Abre mis ojos para que contemple las maravillas de tu ley.
Salmos 119, 18
1.
Cuando los encapuchados aparecieron en la puerta del banco, González estaba tomando una siesta. Lo despertaron los golpes sobre el cristal, lo prepararon lo avanzado de la hora, la oscuridad de la calle, el llanto. Los encapuchados eran tres, dos hombres y una mujer, tenían como rehenes a una pareja y dos niños y deseaban que se desconectara la alarma. Y González, ellos no podían saberlo, no tenía forma de hacerlo («un sistema de monitoreo electrónico y todo eso» diría después el vicepresidente del banco ). Y ellos, los que idearon el sistema de monitoreo tampoco podían saberlo, no estuvieron dispuestos a creerlo («un reguero de sangre y todo eso» diría después el oficial que halló los cuerpos).
Para demostrar que hablaban en serio, los encapuchados mataron al padre (José Vicente Pérez, c.c. 51.284.279); para callar a los niños y al propio González, mataron a la madre (Martha Pieschacón, c.c. 74.541.289); para repetir que no creían las palabras de González mataron al niño («la redundancia es una enfermedad del lenguaje» diría después un miembro de la Academia de la Lengua). Sólo se detuvieron cuando Gonzalo González (c.c. 32.153.940 y medalla póstuma al mérito del vigilante nocturno) se pegó un tiro. Después de eso la alarma no importo. Como mejor pudieron destruyeron la puerta de vidrio, robaron un cenicero de oro de la oficina del gerente y se fueron. Cuando todo parecía haber terminado, regresó la mujer y mató a la niña.
La escena fue grabada por la cámara de seguridad del banco, la cámara era sorda pero, con paciencia, los periodistas y el cuerpo técnico de la fiscalía lograron reconstruir los diálogos. Había cámara. Había alarma. Cuando la policía llegó sólo quedaba co ncluir que, al menos para la familia Pérez Pieschacón, tales dispositivos habían sido inútiles. La escena fue transmitida por los noticieros de la noche un martes de marzo. De acuerdo con una regla que no enseña ningún departamento de psicología, supieron explotar el hecho de que la nieta de González rondaba la edad de la niña asesinada.
Para contar una historia un comienzo es tan bueno como cualquier otro. Muchos objetarán, no obstante, que para contar la del profesor Martínez resulta innecesario acudir al celador e involuntario suicida Gonzalo González. Tal vez estén en lo cierto. Y no porque Martínez pasara por alto la noticia o porque dejara de advertir que se trataba de un hecho horrendo. Martínez, simplemente, fue uno de los pocos que no unieron sus voces a las muchas que en ese momento se alzaron para pedir justicia. Razones tenía para no gastar saliva en el intento.
2.
Llegar a casa debería ser un descanso. Tirar la chaqueta, quitarse los zapatos, servir un trago. Como enseña la regla: hogar dulce hogar. El profesor Martínez, sin embargo, no tenía forma de anular con tales actos la tensión entre ser y deber ser. Podía tirar la chaqueta, podía quitarse los zapatos, podía fumar y destapar una cerveza, nada lo convencería de que llegar a casa era un descanso. Martínez nunca había logrado llevarse bien con las reglas.
La noche en que la noticia fue transmitida, la estadística mandaba que todos estuvieran frente a sus televisores pero Martínez se encontraba muy ocupado. Inclinado sobre el computador transcribía las notas hechas esa mañana en la biblioteca, y no conocer ía la noticia hasta el día siguiente, en los periódicos. Lo impresionaría el fotograma de la niña mirando el arma que segundos después acabaría con su vida. Lo sobrecogería la idea de que, en ocasiones, el mundo podía parecerse a las novelas. En una reacc ión desconcertante, descubriría que la noticia lo animaba a trabajar. Martínez llevaba poco más de un mes disfrutando de su año sabático y dedicaba todo su tiempo al único mundo del que creía conocer perfectamente las reglas. Una creencia que su trayector ia académica contribuía a afianzar.
