Susana del Carmen Palmírez Poro, se repetía una y otra vez y su nombre le parecía extraño. "Susi, me dicen de cariño." ¿Cuál cariño, cuál "me dicen", si ella misma se había puesto el sobrenombre para adelgazar esos sustantivos tan pesados? "Como si bajara la panza adelgazando el nombre" se reprochaba y sus pensamientos regresaban a la oficina, que por última vez había dejado; recordaba el rostro de su jefe exigiendo su renuncia, las caras largas de sus compañeros, su cajón de tantos años, del que sólo le habían permitido llevarse el billete de lotería. El billete más triste de su vida.
Un par de lamentos lejanos distrajeron su atención. Un hombre lloraba sobre el cadáver de su perro, atropellado junto al camellón. "Mejor me hubieran atropellado a mí", pensó ella al cruzar la calle hasta el expendio de billetes de lotería. Más por costumbre que con alguna ilusión, buscó la manta con los resultados del sorteo. Revisó la fecha. Su mirada incrédula acarició cada una de las cifras del premio mayor, que embonaban tan bien en su billete. Se rascó la cabeza largamente hasta desbordarse en un "¡Soy yo, ésta soy yo!" y ya no supo más de sí de tanta euforia. "!Me la saqué, yo me la saqué!" y se le olvidaron la gordura, el desempleo, la soltería y los demás complejos.
Susana del Carmen (Susi, como le llamaban de cariño) entró gritando a la estación de metro, con la firme convicción de que era esa la última vez en su vida que abordaría el metro.
Mis manos sin fuerza apenas sostenían la hoja con los resultados del análisis. Un cielo gris cubría esta maldita ciudad, esta sidosa ciudad. Y yo odiaba a los vendedores ambulantes, odiaba al viejo del camellón, que se lamentaba por su perro atropellado. Un perro atropellado. ¡Carajo, señor, le cambio su perro por el virus de mi sangre! Le cambio su perro por los gritos de mi padre, por el llanto de mi madre, por la angustia de mi novia, por el rechazo de mis amigos.Memo
¿Qué hacer cuando sabes que las buenas conciencias juzgarán tu sangre envenenada? Buscar en tu memoria, buscar el virus, buscar el momento, buscar esas caricias contagiadas que te trajeron el infierno. Me quitaron la eternidad entre humedades y gemidos. Me quitaron el vicio, el placer, la ilusión, dejando tan sólo esta memoria podrida. Me han corrido de la vida, me despidieron del tren cotidiano, me echaron a la calle con un papel en la mano. Este pinche papel --Guillermo Isaac de la Barca Nona, ¿quién es ese cabrón?-- para que no se me olvide que soy seropositivo. Para que nunca se me olvide. No te mezcles con nosotros, no te acerques, no nos quieras, no nos busques.
Se acabó, pensé antes de entrar al andén. Se acabó, no sufriré más, no padeceré el rechazo, nadie se enterará. Se aventó al metro, dirán todos, y se arrepentirán de cualquier cosa. Se acabó, pensé, seguro de que nunca más pisaría una estación de metro. Nunca mi madre, nunca mi padre, nunca más mi novia. Nadie más, nunca más.
Llegué hasta el andén, escuché el sonido de muerte del convoy, cerré los ojos, sentí una última lágrima corriendo por mejilla, y cuando estaba a punto de saltar... tu mano sobre la mía, tu sonrisa absurda sobre mi rostro. "Nada es tan grave, nada es tan grave" dijiste y me tomaste por el brazo. Cuanto te odié en ese instante. Te odié tanto que rompí en reproches, que cayeron fríos como lágrimas en tu regazo.
Al subir las escaleras para llegar a su departamento, Susi observa el paso cansado del joven, su mirada perdida, quizá ni siquiera está consciente de lo que le sucede. Pararon un momento en el rellano. El reflejo del día, que empezaba a despejar, caía lateralmente sobre el rostro del joven, que la miraba sin mirarla. "Si me aventara a un precipicio, seguro me seguía" pensó ella, y el reflejo desamparado desapareció de su rostro. "Vamos Guillermo, no falta mucho" le dijo a ese par de ojos de perro todavía mojados.
