Esos eran los consejos de su padre. Tomó su desteñido bolso y lo colgó del hombro mientras apretaba muy fuerte la bolsa que traía colgada de su cuello. Eran todo su bagaje y, en la otra mano, otro bolso que contenía todos sus tesoros, sus libros.
Había llegado con un mandato, era responsable de cumplirlo.
Palpó en su bolsillo interior, sintió el sonido de la bolsita de plástico. La marea de la estación Retiro lo arrastraba sin dejarlo hurgar y sacar la dirección que le había dado su padre. Las voces gritonas lo mareaban.
En su pueblo, el hablar es en voz calma y de tonos bajos. Estos, en cambio, eran los sonidos de la gran ciudad. Se apoyó en la pared, y sacó el papel escrito en simple letras cursivas, grandes, bien grandes, desplegó la hoja. Ahí estaba:
“Brasil 1331, preguntar por Doña Celeste. Bajar del micro y buscar el subte que te llevará a la estación Constitución.”
Dobló celosamente cada pliego, respetando los cuartos ya dibujados, evitando que se estropeé el papel. Tuvo cuidado de que no se le cayeran los documentos, metió todo en el bolsillo de su nueva campera, regalo de los hermanos; la bolsa multicolor que pendía de su cuello pasó también al interior de la campera en la que portaba el diploma y documentos de recomendación para la universidad. Apenas dio unos pasos, el gentío lo impulsó hacia la calle, quedó sordo ante el ulular de una sirena, las bocinas y más voces que hablaban sobre su cabeza. Se acercó a una mujer que vendía zapatillas, medias y calzones. Un tablón y dos caballetes oficiaban de mostrador, un crío pendía de una teta y dos dormían dentro de cajas de cartón. El frío apuraba el paso, ella zapateaba contra el piso. Le hizo la pregunta y respondió con calma haciéndole saber donde estaba el subte. Camino hasta el interior de la estación y una boca calurosa y maloliente lo tragó, los apretujones no le daban descanso y así lo metieron en un vagón. El sudor brotó de sus negras patillas, pero no abrió la campera: llevaba su destino y la dirección. Cambió el bolso del hombro hacia el pecho y apretó sus pertenencias con la fuerza que sus ancestros le marcaron. Traía poca ropa y muchas esperanzas, y su carga más pesada era cumplir con la promesa hecha: recibirse de doctor y buscar rápido un trabajo para sostenerse en la gran ciudad.
Las estaciones pasaban rápido a su vista y no distinguía ni los nombres, pero supo dónde bajar, el gentío lo sacó de un solo empujón, le dio la sensación de no tocar el suelo, sus pies parecían suspendidos. Escuchó: “hijo de puta, me robaste”, la estampida lo abandonó y quedó solo en la estación Constitución. No bien salió a la luz de la calle elevó la vista y la sostuvo contemplando el cielo azul. No era el mismo, pero debería acostumbrarse, esto no era “Imará”, su pueblo natal.
Eligió un puesto de diarios para confirmar si estaba en el lugar indicado. Desplegó el papel con los datos de la pensión.
—¡Buenos días!, ¿podría indicarme cómo llegar a esta dirección?
—¡Buen día, pibe!, a ver... —se rascó la cabeza y cotejó la misma con otro que estaba sentado a su lado—. Che, ¿esta no es la pensión de la Celeste? —ambos se miraron y, aquietando la rascada, el diariero contestó—: Pibe, desde que se incendió, en esta pensión pasan cosas raras.
Sólo quiero que me diga cómo llegar —completó en tono bajo.
—Como vos digas, de aquí caminá hasta la primera calle y de ahí dos para arriba, ¿entendiste?, ¿no sos de aquí, verdad?
—No, señor, gracias por su ayuda —apretó el paso y, como le había revelado su padre, “da pocas explicaciones, allí en la ciudad son bastantes pícaros con los del interior, hablá poco y comentá menos”.
Parado frente a la fachada, observó el frente del edificio, cotejó la dirección, era ahí. Constaba de dos pisos; en el último todavía se podía ver los resabios del incendio. Su corazón latía con fuerzas, pisó cada peldaño de viejo mármol, otrora blanco mostraba en cada escalón las hendiduras gastadas por los pasos de antaño. Una gran sala lo recibió con sillones de fundas manchadas de color ocre; una gran ventana de vitreaux de trozos rojos y amarillos, a la que le faltaban pedazos de azules, daba a la calle por donde había llegado. Detrás de él, una puerta de hierro y vidrio de dos hojas y, por la ausencia de más vidrios de colores, se dejaba ver un corredor. A la derecha, un patio y a la izquierda, puertas.
