Espero a que alcance la parada. Se detiene. Los pasajeros se introducen raudos y presurosos, ocupando sus asientos, lográndolo los más avispados. Observo su partida cargado de variopintos personajes apiñados. La parada del autobús queda desierta. Ni un solo pasajero. El niño hispano ha desaparecido.
Las calles de Nueva York me reconfortan. Recuerdan mi vida entera. Nací en algún lugar, de eso hay que estar seguro. También sé que algún día moriré, pero del sitio no tengo ni la más mínima idea. Esta ciudad de penas y alegrías, donde todo y nada es posible, me hace pensar y reflexionar sobre mi vida. No soy hombre dado a la reflexión. Me aburren los comentarios profundos y los temas filosóficos. Soy un personaje típico de la calle, afortunado con la desfortuna, mi fiel amiga durante años, pero enemiga en la actualidad.
Los niños siempre deberían de ser niños, pero yo no lo fui y durante años deambulé por las calles y callejuelas neoyorquinas sin pena ni gloria. Fui un experto limpiazapatos, trabajé de limpiacristales, vendedor, camarero, posé para estudiantes de bellas artes, mostrando mis inmaduras partes y trapicheé con todo lo que pude, o al menos con todo aquello que me dejaron.
Un día, como otro cualquiera, en alguna ciudad, decidí dar un giro a mi vida y tuve suerte, ya digo que la desfortuna me abandonó. Ni siquiera lo tenía planeado.
"Era la Nochevieja en Chicago. O quizás era la nochevieja en Nueva York, no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que el coche que circulaba a toda velocidad por la vía central, cercana a la parada del autobús, me pasó por delante, inutilizándome las piernas, de eso estoy seguro, y de que hacía frío también."
De esta forma, volví al mismo hospital, con las piernas destrozadas, pero sin la esperanza de que, esta vez, mi padre fuese a recogerme. Él ya estaba más que muerto y enterrado, había tenido tiempo para estar seguro.
Cuando la desfortuna se alía contigo ya no hay nada que hacer. El personal del hospital se apiadó de mí. Las enfermeras de guardia me colmaron de regalos y por primera vez en mi vida supe lo que era una Navidad repleta de adornos, calor humano y esperanza. Tuve tiempo de engordar, también esta vez. Veía el hospital como un centro comercial: tenía un restaurante gigante, con platos diversos y menús variados. Pasé las Navidades y no me quise marchar. ¿Dónde podía ir?
Margaret me acogió en su casa. Aquella grosa y negra mujer me acogió como si de un hijo se tratase. Contaba entonces, quizás 10 años y el calor de su cuerpo en sus abrazos me estremecía. ¿Cuánto tiempo viví con ella? No lo recuerdo, pero conseguí convertirme en un hombre de provecho. Ella murió poco tiempo después de mi graduación. Me hubiese encantado trabajar con ella codo con codo en aquel conocido hospital, pero la muerte me lo impidió.
Murió vieja y gorda, creo que nunca adelgazó, pero lo que me impresionó fue sentir su ausencia de calor, aquel calor que tanto me había confortado. Murió en Nochevieja, de eso también estoy seguro. Aquella última noche del año fue fría, ¡heladora!, diría yo. Contaba 26 años y tras el funeral me dirigí pesadamente por las calles neoyorquinas hasta llegar al lugar: la parada del autobús.
Un puesto crucial en mi vida. ¿Qué estaba esperando allí? A lo mejor, ¿el retorno de mi padre muerto? ¿El encuentro con mi desconocida madre? ¿El calor de mi negra muerta? Esperaba, como tanta gente, pero no sabía por qué.
"Era la nochevieja en Nueva York, no la de Chicago esta vez. Lo que recuerdo es que el hombre hispano en silla de ruedas que esperaba en la tan conocida parada del autobús, era yo y que desconocía la razón de mi espera. Recuerdo que me sentía asustado, de eso estoy seguro, y de que hacía frío también."
El autobús 37 avanza por la carretera principal. Multitud de enfriados transeúntes esperan la cola. Comienzan los apretujones, empujones, codazos y la violencia típica se hiergue sobre los allí congregados. No puedo ni correr, ni hacer esfuerzo alguno. ¿Recordamos que tengo dos miembros inútiles? Una mujer se acerca y me ofrece su ayuda. No miro la cara. Agradezco su gesto, pero lo rechazo, llevo muchos años apañándomelas solo. La mujer insiste. Yo empiezo a ponerme nervioso. Levanto la vista y observo a la negra mujer:
"¿Margaret?" -alcanzo a decir.
Frío invernal, abrigos pegados a pieles raciales y narices mocosas. El autobús está a rebosar, mi silla, evidentemente fastidia, pero compadece a los viajeros. Primera parada y varios abandonan, no por ello se siente uno mejor. Calor sofocante impregnado en gotas de vaho, enmudece mi autobús fantasma. El 37 se para de nuevo y una sola mujer deja el vehículo: es ella.