3.
LA NOVELA CRIMINAL Hablar de novela criminal y privilegiar esta denominación a la de novela policial, mucho más difundida, supone una elección que sólo por ligereza podría considerarse puramente terminológica. Esto significa que, a diferencia de tantas historias del 'género', no se intentará aquí hallar solución de continuidad entre lo que, desde nuestra perspectiva, son dos formas narrativas diferentes. Es importante entonces llamar la atención sobre un hecho descuidado por las versiones más populares de las hipótesis genética («el relato policial nace hacia 1841....») y estructural («la lógica de la investigación criminal impone una organización...»), esto es, la estrecha relación entre el relato policial 'clásico' y la literatura fantástica. Contrariamente a lo que sucede en la novela criminal, emparentada con, y en ocasiones casi indistinguible de, ciertas formas de naturalismo, el relato policial de Poe a Conan Doyle y sus imitadores contemporáneos tiene como principio rector la rígida causalidad que gobierna los cuentos de hadas y las arquitecturas de la metafísica. Los problemas de la novela criminal no pueden resolverse con el fácil recurso a una reglamentación ineludible del mundo y de nuestras acciones sobre él, sino que precisamente tienen fundamento en la ausencia o incomprensión de tal reglamentación, en la posibilidad de variar al infinito la regla sin dejar de estar sometidos a la Regla. Si no desconfiáramos de las genealogías más o menos fabulosas, con gusto repetiríamos que la novela criminal nace con el cuarto capítulo del Génesis.4.
La fiesta debía haberse iniciado hacia la medianoche pero Martínez sólo la advirtió a las tres de la madrugada. En ese momento la improvisada celebración atravesaba uno de sus intermitentes momentos cumbres y los bailarines se habían trasladado de la sal a a las habitaciones: un acto de fe en la capacidad aislante del concreto. Tras la sorpresa inicial que produce el descubrirse repentinamente despierto, Martínez comprendió que una pareja de orangutanes debía estar ejecutando un complicado ritual de corte jo, golpeando sobre su cabeza al ritmo de los mejores tambores de Kenya. Martínez cerró los ojos, procuró reproducir con su respiración el ritmo de la música, colocó algodón en sus oídos, contó ovejas, perros de caza, ornitorrincos, pero no logró recupera r el sueño. Cuanto todo se reveló inútil, el ejercicio de la paciencia, largamente aprendido, le permitió esperar otros veinticinco minutos antes de decidirse a subir y enfrentar a la tribu caníbal.
Si levantarse había sido difícil, franquear la entrada de su propio apartamento le exigió un esfuerzo adicional. Mientras abría la puerta, se repetía que subir no era 'molestar', que no era una demostración de arrogancia, que estaba en una sociedad civil izada y que, por tanto, no se encontraría con un vecino preparado para partirle el cráneo a martillazos. Con todo, una vez arriba, titubeó al hundir el timbre del apartamento 402. Cuando reconoció a la muchacha que le abrió sólo atinó a pensar: «Mierda, s oy un güebón.»