Tocó una campanilla destartalada y, en algún momento, de pulido bronce. Esperó. Volvió a hacerla sonar y, otra vez, quedó a la espera de quien lo iría a recibir. Al no ser atendido, se sentó en uno de los sillones que elevó una polvareda de hollines. Apoyó en el suelo su bolso de lona. Y se estuvo quedo.
Pasaron unos diez minutos y vio salir a un hombre mayor, quien vociferaba acerca de la locura de La Celeste. La escalera lo hizo bajar de prisa, ya que resbaló, y sus pertenencias se habían desparramado; sus vocablos eran cada vez más complejos y desaforados. Una joven pareja que subía, lo ayudó con sus petates y vieron cómo el anciano desaparecía calle abajo. Miraron luego al nuevo, boquiabierto y con expresión dubitativa. Le indicaron no le diera importancia. “Don Camilo no es un mal hombre, se ha cansado de la pensión. Acá pasan cosas raras; algunos no las tenemos en cuenta; otros salen espantados.” Lo llevaron hacia dentro y lo dejaron en la cocina, diciendo:
—¡Esperá aquí!, ya va a venir la Celeste, servite unos mates. ¿Cómo te llamás? —sin dejarle contestar, la joven le dio su nombre y el de su pareja:— Nosotros somos La Pepa y El Mariano. ¿Vos?
—Anselmo —dijo mientras quedaba solo y sin ser escuchado.
Puso el bolso sobre una de las sillas, colgó la campera en el respaldo, dejándose la bolsa multicolor colgada al cuello. Se acercó a la cocina y preparó mate, tomó una hogaza de pan. Tenía hambre, eran las once de la mañana. Una vieja, arrastrando los pies, sacó de una bolsa verduras y, sin despegar sus labios, emprendió la tarea de lavarlas, cortarlas, prendió el fuego de otra hornalla y apoyó una sucia olla de aluminio. Mientras el agua se calentaba, tiró dentro las verduras, le echó sal gruesa y lenta, muy lentamente, fue hasta la heladera Siam (la marca sólo pendía de un lado, por lo tanto para leerla, había que ladear la cabeza). Sacó unos trozos de carne los que, con manos hábiles y rugosas, cortó en varios pedazos. Corrió una silla con la punta del pie, lo miró fijo y le demandó un mate bien caliente:
—¡Nada de lava tripas!, lo quiero caliente —la vieja frunció los labios de una boca de pocos dientes y le dio una chupada sonora, devolvió el mate y sonriendo, argumentó—: ¡bien!, parece que de hacer mate, entiende, ¡nos vamos a llevar bien!. ¡Usted debe ser el mocoso que espera La Celeste! Ya viene, está limpiando la pieza del segundo piso, el poeta se fue, no aguanta oír cantar a La Celeste. ¡Pero hable, diga algo!, ¿es mudo?
—No señora, no quise interrumpirla, me llamo Anselmo.
Yo soy La China, mi nombre no me gusta, por lo tanto todos me dicen así y vos, chango, ¿qué venís a hacer aquí tan lejos de tus pagos?
—Medicina, vengo a estudiar y La Celeste conoce gente en el
hospital de niños, me voy a poner a trabajar.
—Mira vos, ¡qué coraje! Muy bien, muchacho, haga de cuenta que soy su abuela y un zurcido o sopa los hago muy bien. Mi pieza queda cerca de la cocina, por mis piernas, nada de bajar escaleras. Ahí viene La Celeste, le va a dar gusto que hayas llegado, hablaba de vos siempre, del hijo del primo segundo.
No bien Celeste entró a la cocina, Anselmo se puso de pie, le tomó la mano, y le besó con respeto ambas mejillas. Ella, con gesto rápido, se desprendió y agarro la pava; volviéndola sobre la hornalla. El diálogo se hizo lento, entre miradas y silencios. Le comentó que su cuarto iba a ser el del poeta; “se fue enojado pero va a volver, ¡¿dónde va a conseguir algo barato y de rica sopa?!”
Lo acompañó al cuarto. Era sencillo: una mesa debajo de la ventana, una silla roja, una simple cama con manta azul, de esas de la quebrada. La acarició; algo del terruño se asomaba. Un simple ropón para guardar la ropa. La Celeste le dijo que a la una se almorzaba, luego silencio a la hora de la siesta. Cerró la puerta, buscó un hueco en el piso para guardar la plata, lo encontró debajo de la cama. Puso en las perchas las pocas prendas que tenía y, sobre la mesa escritorio, los libros que el doctor del pueblo le había dado. El cuaderno y la bolsa multicolor las colgó de la falleba de la puerta ventana.
