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La leona y el zorzal

Con el andar apacible del que sale con tiempo, Bermúdez, padre de familia de cuarenta y tantos años, se encaminaba a la estación. La mañana era plácida, los pájaros cantaban en los frondosos ramajes de la zona y una brisa primaveral, algo fría, iba disipando una ligera neblina de ésas que anuncian un día soleado, según dice la gente de campo.

Cuando llegó a la estación, Bermúdez empezó a bajar la escalera que conducía al andén. Por la topografía de la zona, la estación quedaba como hundida respecto de las casas del vecindario. Pero dejaremos por un momento a Bermúdez bajar sin prisa la escalera para hacer algunas reflexiones que tienen mucho que ver con nuestra historia.

Aún no se ha dicho nada acerca de cómo el tren influye en los hombres, cómo les inculca hábitos, costumbres y virtudes; repitamos esto último: virtudes. Porque quien ha viajado mucho en tren no es una persona común y corriente.

Bermúdez sería un empleado del montón que trabaja en una firma como todas de no ser porque algo ennoblece su vida: lleva varias décadas viajando en tren, y por eso ha podido cultivar ciertas virtudes, no muy elevadas, eso sí, pero virtudes, en fin de cuentas. Para empezar, es un conocedor de la gente: sus miles de horas de vuelo –o de riel– y las esperas en los andenes le han puesto en contacto con muchas personas, y ha visto sus comportamientos. Bermúdez sabe que la forma en que se conduce una persona en un vagón revela mucho de su psicología.

Bermúdez se deleita con la flora que crece a lo largo de las vías; admira la soberbia estructura de los árboles cuando muestran sus ramas en invierno, y en otoño disfruta con los mil matices del follaje caduco; en los meses cálidos, se regocija con las flores, sobre todo las campanillas que trepan por todas partes y cubren las superficies llanas. Su mirada también se detiene sobre las esbeltas cañas silvestres.

Algo característico en muchos pasajeros de tren –no en todos, es verdad– es el amor por la lectura. Es improbable que, recorriendo nuestra mirada por el coche, no veamos a varios pasajeros enfrascados en sus libros. Otros leen periódicos o revistas. ¡Bello espectáculo de gente con inclinaciones elevadas! Si, en cambio, observásemos a los viajeros de un ómnibus, creeríamos encontrarnos entre analfabetos.

Hay en Bermúdez algo de filósofo estoico; muchos convoyes cancelados; innumerables horas en los andenes a la espera de servicios interrumpidos por razones técnicas le han enseñado a encarar con paciencia la adversidad que no podemos evitar, llegando, cuando el destino lo exige, al sacrificio supremo: subir a un plebeyo ómnibus.

El tren es propicio para que se conozcan los espíritus afines. La mayoría de los pasajeros veteranos tienen lo que podríamos llamar "amigos ferroviarios"; Bermúdez, por ejemplo, se ha hecho amigo de un profesor de lengua que, por desgracia, casi siempre viaja en el tren de las 7.08,salvo en las pocas ocasiones en que lo pierde, y entonces Bermúdez va acompañado.

Todos los días, viaja veinte kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. Sabiendo que se toma un mes anual de vacaciones, la cuenta nos da unos nueve mil kilómetros por año. Eso es viajar, por lo que podemos considerar a Bermúdez un hombre de mundo.

En fin, digamos que si existe un producto humano que represente lo más exquisito y estimable de nuestra civilización, es el pasajero de tren. Por supuesto, el ferrocarril no confiere una gracia automática al primero que llega; se requieren años y kilómetros. Pero el esfuerzo bien vale la pena. Cuando vemos por la calle a una persona que se distingue entre la multitud por su aspecto culto y civilizado, por su aire de conocer el mundo, podemos afirmar, sin riesgo de equivocarnos, que en su bolsillo tiene un pasaje mensual del ferrocarril.