La muchacha tampoco tardo en reconocerlo, era el profesor. Que qué pena. Que qué hace dormido un viernes a esta hora. Que cómo que ya es sábado. Que disculpe. Que pase y le presento a mis amigos. Cuando comprendió lo que estaba sucediendo, Martínez se ha lló en medio de una descompuesta horda de desconocidos. Alguien con el pelo de color impreciso le alcanzó una botella cuyo contenido no supo determinar. Otro, sin un solo pelo, preguntó algo en un idioma incomprensible. Uno más, acaso una más, le puso un cigarrillo en los labios y, acto seguido, lo retiró. Nadie quiso aclararle que los mejores tambores de Kenya eran en realidad las mejores baterías de Seattle. Repitiéndose que no había nacido para todo eso, se acercó a la cocina buscando en los apagados f ogones algo que lo reconciliara con el universo. No tuvo tiempo. La muchacha que lo recibió reapareció al instante y le señaló una puntilla sobre el mesón. Y luego, lo llevó de regreso a la sala, lo sacudió, lo estrujó, lo obligó a ejecutar pasos imposibl es, por último lo besó. Sudando Martínez consiguió ganar una pared y asir la olvidada botella: «Lo que no mata, engorda.» Inmediatamente se sintió ebrio. Vio un mandril entre los invitados, previó el resultado de esta experiencia sobre su trabajo, se imag inó volviendo a la universidad con una investigación sobre los recónditos mecanismos de la involución: el hombre convertido en mico tití. Convencido de que no era el rey de los monos, no aguardó a que el gemir de los gorilas se transformara en grito de gu erra y se refugió, por segunda vez, en la cocina. Instintivamente buscó la puntilla. Un marsupial de Java se aferraba a ella con un deseo implacable. Un gruñido le advirtió que, por el momento, estaba ocupada. Recordó la puntilla de Chéjov y comprendió qu e estaba delirando: el personaje debe colgarse de la puntilla, no aferrarse a ella para controlar los espasmos de un orgasmo químico. Dejó la botella sobre el lavaplatos y esperó a que el de los gruñidos se fuera. Mientras buscaba café lo sorprendió la mu chacha. ¿Escondiéndose? Y al acercarse para ayudarle lo rozó. Martínez sintió una repentina erección. La muchacha prolongó el contacto. Martínez estornudó. Antes de que pudiera disculparse se encontró en la alcoba de la muchacha, con su mano (de ella) ent re sus pantalones, con su mano (de él) acariciando un seno tatuado, con su cerebro pensando que esto era lo mejor que podía pasarle en su año sabático. Aquel debió ser su último pensamiento, cuando despertó se encontró tirado en el piso del sanitario, cub ierto de lo que probablemente había sido su cena. Se sintió ridículo y, alternativamente, derrotado. Con lentitud comprendió que tenía la primera laguna alcohólica de su vida. Con asombro, que pese a la hediondez que lo rodeaba podía reconstruir con total fidelidad el olor de la muchacha. Con miedo, que debía huir. Limpió, como mejor pudo, las salpicaduras sobre el baldosín, salto sobre los cuerpos que obstaculizaban el camino a la puerta y desapareció. Había tenido su oportunidad y la había perdido. No l e habían dejado tocar la puntilla. Pálido dador de excepción.
5.
La luz que se filtraba por las cortinas no le permitió decidir si todavía era sábado o si ya, por fin, era domingo. Sin ánimos para levantarse, Martínez pasó el resto del día en cama. No podemos reprochárselo porque, después de tanto tiempo, acaso había conseguido hacer placenteras esas largas jornadas de autohumillación. Repasar la lista de las oportunidades perdidas. Desconfiar de las que no lo habían sido. Tomarse un descanso para aceptar, de una vez por todas, que su trabajo era el delirio de un paya so. ¿Puede hacer algo diferente quien se ha negado la dignidad del héroe trágico? Martínez podía también pensar en la chica. Y lo hizo. Pero es evidente que no halló en ello ningún consuelo.
Martínez tardaría varios días en descubrir o creer descubrir que estaba enamorado. Hacia el miércoles soñaría con Camila y al despertar entendería que estaba perdido. Para ello, sin embargo, sería necesario un nuevo encuentro. Su mala suerte no quiso dem orarlo.
6.