Un rayo de sol entibiaba el ambiente, colocó los zapatos derechitos debajo de la mesa. Y se recostó cerrando sus ojos, los pensamientos jugaban la ronda. ¡Cuántas cosas para hacer y cuánto tiempo para aprender! No bien puso la cabeza sobre la almohada, las risas y llantos se forjaron en sus oídos. Unos golpes sobre la pared lo alertaban de que alguien en la pieza de al lado había. Oyó corridas y golpes de ventanas, pero no se atrevió a hacer nada; cada uno en su cuarto hacía su mundo. Al cabo de un rato, con ruidos huecos, se durmió.
Un suave golpeteo en la puerta lo puso alerta:
—Oye, muchacho, soy La Pepa, es hora de ir a la cocina, todos
comemos a la misma hora, ¡bajá!
Despejó su mente y recordó dónde se encontraba, su mirada reconoció su pieza, se calzó los zapatos y se asomó al pasillo. Al fondo del largo corredor se veía el baño, corrió a él con la toalla en la mano, hizo sus necesidades básicas, se enjuagó la cara y las manos y anduvo alegre escaleras abajo. El aroma de la sopa de verduras impregnaba todo. Se dejó indicar el lugar que, de aquí en más, seria su sitio para las comidas. La China y La Celeste ocupaban las cabeceras de la mesa. La Celeste llevaba un vestido negro y sus cabellos atados muy ajustados en una cola de caballo, tenía unos cuarenta y cinco, era delgada y de tez mate; sus ojos rasgados como los de El Anselmo insinuaban el parentesco. Sus manos se agitaban como mariposas revoleteando sobre la mesa, repartía los platos de pesada losa marfil, las cucharas y un trozo de pan. La Pepa, con cara de boba, sólo miraba a El Mariano. También había dos viejas de rosadas caras y vestidos alegres y dos lugares vacíos con los platos servidos. Observó, pero no dijo nada, ni nadie objeto el hueco. La comida fue ruidosa entre los golpes de las cucharas, las risas de La Pepa y las preguntas de la vieja China. Más tarde se enteró de que las otras convidadas eran hermanas, Rosa María y María Rosa, así bautizadas por su abuela y su madre. ¡Costumbres!, se dijo y volvió a aceptar a los personajes de la pensión de La Celeste; ese iba a ser su hogar por muchos años.
Entre todos lavaron los platos, barrieron el piso de rojos mosaicos descoloridos y partidos. Una de las hermanas sacó las cartas de chinchón y lo invitó a unirse a ellas.
Celeste le indicó que debía conversar con él por el trabajo del hospital. Caminó detrás de ella, sin preguntar. Entraron a una gran habitación con una cama grande cerca de la ventana; en una de las mesas de luz, muchas fotos y flores de plástico. Y del otro lado, dos sillones en los que habían sentado muñecos limpitos. Los sacó y le ordenó que se sentara. Extrajo un sobre marrón y los papeles fueron cayendo sobre una mesa negra que estaba entre ellos. Se escaparon unas fotos de niños que guardó en forma instantánea. Le estiró un papel y le recomendó guardarlo bien, eran los datos de la persona que debía ver en el hospital:
–Él te dará el trabajo —luego se levantó y enchufó un calentador, tiró unos yuyos al jarro, repartió el contenido y lo convidó con los yuyos serranos. Charlaron de todo durante dos horas, luego le pidió que la dejase; a ella le gustaba rezar el rosario a esas horas.
Subió las escaleras y se encaminó a su cuarto del segundo piso; pero antes apoyó el oído en la puerta de al lado. Para su asombro, ruidos de cosas rodando y llantos. No pensó, se fue al cuarto a meditar los dichos de la Celeste en la charla mantenida. Pasó la tarde estudiando hasta el atardecer. En la puerta del baño se encontró con Mariano, quien le preguntó:
—¿Cómo te llevas con tus vecinos? Según don Camilo, son
insoportables, nosotros con la Pepa ponemos música y no oímos nada, ya se fueron varios de esa pieza que te han dado.
Los he oído, pero ¿cuándo salen?
—La Celeste dice que de noche, que no quieren ser molestados y, bueno, ella es la dueña, sabrá cómo manejar a sus inquilinos.
Todas las noches, la misma historia. Griterío insoportable, discusiones, chicos llorando. Muchas veces, por el impulso que le provocaba la indignación, le hubiese gustado golpearles la puerta, se frenaba cuando recordaba las palabras de despedida de su papá “No te metas con nadie, mirá que la gente de la Capital no es como nosotros”. Entonces se quedaba en la habitación tratando de deducir cuál era la situación de la pieza de al lado.
Decidió convertirse en detective para averiguar qué era lo que pasaba. El plan era espiar el cuarto durante la mañana. Dedujo que en ese momento no había nadie debido al silencio reinante habitualmente a esas horas.