Me pides que no te odie. No con tu voz. Con tu rostro. Con tus manos. Con el té que me acercas maternalmente. Y no te odio. No te odio. El calor en mis labios me regresa del andén. Me saca del marasmo. Observo tu casa. Tus plantas. Tus muebles. No son necesarias las preguntas.Memo
Tu gato se rasca la espalda en mis pantorrillas. Es rechoncho, como tú. Lleva años contigo, lo sé por cómo mira. Susana, Susana del Carmen, leo en las letras que cuelgan del muro. Me gusta tu nombre, lo saboreo sin que me oigas.
Una corriente de aire frío rasguña mi espalda. Cierras la ventana. Sin palabra alguna. En un diálogo de mudos, que me hace saber que no estoy solo, que aún alguien me queda. Nunca más lo olvidaría. Ni en los peores momentos del sarcoma. Ese calor, Susana del Carmen, ese calor en la mirada, en el tacto, en el abrazo. Ese calor me curaba.
Después de varias horas de mirarnos, sin siquiera percibirlo, sentí tus brazos rodeando mi cuello, y tu voz cálida de madre entrando de puntitas en mis oídos... "Nada es tan grave... nada"
Me corrieron de la casa. Nadie comprendió. Todos se alejaron. Me gritaron tantas cosas. Homosexual, drogadicto, promiscuo, depravado. Ni de mis hermanos me pude despedir. Ya el sarcoma era mi segunda piel. A la abuela le dijeron que había huido de la casa. En pocas palabras, me pidieron cortésmente que me fuera a morir lejos del "hogar".Memo
Después de la cuenta mensual de leucocitos, llegué a vivir a tu casa. Finalmente estaba donde quería estar. Si en algún sitio quería morir era junto a ti, Susana del Carmen. Junto a ti. No te importaba el sarcoma, ni la tos nocturna, ni la palidez de mi piel. Yo sabía, Susana del Carmen, que estabas entregando lo que nadie quiso nunca recibir. Te juro que sentía tu compasión transformándose en miedo cuando me bañabas. Miedo a que tus labios de otoño se acercaran a los míos, miedo de no resistir y besarme y abrazarme y contagiarte tú también. Yo también quería, Susana del Carmen, pero cómo decirte que mi fuerza era cada vez menos, que el tacto ya no me respondía, que mi cuerpo era un tren a punto de descarrilar. Cómo aceptar que deseaba compartir la podredumbre de mi piel, deseaba que murieras conmigo, aunque fuera sólo una vez.
Por eso lloré, Susana del Carmen, cuando vi tu rostro lívido, pendiente del televisor. Lo entendí perfectamente al ver las cifras de la tele coincidir con las de tu billete.
La tercera vez no destapamos champán, no bailamos, no nos emborrachamos juntos. Los judiciales llegaron tumbando la reja, tumbando la puerta, y te llevaron sin explicación alguna. A mí me interrogaron toda la noche, y por más que les decía que cuál era el problema en que alguien se sacara por tercera vez la lotería, no me escuchaban. No escucharon mis lamentos ni mis sollozos ni mi tos de muerto y me pusieron en un taxi, una madrugada helada en que yo te extrañaba como nunca.
Susana, Susana del Carmen, repetía como rezando, como invocando a esa magia que te había dado tres premios, para que te trajera de nuevo junto a mí. Pero no regresaste, Susana del Carmen, y yo temí que fuera a morir sin verte siquiera una vez más. Me quedé solo. Con tus gatos. Con el sarcoma. Con la terrible oscuridad que se apoderaba de la casa, que la hacía más grande conforme pasaban los días, conforme crecía tu ausencia. Susana, Susana del Carmen, cuánto te extraño.
Pero la estancia en prisión fue para ella algo más que el infierno. Si bien el dinero la libró de las perversiones que suelen padecer los nuevos internos, no fue suficiente para detener los dolores de cabeza que la torturaban casi a diario. Como si la ira acumulada contra el destino se le hubiese instalado un poquito abajo de la nuca, para carcomer sus noches entre espasmos de dolor.
Memo la visitaba una vez al mes. Le llevaba comida y un poco de consuelo. Pero el dolor, que Susi interpretaba como ansia de libertad, no la abandonaba. Probaron todo tipo de tratamiento; médicos, homeópatas y hasta brujos visitaron la prisión. Sin embargo Susi no mejoró. Por el contrario, permanecía inmóvil día y noche, como dialogando en silencio con el dolor. Evitaba tanto el movimiento como la luz, por eso no se percató de la puerta que se abría ni del custodio que la tomaba por el brazo, para entregarla a Memo con muchos kilos menos, y la sentencia lapidaria: "Ha sido usted absuelta de toda culpabilidad."