Bermúdez terminó de bajar las escaleras y empezó a caminar por el andén; siempre subía al tren por la puerta central del tercer vagón desde atrás. (Casi todos los viajeros avezados tienen hábitos de esta clase, sea porque en tal vagón esperan conseguir asiento, o encontrarse –o no encontrarse– con cierta persona o porque quieren ir en un coche para no fumadores o lo contrario, o porque determinado vagón los deja m s cerca de la salida de la estación de destino, y mil otras razones.) Bermúdez vio a la señora evangelista que iba todos los días con su gran biblia a cuestas y la saludó con un movimiento de cabeza, sin detenerse, porque la buena mujer tenía el hábito de predicar a quien se le ponía a tiro. Para colmo, era parienta del farmacéutico y conocida de la mujer de Bermúdez. También advirtió la presencia del Desesperado, un sujeto despreciado por sus ruines maniobras para conseguir asiento y que le habían hecho merecer el apodo que llevaba (es algo corriente que los habitués de un tren apliquen apodos a ciertas personas; el de Bermúdez era "el hombre de los pájaros", por razones que veremos más adelante).

Una vez en su lugar de costumbre, Bermúdez encendió un cigarrillo y se puso a observar distraídamente como iban llegando los demás pasajeros. Pasaremos por alto a las distintas personas que fueron presentándose salvo a una, insoslayable: la Leona. Todos la miraron a su llegada; cada vez que los pasajeros esperan un tren, el andén se convierte en un espontáneo concurso de belleza, y el certamen correspondiente al 7.23 lo ganaba siempre la Leona, que debía tal apodo a su espléndida melena castaña.

Esa mañana venía sola. Los pasajeros del 7.23 habían notado que cuando la Leona empezó a tomar aquel tren –como año y medio antes– la acompañaba un señor de bigotes, algo grueso, de unos cuarenta años. Después, el señor de bigotes desapareció y la Leona viajaba sola, pero luego empezó a venir en compañía de un joven de aspecto atlético. Éste duró un par de meses y últimamente no se lo había vuelto a ver.

Bermúdez viajó como todos los días y, según acostumbraba, al llegar a la terminal dejó que el vagón se vaciara mientras él se sentaba un par de minutos. Es un hábito que comparten muchos pasajeros que salen con tiempo. Cuando por fin bajó al andén, ocurrió algo que alteró la rutina del viaje y, de hecho, trastornó la vida de Bermúdez a partir de aquel día. A unos quince metros del control de pasajes, la Leona, nerviosa, revisaba su bolso de mano. Bermúdez, con su experiencia ferroviaria, dedujo que se había olvidado el pasaje y, como hombre de mundo que era, sintió el caballeresco deseo de ayudarla, así que se acercó.

–Perdón señorita, ¿ha perdido el pasaje? –preguntó–.

La Leona levantó la mirada del bolso, despejó la melena que había caído sobre su rostro y contestó:

–Me lo olvidé... Creo que lo dejé en el otro bolso.

Se veía tan angustiada que Bermúdez quiso protegerla.

–No se preocupe. Tome el pasaje mensual mío –dijo, entregándoselo–.
–Pero, ¿y usted? Si no presenta un pasaje en el control lo multarán –contestó la Leona–.
–Por suerte, no tiré el pasaje del mes pasado, así que les muestro éste y paso sin problemas –explicó Bermúdez–.
–Pero se darán cuanta de que está vencido –protestó la Leona–.
–Ya verá que no. Lo que haremos es ir caminando poco a poco, así llegamos con los últimos pasajeros, que es cuando los guardas relajan la atención. ¿No observó que se fijan más en los primeros, sobre todo si llegan corriendo? Venga a mi lado, conversando tranquilamente para que no la vean nerviosa –dijo Bermúdez–.

Dicho y hecho, el guarda apenas se fijó en el pasaje de la Leona, y ni siquiera miró el de Bermúdez. Una vez traspuesto el control, la Leona agradeció gentilmente a su salvador y cada uno se fue a su trabajo. El episodio dejó a Bermúdez de excelente humor durante toda la jornada. A la tarde, contento porque era viernes y había llegado el fin de semana, se halló con la contrariedad de que el ferrocarril andaba mal. En esas circunstancias, el viajero experto, en vez de esperar frente al tablero electrónico y salir corriendo con el rebaño, cuando por fin anuncian el tren –actitud propia de aficionados–, prefiere ir a pasear por los andenes. Allí examina los trenes detenidos, husmea el ambiente, observa las actitudes de otros pasajeros avezados. Por fin, va sin vacilar a un convoy vacío y se sienta a esperar la llegada del rebaño. Con muy pocas excepciones, el tren que eligió es el que lo llevaría destino.

