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El pacto

Ayer, extraño día el de ayer, fue una de esas jornadas de coctelera en donde se introducen en la copa de la vida todos los acontecimientos pasados y presentes, pero que sin embargo adolecen de esa aceituna o esa pequeña rebanada de limón o de naranja con que el futuro las adorna.

Siempre había vivido de frente al futuro como si fuera un lazarillo que encaminara mis decididos pasos; todo se reducía a llegar a una meta establecida, a alcanzar esto o lo otro; en una palabra: conseguir; y mi camino: la lucha y el trabajo. Ahora no, todo se ha terminado, el futuro se ha quedado ciego en su labor y ha desaparecido y, al dejar de existir, el pasado que estaba agazapado, maniatado por mi falta de sosiego, ha surgido como una violenta tormenta; ha estallado y se ha derramado por todo mi ser, inundando mis pensamientos de ideas olvidadas, de encuentros anulados, de amores despreciados, de deseos escondidos, de sueños dechados, de virtudes maniatadas, de pecados liberados, y de un largo etcétera que precisaría de otra vida para recapacitar sobre todo ello. ¡Oh, hipotético Dios! Si existieras, qué necesidad tendría ahora de ti. Siento envidia de aquellos que dicen tener fe, porque yo no la tengo ni la he tenido nunca. Mis padres vivieron al margen de todo tipo de religión; para ellos el único Dios era la Vida, a la que había que exprimir para arrancarle todo lo que se pudiera aprovechar, lo mismo que el hambriento chupa el hueso de la escasa comida o lame el plato vacío. Yo he vivido como ellos, apurando el presente, olvidando el pasado y, sobre todo, peleando por el futuro.

Ayer me diagnosticaron un cáncer de páncreas, y yo que lo ignoraba todo acerca de ese maldito órgano, ahora soy casi un erudito. ¡Cáncer! Es curioso lo que se siente cuando esa corta palabra se refiere a ti. Por una parte, mi yo, espantado, lo rechaza como algo imposible, algo que a mí no me puede suceder, lejano; son los otros, los pobres hombres y mujeres enfermos los que se mueren, ¡yo no! Yo creía que era eterno, siempre alejado de la muerte y por eso ahora la vida, mi vida, parece que se ha frenado con un largo chirriar de lamentos. Y lo más irónico de todo es que ¡necesito que se paralice del todo! Vivir en un presente continuo, borrar lo que antes para mí era la misma existencia, mi motivo de vivir: el futuro. ¡Ahora no deseo dirigir mis pasos en su dirección! Porque en ella me espera, me imagino que sonriendo con cruel e irónico rictus, la muerte.

Llevaba meses con un dolor vago e irregular en la espalda y por encima del ombligo, pero nunca le di importancia hasta que mis amigos me dijeron que estaba un poco amarillo. Yo, lo reconozco, ya había notado que me encontraba cada vez más cansado y con menos fuerza, pero lo achacaba al estrés y siempre me decía: un día me tomaré un mes entero de descanso, pero nunca lo hice. Jamás me planteé el hecho de caer enfermo, ¡imposible! Yo no fumo, ni bebo alcohol, y mis comidas nunca han sido copiosas ni agresivas. Desde que murió mi esposa, hace ya tres años, no he hecho el amor con nadie y mis necesidades las he solucionado yo mismo. ¿Cómo iba a pensar en que podría tener…?

El dolor, que antes era incipiente, se ha exacerbado; parece como si la enfermedad, al ser revelada, mordiera mi cuerpo con rabia por haber sido descubierta. Sé, porque el médico me lo dijo, que pronto necesitaré morfina y esto me asusta tanto que siento ganas de llorar, aunque nunca lo había hecho; creo que ni siquiera de pequeño. Recuerdo una vez que mi padre me castigó por gimotear al caerme y dañarme una rodilla, “los niños no lloran, sólo lo hacen las niñas” me gritó a la vez que con la mano me daba un fuerte cachete en la cabeza, y dejé de hacerlo. Hasta ahora en que lo necesito, porque ahora soy un moribundo.

El doctor ha sido muy sincero y yo le he odiado como nunca lo había hecho con nadie; me ha informado, con estudiada frialdad, que como mucho puedo llegar a vivir seis meses. ¿Por qué intentaba poner cara de pena cuando se nota que está acostumbrado a la muerte de los demás? ¡Seis meses! ¡Me quedan escasos meses de vida! ¿Y qué mierdas hago yo en ese corto y doloroso tiempo?

Han pasado dos días y sigo en el mismo estado de consternación. No he comido, sólo me he mantenido a base de agua y de grises y negros pensamientos. Me siento débil de cuerpo y de mente. Yo, que siempre he sido un hombre, en mi opinión, poderoso; que he tenido en mis decisiones incluso la vida de mucha gente en mis manos y que nunca he vacilado en tomarlas. Yo, ¡maldita sea! Que siempre me adelantaba a los acontecimientos que se iban sucediendo e incluso marcaba el ritmo que yo deseaba, ¡ahora no sabía que hacer! Me encontraba aturdido, mi mente intentaba escapar de mi enfermo cuerpo, huyendo del mal que me corroía. ¡No había escapatoria ni esperanza! Pero seguía luchando e intentaba hallar respuesta para salir, huir de la realidad: ¡iba a morir en seis meses!