"Era la nochevieja en Nueva York, no la de Chicago. Lo que recuerdo es que la mujer que observó cómo mi autobús fantasma desaparecía entre la carretera helada, era Margaret, recuerdo que me sentía asustado, de eso estoy seguro, y de que hacía frío, allí sentado, en mi silla de ruedas, también."
Me paro como puedo. Final del trayecto. Solo de nuevo en una parada de autobús, esperando algo que ni llega ni alcanzo a descubrir. Frío helado y penetrante.
Mis músculos se apelmazan y siento que mi cuerpo deja de sentir, que yo mismo dejo de existir. Me encojo y voy desapareciendo en medio de aquel extraño sentimiento de pena y miseria. Parece que la desfortuna se alía de nuevo, parece que quiere volver a compartir parte de mi vida. Cierro mis ojos y caigo, poco a poco en un oscuro pozo sin fondo. Me disuelvo en copos de nieve y calles desiertas. No veo porque no quiero, nada me gusta. ¿Es la muerte tal vez?
Un último impulso, un único esfuerzo. Mis párpados helados se alzan majestuosos cual guerrero contra el viento helado. Alcanzo a ver algo, alguien al otro lado de la calle. Están sentados en sillas metálicas, esperando el cese del continuo devenir automovilístico. Grito sin voz y alzo mi mano sin movimiento.
"Era la nochevieja en Nueva York, no la de Chicago. Lo último que recuerdo es que la mujer negra muerta y el niño hispano de piel aceituna, me llamaban desde la acera opuesta, de eso estoy seguro, y de que hacía frío, allí sentado, en mi silla de ruedas, también. Era Nochevieja, si, me alcé de mi silla y corrí hacia ellos, de eso estoy más que seguro y de que me fui con mis amigos muertos también. Lo sé porque también yo estaba muerto".
--"¿Esperaba yo a la muerte desde siempre o era ella la que siempre me había llamado en Nochevieja? No lo sé... ¡¡ Ni de eso ahora estoy seguro!! ¿Llegaré a comprenderlo alguna vez?"
Estíbalitz Olábarri Alberdi, España © 2000
estibaliz@eseune.edu
estitxu74@hotmail.com
Estíbalitz Olábarri Alberdi, como quiere que se la conozca, nació en Santurtzi, un pueblo vasco del norte de España. Licenciada en derecho jurídico por la Universidad de Deusto (Bilbao), nunca deseó ejercer su profesión. Amante de la lectura, escribe desde su infancia. Su primer premio fue una caja de pinturillas y el libro de las Aventuras de Tom Sawyer. Se reconoce adicta a la escritura y adora inventar historias, tanto escritas como orales. Los tesoros de su infancia lo componen baldas de diarios y cientos de fotos. Reconoce que el mundo está repleto de historias que contar. Ha ganado algunos concursos literarios y participa en todos aquellos que su tiempo le permite. En la actualidad prepara su primera novela, un thriller fruto de una apuesta de David, su compañero de trabajo, así como un libro con la recopilación de sus cuentos. Prefiere los cuentos a la novela y se considera demasiado crítica en sus trabajos. "Una insegura parada de autobús", surgió tal cual. Empezó el cuento y lo terminó. Lo pulió hasta la saciedad y lo considera el baluarte del cambio en su estilo narrativo. Por una vez, comienza a abandonar su crítica, su sátira y se sumerge en la extraña vida de un hombre perdido, que busca con ansia algo que ni al final de su vida llega a descifrar. Apasionada de W.C. Andrews y de Stephen King en su adolescencia, considera que Tolkien es el genio por excelencia. Su obra, la cataloga como "El Arte de un genio". La enamoran Shakespeare, Dante, Boccacio y Calderón de la Barca. Amante de los viajes, en especial del país de Italia y de las lenguas extranjeras, su sueño es llegar a ser una buena escritora.
Comentario de la autora sobre el cuento:
"Una insegura parada de autobús", surgió tal cual. Pensé mucho en el
párrafo obligatorio y no fui capaz de escribir otras dos líneas. Un día,
delante del ordenador, sin más, leí detenidamente mi escaso enunciado y
terminé una nueva historia. Un protagonista atormentado y solitario, un
héroe extraño para los tiempos que corren.
Un hombre frustrado que acude al mismo lugar cada vez que algún
acontecimiento anómalo acontece en su vida. Soledad, angustia y dolor
que se transforman en una paz interior, cuando cree haber encontrado la
solución a sus incertidumbres y problemas. Un tono frío pero tierno,
para una historia que en ningún caso podría ser real.
Deseé cambiarlo, una vez finalizado. No me reconocía como autora. El
tono era distinto. Algo había cambiado en mi interior. Dejé de
involucrarme en los problemas de mis personajes. Mis amigos me miraron
extrañados cuando se lo leí. "Es extraño" dijeron unos. "Es diferente"
dijeron otros. "Me gustó más el hombre del banco" me dijo Bea. "Lo
mandaré igual" respondí yo.
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