Tras considerar la situación, Bermúdez se decidió por el tren estacionado en el andén 2 y estaba en camino a él cuando alguien lo detuvo. Era la Leona, que le preguntó:

–Perdone, señor, ¿este tren nos deja bien?

Gratamente sorprendido, Bermúdez dijo que el tren aún no estaba marcado en el tablero, pero que él creía que era el de ellos. La Leona decidió confiar en la intuición de Bermúdez y ambos se sentaron juntos en un vagón vacío, donde comentaron lo difícil que es viajar y cosas por el estilo, hasta que llegó una multitud apresurada que llenó el coche. Efectivamente, era el tren de Bermúdez y la Leona.

–¡Qué bien! Tenía razón usted –dijo la Leona con admiración–.

Bermúdez, con modestia, dijo que habían tenido suerte. A continuación, la Leona le preguntó si trabajaba en una veterinaria. Bermúdez explicó que trabajaba en una financiera. La Leona contestó que le había preguntado porque lo veía a veces en la estación llevando jaulitas con pájaros, y que a su mamá se le había muerto un cardenal y quería comprarle otro. Bermúdez dijo que criaba pájaros por puro gusto y tenía pensado presentar pronto en una exposición un zorzal cuyo canto era incomparable; que solía llevar pájaros en el tren porque los regalaba a compañeros de la oficina; y, por último, que no sabía lo que podría costar en la actualidad un cardenal, porque andaba perdido en cuanto a precios, pero que él tenía varios cardenales; en realidad le estaban sobrando, y con mucho gusto le regalaría uno. Rechazó las protestas de la Leona y quedaron en que el lunes le entregaría el pájaro en la estación. Seguidamente, le dio diversos consejos sobre el cuidado del cardenal.

–¡Ya llegamos! –exclamó la Leona de pronto–. A Bermúdez nunca le había parecido tan breve un viaje. Salieron del tren y se despidieron amablemente.

El lunes, Bermúdez fue a tomar el 7.23, llevando en la mano izquierda su portafolios y una jaulita en la derecha, con el cardenal para la mamá de la Leona. Puso el portafolios en el suelo para sacar un cigarrillo, y estaba encendiéndolo cuando observó que los hombres que había en el andén miraban hacia la escalera. Bermúdez levantó la vista; descendiendo los escalones con su majestuoso y elástico andar, venía la Leona. Cuando llegó al andén miró en derredor y, al ver a Bermúdez con la jaulita, se dirigió a él.

–¡Se acordó! –dijo, alborozada, besándolo en la mejilla–.

Bermúdez no esperaba tal efusión. Sintió que toda la estación lo miraba. Tal vez algunos sintiesen celos, pues Bermúdez vio ceños fruncidos. Otros parecían estar haciendo comentarios; lo peor era que a pocos metros la señora evangelista observaba de hito en hito a la Leona y a Bermúdez.

La llegada del tren disminuyó algo el azoramiento de Bermúdez. Y, de todos modos, la Leona se mostraba tan cordial que el corazón del hombre de los pájaros se llenó de alegría. cuando el tren llegó a la primera estación, se desocuparon dos asientos, y la Leona y Bermúdez se sentaron. Fingió no ver a la señora evangelista que, a distancia de un par de asientos, leía su biblia de pie. Al cabo de unos minutos, la Leona fue adormeciéndose y, tras cabecear un poco, se durmió del todo, con la cabeza apoyada en el hombro de Bermúdez, que sintió una mezcla de dicha y azoramiento. Un instante después, la Leona, siempre en sueños, apoyó su mano sobre el brazo de Bermúdez. Al ver la escena, la señora evangelista puso una cara que quería decir "el mundo está corrompido, totalmente corrompido", y se enfrascó en la lectura de su biblia. Pero, azorado y todo, Bermúdez se sentía feliz, aunque se incomodó cuando, por el movimiento de la gente, la señora evangelista vino a quedar precisamente junto a su asiento. Cuando Bermúdez levantaba disimuladamente la vista no veía más que las negras tapas de la biblia y varias cintas de colores que salían del volumen. Cada tanto, la biblia se apartaba un poco y Bermúdez sentía una mirada fulminante de reprobación.