Tenía amistades, gente que me quería, que debería estarme agradecida… ¡Oh, no! ¡Qué horrible es volver la vista atrás de la vida! Por eso odio el pasado, porque es el único que te muestra la más cruda realidad y ésta, la mayor parte de las veces, es decepcionante. Amistades de verdad, por mucho que repaso rostros y nombres, no encuentro ninguno en quien pudiera apoyarme en estos amargos momentos; en los ojos de todos y cada uno de ellos siempre he leído el miedo que sentían hacia mí. Familia no me queda ninguna y gente agradecida no creo que exista porque nada he hecho desinteresadamente, así que debo reconocer que estoy solo, completa y absolutamente solo. No tengo ni siquiera el cómodo recurso de pedir misericordia a Dios, por la sencilla razón de que no creo en Él.

Anoche, sentado delante del televisor, mirando sin ver, escuché una frase que se sentó a mi lado en la butaca de mi casa: “Pídeme lo que desees: dinero, amor, inmortalidad”. Y entonces mi yo despertó sobresaltado. Estaban poniendo una película de la que no conocía ni el título, pero los dos personajes que hablaban eran, por una parte, un pobre hombre desesperado y por la otra un individuo repelente, de mirada aviesa que se presentó como el diablo. Y a medida que veía la película se iba abriendo una rendija de esperanza en mi existencia: ¿podría intentarlo? Era una locura, una auténtica estupidez que se topaba con mi manera lógica de ser; pero la desesperanza es un motor que pone en marcha engranajes abocados a la inmovilidad.

Y pasaron los días velozmente; librerías, bibliotecas, investigadores y adoradores de Satanás, e incluso sacerdotes católicos pasaron por mi vida y quedé subyugado. Había muchos casos en los que la aparición demoníaca había sido una realidad; incluso los sacerdotes estuvieron de acuerdo con ello. Pero fue en internet donde contacté con un hombre llamado Philip y él me explicó la manera de comunicarme con el Ángel del Mal. Me informó de que tuviera mucho cuidado porque siempre intentaba engañar a los incautos que se ponían en sus manos. Comunicarte con alguien por internet es parecido a hablar por teléfono, pero existe un sentimiento de recibir siempre respuestas verdaderas, como si el ordenador no pudiera mentirte, sin darnos cuenta de que la maquina es utilizada por otro hombre como nosotros, con todas sus maldades, y que se ampara en el anonimato que le concede un frío mecanismo. Y yo caí en la trampa maquiavélicamente urdida, ya que mi mente concedió al ancestral diablo la posibilidad de utilizar el moderno ordenador para sus planes.

Conseguí contactar físicamente con Satanás después de una larga y espectacular sesión de signos y ceremonias extrañas, de las que yo, hacía pocos días, me hubiera burlado. Mi asombro fue superior a mi curiosidad: el diablo, el demonio, Satanás, como quiera llamarse, era un joven de gran belleza, de facciones regulares, cabellos rubios suavemente ondulados, ojos grises profundos e insondables, alto y musculoso; su voz era melodiosa y atrayente y me sentí profundamente atraído por él; cuando hablaba me envolvía y sentía la necesidad de aceptar todo lo que me propusiera y sólo mi fuerza de voluntad impidió que me dejase arrastrar por sus palabras.
—¿Por qué quieres hablar conmigo? ¿Por qué me llamas? —preguntó con dulzura, como si fuera lo más natural del mundo.

Tardé en contestar, subyugado por su voz y su presencia perturbadora.
—Tengo cáncer y no quiero morir —respondí en voz baja sin poder apartar mi mirada de su sonriente rostro.
—¿Y crees que yo te puedo ayudar? —preguntó con leve ironía.
—No lo sé —respondí con sinceridad—, pero no tengo más opciones. —¿Cómo qué no? ¿Acaso no crees en Dios? Él te podría ayudar más que yo; es Todopoderoso.
—No creo en Él —respondí inquieto.
—Es ilógico que creas en mí y sin embargo no creas en Él.
—Tienes razón, pero nunca he oído de sesiones o ceremonias para hablar con Dios; de ti, sin embargo, sí —contesté con rapidez mientras mi cabeza luchaba por no dejarme engañar de tan inquietante personaje.
—Me gusta lo que me dices, no eres de esos que se titulan ellos mismos mis adoradores y que no tienen ni idea de quien soy en realidad. Yo te aseguro que Dios existe, pero es demasiado todopoderoso como para rebajarse a vuestra insignificante altura. Sin embargo, mírame a mí, con un simple deseo tuyo aquí me tienes, deseando ayudarte. Para que veas mi sinceridad te confesaré, “que odiosa palabra”; bien, te confesaré que no era necesario hacer muchas ceremonias para que me presentara y debo decirte que no son en absoluto necesarias, pero me divierte —rio con suavidad—. La verdad es que soy un poco rebuscado.