Trabajar como un intoxicado, dejando que las colillas se apilen en los ceniceros y las notas se tornen ilegibles, no parecerá el mejor modo de escapar a la vergüenza pero Martínez tenía su método. El lunes por la tarde, cuando la muchacha apareció en su apartamento y reclamó un café del que Martínez nada sabía, seis páginas justificaban la improductividad de los días precedentes. ¿Fue el trabajo lo que le permitió actuar coherentemente durante casi una hora? Difícil saberlo. Martínez preparó el café, pid ió disculpas, supo no preguntar por los hechos que antecedieron a su huida, sonrió. Antes de que la muchacha se despidiera le preguntó su nombre. Camila ya debía estar en casa cuando Martínez empezó por fin a respirar tranquilo.
La regla sostiene que todo lo necesario para seducir a una chica se aprende antes de los treinta años, Martínez rondaba los cuarenta y no se enorgullecía de haberla pasado por alto: en tales casos, lamentablemente, la regla no prescribe cursos remediales . Considerando lo que ocurrió debemos alabar el que la juventud suela ser benévola con la torpeza.
7.
No era exactamente un ataque de insomnio lo que le mantenía despierto. En silencio se dirigió al balcón y, apoyado sobre la baranda, espiando la calle, encendió un cigarrillo. Fumó. Buscando una formula adecuada al momento llegó a pensar que todas las ci udades tienen madrugadas idénticas. Fue un error. No pudo evitar recordar que en ésta cada madrugada significaba un buen número de habitantes menos. Precisó, incluso, que ese número incluía no infrecuentemente niños y, aún más, que hacía poco más de un me s había incluido a toda una familia. La constatación lo sorprendió. El recuerdo del «asalto ridículo» había corregido la dirección de sus pensamientos. Había pasado un mes. De regreso al lecho se detuvo en la puerta para verla dormir. Camila durmiendo, la imagen de la felicidad.
El profesor Martínez no era un hombre dado a las sorpresas pero en está ocasión todo lo que sucedía sólo podía parecerle increíble. Para tal actitud Camila supo encontrar la respuesta adecuada: «Yo te lo haré creer.» Nos consta que hizo todo lo que estuv o en sus manos para que así fuera.
8.
Preparar la conferencia que debía ofrecer en la Biblioteca Nacional lo obligó a plantearse la pregunta que no quiso aceptar en el balcón. ¿Cómo conciliar su apuesta sobre el mundo con el mundo que ahora le prometía Camila? Quienes se acogen a la regla no temen sostener que el mundo es tal como lo describe la Enciclopedia Británica. Martínez llevaba demasiado tiempo dedicado a las noticias judiciales para acogerse, sin dudar, a tales soluciones. Con trampas no vencerás la partida a la ciudad. Camila tenía una puntilla. Martínez necesitaba la llave de cristal.
9.
EL RECURSO A HEISENBERG Quienes prefieren abordar el problema de la novela criminal desde la historia de las ideas nos han acostumbrado a una distinción cuyas implicaciones tal vez sea necesario precisar. Existe un mínimo consenso al diferenciar el relato policial 'clásico', un género aséptico en el que resultan fácilmente rastreables las tutelas de Leibniz, Laplace y Comte, y la novela criminal, la respuesta literaria a la crisis de confianza generada por el Principio de Indeterminación de Heisenberg. Sin embargo, tal consenso se pierde cuando se entra a discutir el sentido que debe darse a la 'solución Heisenberg': ¿es la indeterminación una cualidad inherente al mundo o una característica de nuestro conocimiento del mundo? Adviértase que el problema no es aquí el discurso científico (en tal caso la solución la encontraremos en la facultad de física, ajena a las sutilezas de los sociólogos de la literatura) sino la forma en que nuestra cultura asume tal discurso. Adviértase que la segunda alternativa es, culturalmente, más relevante que la primera: si lo que está en juego es nuestra percepción del mundo (y muchos preferirán entonces hablar de Principio de Incertidumbre) resulta que ni siquiera podemos decidir sobre la determinación o indeterminación de éste. Jugamos siempre con las reglas, incapaces de saber si existe o no la Regla. En el primer capítulo de El signo de los cuatro, Holmes lanza el lema que mejor caracteriza al relato policial: «!Jamás pretendo adivinar!» Para que exista novela criminal es necesario aceptar que nunca hacemos otra cosa que intentar adivinar. La adivinación es una práctica infalible en el universo habitado por Merlín, no en las ciudades que visita el agente de la Continental.10.