Al llegar a Constitución, la estación terminal, la gente fue saliendo del vagón, pero la Leona seguía dormida. Bermúdez le dio dos o tres golpecitos en la mano y le dijo que habían llegado. La Leona despertó lánguidamente, miró a los ojos de Bermúdez y, sonriendo, oprimió la mano de éste. Sin pensarlo dos veces, el hombre de los pájaros estrechó el hombro de la Leona con el brazo izquierdo y la besó en los labios. El hecho de que su mano derecha sostuviera la jaulita del cardenal sobre el regazo tornó un poco aparatosa la escena, pero a Bermúdez no le importó.

Desde aquel día, los dos viajaban juntos, tanto a la ida como a la vuelta. La gente del andén fue acostumbrándose a la nueva pareja, aunque la señora evangelista aún mantenía su mirada reprobadora. Desde luego, Bermúdez y la Leona no se veían solamente en el tren; pronto empezaron a hacer salidas juntos. Ella gustaba del teatro, de modo que en las siguientes semanas Bermúdez vio más obras de vanguardia que en toda su vida; después del teatro iban a cenar.

Ahora bien, Bermúdez era lo que se podría llamar una persona de recursos limitados, y tantas salidas con la Leona trastornaron por completo su presupuesto; a fin de sostener las expensas que le provocaba su nuevo amor, recurrió al expediente de ir vendiendo sus pájaros. Hasta entonces generalmente los cambiaba por otros, pero ahora tenía apremios financieros. Los que esperaban el 7.23 se acostumbraron a ver a Bermúdez con la Leona en una mano y una jaula en la otra. A medida que pasaban las semanas, más y más canarios, cardenales y otras aves iban rumbo al comercio. Bermúdez pedía permiso y se ausentaba de la oficina una hora o cosa así para ir a una veterinaria. Cada vez que vendía una partida se preguntaba, angustiado: "¿Qué haré cuando se me acaben los pájaros?".

No era el único motivo de inquietud. Como es natural, Bermúdez pretendía ciertas concesiones de parte de la Leona; pero cada vez que tocaba la cuestión ella cambiaba porfiadamente de tema. Además, Bermúdez empezaba a tener problemas en la oficina: últimamente solía llegar tarde por esperar a la Leona, que a veces perdía el 7.23; y para colmo, había cometido algunas equivocaciones debido a su nerviosismo.

Hasta que un jueves, cuando esperaban el 7.23, la Leona le mencionó una comedia muy divertida que acababan de estrenar. Naturalmente, quedaron que al día siguiente irían a verla. Pero el pobre Bermúdez ya estaba sin recursos. Era fin de mes, y justo a la noche su esposa le pidió dinero porque tenía que ir a la farmacia al día siguiente. Bermúdez pasó revista a los últimos pájaros que le quedaban; ninguno valía gran cosa, salvo el zorzal que había pensado hacer competir en una exposición. Con inmensa congoja, lo hizo entrar en la jaulita de alambre. Eso sí, estaba decidido a exigir una definición a la Leona.

El viernes, contra la costumbre, ésta llegó primera a la estación. Lo notable del caso fue que la trajo en automóvil un señor a quien Bermúdez, que estaba acercándose, no pudo distinguir; de todos modos, tuvo un mal presentimiento. Una vez en el andén, le propuso lisa y llanamente que, a la salida del teatro, fuesen a un hotel. La Leona esta vez reaccionó con enojo y le dijo que ya estaba harta de él y de sus ridículos pájaros –Bermúdez había llevado al zorzal para venderlo–. Los que estaban cerca en el andén miraban divertidos la disputa. Durante el viaje, Bermúdez y la Leona no cambiaron palabra, y cuando llegaron a Constitución se dieron un irritado adiós definitivo.

A media mañana, el gerente pasó por la oficina, vio la jaulita con el zorzal y llamó a Bermúdez a su despacho. Allí lo reconvino por su negligencia, por su falta de puntualidad y por tener siempre jaulas con aves en la oficina, lo cual era impropio de una empresa limpia y moderna.