Me heredaste todo. No me besaste, no me abrazaste, sólo dijiste al chofer "para con el abogado" y fingiste dormir. Como si te hubieran cambiado por otra. No creas que no conocía tu dolor Susana del Carmen, si ya para entonces mi piel era un hilacho de costras cancerosas. Pero no te importó Susana, y cada que lo recuerdo me sorprendo de esa comunicación tan perfecta que había entre nosotros, pues con sólo con observar tu semblante comprendí que morirías antes que yo.Memo
Sí, Susana del Carmen, lo adiviné tan pronto te acercaste esa noche sin que yo notara tu presencia. Me abrazaste, me besaste como si nadie se estuviera muriendo, y cuando sentí tu cuerpo desnudo sobre el mío, tu piel sobre mis costras, me tragué todas las preguntas, todos los remordimientos. Recordé entonces tu mano sobre la mía, tu sonrisa enjugando mi rostro en aquel andén. "Nada es tan grave, nada es tan grave" y me besaste otra vez.
Por una noche el dolor te abandonó, por una noche el virus se olvidó de carcomer mi cuerpo. Por una noche fuimos lo que siempre quisimos ser: un par de almas libres de dolor. Nos amamos tantas veces como amantes habías deseado tener. Inventamos todas las variantes posibles del amor. Cuando el amanecer cayó sobre nosotros, regresándote a ti el dolor y a mí la enfermedad, me dediqué a cuidarte con la misma devoción con que tú lo hacías conmigo. Incluso mi salud mejoró un poco, como si mi cuerpo rindiera homenaje a tu muerte inminente. Y te fuiste Susana del Carmen. Te fuiste. Te enterré una tarde nublada. Te enterramos los gatos y yo. Tan nublada como la tarde en que nos conocimos. Apenas tu cuerpo descendía a las entrañas de la tierra cuando de reojo vi mis manos. Mi piel. Estaba limpia. Mi cuerpo se había quitado el sombrero ante tu cadáver, y el sarcoma había desaparecido. Estoy soñando, pensé, y regresé a la casa. Con los gatos. A extrañarte otra vez, ahora para siempre.
Memo enterró a Susi una tarde gris. Después del funeral, una tormenta de sollozos azotó todos los rincones de la habitación.
"Muerto, debería estar muerto señorita" grité casi reclamando. "Pues yo no sé, aquí tiene los resultados de la cuenta de leucocitos, del examen de sangre y de sus dosis de AZT. No hay rastro del VIH en su sangre". Y cuando menos deseos tenía de vivir, resulta que el Sida ha desaparecido de mi cuerpo. ¿Lo puedes creer Susana del Carmen? No sé por qué pero me abalancé sobre la enfermera. Cualquiera se hubiera desmayado de tanto gozo, pero yo sólo pensaba en ti. Quería alcanzarte, quería que volvieras a estar junto a mí. Quería que me regresaran la muerte que tanto me habían prometido.Memo
Me llevó algún tiempo recuperar la costumbre de estar sano. Me fui haciendo a la idea de vivir otra vez. Por eso he venido a verte el día de hoy. Espero no te moleste, te hice una florecita con un billete de lotería que compré en la esquina. El otro cachito lo guardo en mi bolso. Me gusta pensar que nos ganamos la lotería, y celebramos como aquella segunda vez.
No te preocupes, yo le pago al enterrador para que mantenga tu tumba con flores frescas. Y hoy le voy a pagar para que también riegue tu flor de papel (¡je!). Te mandan saludos los gatos. Ramsés está un poco enfermo (ya ves lo glotón que se ha vuelto desde tu partida), pero espero traerlo muy pronto. Cuídate Susana del Carmen. Te quiero. Adiós.
soñé con un péndulo susana. Un péndulo del que colgaba un cerebro. Y en su oscilar tejía en el aire una palabra, suave y silenciosa de un lado, misteriosa y monumental del otro. Suerte. Muerte. Suerte. Muerte.Memo
Jorge Harmodio Juárez, México © 1996
harmodio@hotmail.com
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