¿Cómo no esperar verla ese día? ¿En qué había estado pensando cuando, al despedirse la noche anterior, se dijo que podía hacerse a la idea? Camila deseaba saberlo trabajando. Martínez sólo podía pensar que el amor no era una cosa esplendorosa, que estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo, que quiero que vengas aquí, que me hagas feliz y me digas que me quieres. Desafortunadamente, el curso de sus pensamientos pecaba de impertinencia, su conferencia no debía dilucidar los límites entre l o cursi y lo sublime. Cansado de sí mismo, incapaz de soportarse por más tiempo, hastiado de su depósito de lugares comunes, Martínez postergó la finalización de su disertación y optó por acudir a Enfisema.
Largo, obeso, calvicie incipiente, Enfisema era uno de esos académicos que se mantienen eternamente en una edad imprecisa entre los cuarenta y los cincuenta años, y gozan haciendo el papel de principio de realidad. Su vida puede fácilmente resumirse en l os dos hechos que le valieron su apodo: a los diecisiete años Enfisema había comprendido que, llegado el momento, sería incapaz de suicidarse, a los dieciocho había decidido confiar la solución del problema al tabaco. Era la única decisión de su adolescen cia que había logrado mantener durante todos esos años: sesenta cigarrillos diarios daban fe de su inquebrantable voluntad de derrota. Cínico, fatalista, misógino sin convicción, Enfisema desconfiaba de las chicas inteligentes («que tu más fiel lector te visite en cama es la peor fantasía de todo intelectual de medio pelo»), de las chicas que salían con hombres mayores («las parejas que imitan a la bella y la bestia son el motivo más barato de la peor literatura»), de todas las chicas. No era, lo sabemos, la persona más adecuada para aconsejar a Martínez, pero es obvio que Martínez no hubiera aceptado consejo de ningún otro. Al final, Enfisema no estuvo dispuesto a revelar las reglas del juego, es razonable suponer que no estuviera capacitado para hacerlo . Nada le impidió lanzar su diagnóstico: Martínez sufría las consecuencias de una afectividad inepta. Además de ridículo, Martínez se sintió culpable.
Cuando regresó a casa no halló, como temía, mensajes en el contestador. Y sólo al descubrirse tomando el teléfono, comprendió el sentido de todo lo dicho esa tarde. ¿Quién te ha dado permiso para actuar a los cuarenta como no quisiste actuar a los veinte ? ¿Quién te ha dicho que por fin ha llegado el momento de coquetear con las vecinas? Las mujeres en la vida de Martínez habían sido escasas, sus modelos conflictivos. O te derrotan y debes dejarlas ir, o vences y debes mandarlas a la horca, Irene Adler y la señorita O'Shauhnessy, sin términos medios. Como había dicho Enfisema en un instante de sinceridad: «Cuesta entenderlo.» Al igual que muchos de sus compañeros, Martínez y Enfisema se sentían cómodos ofreciendo la imagen del señor comprendedor universal , pero nunca habían sido los guapos del barrio.
11.
La regla de oro dice que el cajón de los borradores no se le abre a nadie y, tras la euforia que siguió a su presentación en la biblioteca, Martínez se permitió olvidarla. La regla la conocen todos los que alguna vez aspiraron a ser escritor, en este cas o Martínez no tenía excusa. Poco sabemos de lo que ocurrió esa noche. Podemos imaginar que Camila soportó con una sonrisa los delirios del hombre que amaba, podemos suponer que, incluso, llegó a consolar a quien tras una cerveza no temía dar muestras de s enilidad prematura. Es indudable que Martínez terminó dando rienda suelta a sus teorías más retorcidas, las formas del mundo, las leyes de los cielos, la realidad. No lo hizo con mala fe, de haber sido un hombre supersticioso habría procedido de manera di ferente. Porque, al final, la realidad irrumpió y para entonces las palabras sobraban.