Cuando regresó a la tarde –solo, pero con el zorzal–, Bermúdez pensó que, por lo menos aquel pésimo día había concluido. Apenas bajó del tren se dio cuenta de que estaba equivocado. Desde la estación vio a su esposa que, con la cara roja por la ira, salía apresuradamente de la farmacia. "¡La señora evangelista es parienta del farmacéutico!", recordó Bermúdez de pronto. Cuando llegó a su casa tuvo una gresca de órdago, tal como temía. Su mujer había encontrado en la farmacia a la señora evangelista y ésta le contó todo. Cierto que a la esposa de Bermúdez le había llamado la atención que su marido volviera tarde en los últimos tiempos y que saliera solo los sábados, pero él le había hecho creer que tenía que cenar con clientes de la financiera, y que posiblemente le dieran un ascenso.

Pero, como los ríos que desbordan para luego volver a su cauce, la vida de Bermúdez ha tornado a la normalidad. Su mujer es lo que podríamos llamar una esposa tradicional, así que, después de llorar durante unos días y repetir incansablemente que su mamá ya le había advertido, perdonó la infidelidad del marido, aunque ahora vigila mejor sus pasos. Los jefes de la financiera vuelven a estar contentos con Bermúdez, y el gerente hasta le ha pedido un canario y lo felicitó cuando obtuvo un premio en una exposición de pájaros, por su estupendo zorzal.

La Leona sigue yendo en el 7.23. La gente que espera el tren ha notado que últimamente la acompaña el joven de aspecto atlético, cosa que ignora Bermúdez, que ahora viaja en el tren de las 7.08, conversando con su amigo el profesor de lengua.

Juan Planas, Argentina © 2001

sanalp@sinectis.com.ar

Nacido en Barcelona, España, en 1944, Juan Planas reside desde la infancia en la Argentina. Se dedica a tareas relacionadas con la edición de libros, que en una época alternó con la periodística. Actualmente se encuentra muy interesado por las posibilidades del libro electrónico. Acostumbra revisar muchas veces cada cuento que escribe, lo que tiene dos consecuencias: la primera, generalmente acarrea la eliminación de gran parte de lo escrito y la reescritura de lo restante; la segunda, una productividad creadora medida en horas/página que haría la desesperación de cualquier economista.

Ha publicado cuentos en algunas revistas electrónicas:

Letralia
El papiro amarillo - http://www.letralia.com/80/le07-080.htm

Espiral
Carrera contra el reloj - http://www.miami.edu/fll/espiral/planas5.htm

Parole Con
La sombra de la calabacera - http://www.parolecon.com/IV2000/calabacera_juan_planas.htm

Comentario del autor sobre el cuento:
Durante años viajé diariamente en tren -el de las 7.08-; el cuento incorpora no pocas impresiones y algún personaje de aquellos tiempos (por ejemplo, la bella Leona).
Cuando hace algunos años la RENFE -la empresa estatal española de ferrocarriles- abrió un certamen para cuentos relacionados con ese medio de transporte, decidí participar, aprovechando mi experiencia en el tema. Siempre que termino un cuento lo imprimo a una medida angosta -unos 8 cm-, y utilizo los amplios márgenes para corregir. Vendría a ser una lectura en galeradas, si se me permite semejante arcaísmo. Ese impreso lo rotulo "Original A"; hago las correcciones, vuelvo a imprimir como queda dicho y ya tengo el "Original B"... en La leona y el zorzal, dado el poco tiempo disponible, el proceso llegó solamente a la letra C. De todos modos, el cuento quedó aligerado más o menos un 40 %.
El destino quiso que mi computadora sufriera un serio desperfecto en el momento crítico (las computadoras siempre hacen esas cosas), y para cuando la repararon el plazo de entrega había expirado. No volví a proponer el cuento a la RENFE; me di cuenta de que pintaba un servicio de trenes algo caótico, probablemente poco acorde con la imagen del ferrocarril que ellos preferirían mostrar.
De modo que La leona y el zorzal no me proporcionó ni el vil metal ni el noble laurel; en cambio, desde entonces soy muy riguroso en resguardar archivos. Al menos, gané en autodisciplina, que ya es algo.

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