Volvió a reír y, a través de esa risa, en apariencia dulce, me pareció adivinar un trasfondo de maldad extrema y supe que iba a intentar engañarme. Mi mente comenzó a analizar la situación para saber hacer mi petición de la forma más adecuada y sobre todo exigir condiciones para que no me engañase. Satanás se adelantó a mis pensamientos.
—Pero veamos el motivo de tu llamada. ¿Qué deseas de mí? —dijo sin dejar de sonreír.

Ya más animado, contesté:
—Deseo la inmortalidad.
—Lo lamento, pero yo no puedo concederte la inmortalidad; sólo quien tú sabes y que a mí no me apetece nombrar es quien tiene ese poder, aunque no lo ejercitará nunca. Sin embargo, puedo hacer un pacto contigo y es el de concederte todos los años de vida que me pidas, los que tu quieras.

Me quedé pensando: antes de la maldita enfermedad mi vida útil no iría más allá de cincuenta años, así que la posibilidad de obtener miles de años me llenó de alegría. Me imaginé la enorme cantidad de poder que podría acumular. Borré mis pensamientos, como si una ráfaga de aire hubiera sacudido mi cabeza, al darme cuenta de que Satanás me miraba sonriente y que seguramente podría saber lo que pensaba.
—Desearía vivir diez mil años —aventuré nervioso al pensar en la enorme cantidad de años que pedía, pero para mi sorpresa su sonrisa no abandonó su rostro. Me atreví a aumentar la cifra—. Perdón, me he equivocado, te pido veinte mil.
—Muy bien, te los concedo —respondió para evitar el que yo siguiera aumentando la cifra.
—Sé que te vanaglorias de engañar a los mortales y yo no deseo que eso suceda conmigo, necesito que me concedas varias condiciones.
—Te concedo cuatro, sean las que sean —dijo mirándome fijamente con sus grises ojos.

No tuve que pensar demasiado porque las tenía meditadas.
—La primera condición es que deseo estar siempre física y mentalmente en perfecto estado de salud.
—Me parece justo, ¿qué más?
—La segunda es que no deseo envejecer.
—Estaba seguro de que la pedirías.

Sentía la lengua seca y el corazón latiendo con fuerza en mi pecho.
—La tercera —pude seguir hablando, aunque seguramente se dio cuenta que la voz me temblaba—, la tercera es que quiero el máximo poder —más animado al ver su cabeza asintiendo aumente la tercera condición —y ser dueño del mundo.
—Lo tendrás y lo serás.

El corazón volvió a latir con rapidez en mi pecho porque me quedaba la última condición, la más importante y la que era mi jugada maestra.
—¿Y la cuarta? Hasta ahora conseguir lo que me pides es fácil para mí.
—Mi última condición es que no me engañes en nada —dije a la vez que mi corazón y mi respiración se detuvieron expectantes.

Se quedó pensando por unos breves momentos. Yo temblé ante la posibilidad de que no aceptara, pero respondió:
—Te prometo que no haré nada que vaya contra ti ni te mentiré. ¿Algo más?

Solté el aire retenido y mi corazón volvió a latir galopante.
—Nada más.

Entonces se acercó con lentitud y acercando su boca a mi oreja izquierda me dijo con suavidad:
—¿Sabes que pasados esos años tu alma será mía?
—Por supuesto lo esperaba —respondí temblándome la voz.
—Entonces ¿Sellamos nuestro pacto? —dijo extendiendo la mano para estrechar la mía. Sin pensarlo más se la estreché y al hacerlo una terrible fuerza me inundó y me sentí fuerte y poderoso, el dolor desapareció y dentro de mí creció un poder único que nunca había sentido y supe que lo había conseguido y me sentí inmensamente feliz: ¡había conseguido sobrevivir!

* * * *

Han pasado muchos años, cuatrocientos, ¿o han sido mil? Mi cabeza no discurre con normalidad, soy el amo del mundo, todo es mío, ¡Todo es para mí! Todos los países, el oro, las piedras preciosas, ¡todo es mío! Y sin embargo no deseo vivir. Daría todo lo que tengo por hablar con alguien, por tener cerca una mujer; me bastaría con un miserable perro o incluso una sucia rata. No me vuelvo loco porque mi mente está siempre lúcida como me prometió Satanás; porque no me engañó, ¡no! Sólo omitió un pequeño detalle que él sabía: que sesenta años más adelante, una nave de la Nasa que había conseguido llegar a un satélite de Júpiter, trajo a la tierra una bacteria tan mortal que mutaba cada hora y a la que no se pudo atacar de ninguna forma. Mató toda forma de vida animal menos a mí. Y ahora, ¡estoy absolutamente solo por miles de años! No puedo suicidarme, aunque lo he intentado varias veces y de varias formas, pero siempre he vuelto a la vida y sólo he conseguido: ¡DOLOR!

Pero lo peor de todo, lo que más me martiriza y aterroriza es vivir pensando en que cuando por fin consiga acabar mi delirante vida: ¡QUÉ ESPANTO ME AGUARDARÁ!

FIN

Ángel Montes Valero, España © 2021

angelmontesvalero@yahoo.es

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