12.
El episodio definitivo tuvo lugar ocho días después. Martínez y Camila habían ido a cenar, de vuelta a casa el taxista se reveló un crítico de las tarifas autorizadas por el gobierno central. Todos sabemos cómo hay que actuar en tal situación. Frente a C amila, sintiendo que su dignidad estaba siendo atacada, Martínez decidió improvisar. El papel de caballero andante no le queda bien al que siempre se ha ocultado en las butacas. El malo, en esta ocasión, tenía una varilla. En el suelo, con tres costillas rotas, Martínez escuchó los gritos de Camila. La presencia de los vecinos y el relato indignado de centenares de historias similares no lo hicieron sentirse menos impotente. La regla enseña que la cobardía no riñe con la inteligencia. Martínez la detestab a.
El taxista se llamaba Isaías Gutiérrez y estaba acostumbrado a esos menesteres. Encontraría la muerte dos semanas más tarde a manos de «El Mata y Paga», un oscuro defensor de los intereses del usuario del transporte público. En esa ocasión, Gutiérrez (c. c. 76.131.911) no se encontraría con alguien que le recordara que le estaba reclamando decentemente. Martínez no llegaría a conocer la noticia. Quienes sabían de sus rasgos infantiles reconocen que, de haberlo hecho, habría aceptado con vergüenza que lo s ucedido lo alegraba.
13.
Despertar golpeado, pensando que los vendajes no logran ocultar la decepción que sientes de ti mismo, que eres un bufón, la víctima de tu propia imbecilidad, no es una experiencia grata. Martínez odiaba la lástima pero no pudo apartar de su cabeza la ide a de que, en su estado, era lo único que podía inspirar. ¿Qué hacer en un caso semejante? ¿Levantarse y asumir que cosas así suceden todos los días? Seguramente eso era lo más indicado, una solución económica. Al respecto, sin embargo, la regla suele ser ambigua. Para mantenerse fiel a sus peores fantasías, Martínez tomó la determinación más torpe de toda su existencia.
14.
¿Dónde compró la pistola? Cuando Camila advirtió que Martínez nunca se lo diría dejó de hacer preguntas. No era ingenua y sabía que en la universidad no sólo circulan libros. Además, no era el origen del arma lo que más la preocupaba. En este tiempo habí a aprendido que Martínez podía ser muy diferente al reservado profesor del 302 pero nada la había preparado para lo de la pistola. Por primera vez Camila supo no ser dulce. Temes tanto al ridículo que has terminado deseándolo. ¿Te hace sentir mejor andar armado? ¿Más hombre? ¿No fuiste tú mismo el que me señaló que tras un revolver siempre hay un impotente? Nunca creí que fueras un payaso y de un momento a otro vienes y me dices que, de buena gana, sales y te transformas en el loco de la Magnum. Un resent ido te golpea y empiezas a vivir en la pesadilla de tus desadaptados. Etc. Etc. Camila podía ser dura y tardó un buen rato en descubrir que, por ese camino, nada conseguiría. Había dicho cosas dolorosas. Había reído. Se había negado a escuchar explicacion es. ¿Cómo criticarla? Cualquiera en su lugar habría hecho y dicho lo mismo. No buscaba con ello que Martínez se fuera pero lo dejó irse sabiendo que nunca volvería a verlo. Ella tampoco redactaba las reglas. Habían vivido juntos dos meses de felicidad con tinua. Ahora Martínez había cambiado de juego.
15.
EL AFICIONADO Una breve inspección bibliográfica bastará para confirmar que el aficionado es el personaje de la novela criminal que menos consideración crítica ha merecido, una circunstancia fácilmente explicable si pensamos en sus escasas y efímeras apariciones. Sin embargo, el aficionado no es por ello desatendible. No son pocos los que hoy ven en este personaje el mejor representante del espíritu de la novela criminal: es él, y no el detective, quien habita el universo de la angustia y la inseguridad, es él, y no el verdugo, quien descubre que el espanto puede irrumpir en cualquier momento, que la vida sólo está protegida por una feliz casualidad. De hecho, no es casualidad que las variantes más descaradamente consoladoras del género hayan convertido al aficionado en protagonista y disfruten siempre de los aplausos y beneficios que producen el repentino triunfo de quien sabemos estaba de antemano condenado a la derrota. Tales ejercicios olvidan que el aficionado es la encarnación de las fantasías del lector y que su muerte cumple una función didáctica. En el mundo de la novela criminal no hay estados de excepción, pocos son los héroes y pocos los que consiguen adivinar la solución adecuada; el aficionado se mueve en un universo del que desconoce las reglas, acaso se ha visto obligado a hacerlo y esa es su tragedia, no es un mártir porque su destino es producto del error, no es un héroe porque ese lugar ya lo ocupa otro, su muerte es el castigo que busca la tímida soberbia del espectador. Cada cierto tiempo, aparece un estudioso que, llevado por el afán de las afirmaciones explosivas, recomienda la relectura policial de Kafka. La aseveración siempre consigue el eco deseado entre los indignados representantes de nuestra aristocracia académica. Las observaciones precedentes no pretenden sustentar escándalos semejantes, sugerir que Kafka y la novela criminal comparten una misma preocupación existencial no significa afirmar que la historia de Josef K es equivalente a la de Sam Spade, significa afirmar, por el contrario, que es Sam Spade el llamado a decirnos que todos somos Josef K.16.
Estaba preparado. Años de estudio le habían enseñado que el happy-end no es más que un halago industrial, que no podemos creer en el cielo, pero sí en el infierno. Una vez en casa entendió que no había nada que hacer. Confundido por el alcohol, em briagado con la idea de que su error residía en una elección de género, Martínez volvió a rezar. No lo hacía desde que tenía trece años y el tiempo había alterado los esquemas aprendidos, su oración era ahora la lista de lavandería de todos los derrotados . Maquina del tiempo. Genio de la botella. Lámpara de Aladino. Linterna Verde. Legión de Superhéroes. Vida extraterrestre. Realidad virtual. Dios: Dador de Excepción.
17.
Cuando los encapuchados aparecieron en la puerta de su apartamento, Martínez estaba tomando una siesta, ebrio. Esta vez no hubo golpes en la puerta que lo prepararan y no eran tres sino catorce y no deseaban que se desconectara ninguna alarma: pertenecía n a las fuerzas del orden y entraron sin llamar, dispuestos a disparar a cuanto se moviera. Y Martínez se movió. Recibió veintitrés disparos («algunos muchachos consiguen dar hasta tres veces en un blanco en menos de veinte segundos» diría después el ofic ial encargado del operativo). Cuando alguien descubrió el error, Martínez agonizaba.
Para solucionar todos los inconvenientes de una dirección equivocada, Homicidios recurrió a una regla bien conocida por todos los departamentos de policía y ofreció al país el cuerpo del autor intelectual del «asalto ridículo», el criminal más perverso d el planeta. La noticia fue transmitida por los noticieros de la noche el último sábado de junio. Como no había cámara de seguridad, los televidentes no pudieron ver el espectáculo que ofrece el rostro de un condenado que no entiende lo que pasa. Camila no pudo hacer nada. La trayectoria académica de Martínez sólo sirvió para corroborar la tenaz investigación del cuerpo técnico de la fiscalía.
Para terminar una historia un final es siempre el final. Ante el televisor, Enfisema sólo atinó a pensar: «Game over».
Mario Ugarteche, Colombia © 1997
jchaparr@shakira.icfes.gov.co
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