Serían como las diez de la mañana del jueves, el único día que no trabaja en el hospital; cuando intentó probar con la llave y abrir la puerta de la pieza contigua, vio, sorprendido, que no hacía falta, la cerradura estaba abierta. Al principio dudó y tuvo miedo ¿Acaso no le habían echado llave a la puerta en forma adrede? Después se dijo que era una tontería y entró. Quedó paralizado. No había muebles en el cuarto. Cortinas color bordó cubrían tres paredes y en la cuarta colgaba un enorme crucifijo de madera. Lo primero que pensó fue que se había equivocado de cuarto. Quizás los ruidos venían de otra pieza, pero recordó los golpes en la pared. Miró el piso y verificó que era antiguo, de listones de pinotea, igual al suyo. Caminó para verificar si su caminar era el mismo que escuchaba en su habitación. Habló en voz alta.
—Hola... Hola... –La voz se perdía como en un túnel, se oía un eco atenuado como si las dimensiones fueran mucho más grandes que las que marcaban las paredes. Confundido salió al pasillo y cerró la puerta despacio. Cuando se dio vuelta para volver a la habitación, se encontró cara a cara con Celeste.
—¡Buen día! Anselmo, ¿qué buscás?
Lo sorprendió, ya que no la había oído llegar. Titubeando le comentó que de noche lo perturbaban los ruidos que llegaban desde esa habitación. Lo miró, inclinó su cara levantando los hombros.
—¡Mire usted! Todos los que se alojan en su cuarto me dicen lo mismo, pero esta habitación de aquí –Celeste señaló la puerta– solo la uso yo. Es mi lugar de reflexión y rezo. No me gusta ir a la iglesia, no me gusta el curita. Por lo tanto armé mi lugar. ¿Quiere pasar? Venga entre, no se asuste. Mi Diosito no come a nadie.
Entraron, cerró la puerta y, de repente, la pieza se iluminó. No había tocado nada. Sin embargo salían luces del piso, cada paso que daba se iba iluminando. No habló ni preguntó. La observaba, estaba en éxtasis, sus pies descalzos se iban despegando, abrió los brazos en cruz y un suave murmullo invadió todo. Se dejó caer así no se movía, no deseaba perturbar ni privarse de este momento. Como estudiante, estaba fascinado. Había escuchado en su niñez sobre gente así; es más, su abuela acudía a sesiones místicas como ella les decía, pero jamás le creyó. Hoy, atónito, estaba sumergido en una demostración.
Se escucharon llantos, risas. ¡No pudo descifrar cuánto duró!, pero cuando ella comenzó a cantar, las voces se apagaron y las luces fueron bajando su intensidad. Le oyó decir: “¡Gracias, mi Dios!” Y luego su cuerpo volvió a tocar con suavidad las maderas tibias. Así ella descendió y, tomándolo de la mano, lo ayudó a incorporase.
—¿Vio que no pasa nada?, sólo rezo por mis niños muertos, les hablo despacito, ellos se calman y no me extrañan. ¿Salimos?!... –ella cerró la puerta—. Vamos, lo invito a tomar mate; usted está solo, lejos de la familia, venga, nos haremos compañía —remató Celeste mientras le pasaba el brazo por el cuello de forma amorosa.
Fue pasando la semana, el mes y el año. La Celeste oficiaba de madre, era parca en la palabra, pero pródiga en dar afecto. Después de comer cada noche, iba con ella a su pieza y, con un jarro de yuyos puneños, contaba la historia de su desgracia. Así supo que cuando sus hijos dormían la siesta una tarde de crudo invierno, cayó del brasero una ceniza y comenzó el fuego. Los niños, como travesura, cerraron la puerta con llave, todos golpearon las puertas, pero nadie pudo con ella y sus niños, entre gritos y llantos, se fueron con su tata. El dolor la partió a ella y a su matrimonio; después, mucho después del tiempo del duelo, armó el altar en su memoria. Y canta canciones de niños, coplas nuevas y viejas. Canta fuerte y fuerte porque le sale de las entrañas y para que su voz llegue al cielo y sus angelitos duerman.
Sula Stagnaro, Argentina © 2019
sula610@gmail.com
Sula Stagnaro es una artista plástica, escritora y poeta argentina. Durante mucho tiempo se dedió al mundo de los negocios, siendo su actividad principal la venta, como así también el armado y decoración de stands para ferias y exposiciones nacionales e internacionales. Más tarde volcó su creatividad en el reciclado y pintado de muebles, para darles carácter de piezas únicas. Sus inquietudes artísticas la llevaron luego a estudiar fotografía, especialmente el cuerpo humano, desnudo. Y a comienzos del 2003, necesitó plasmar en pintura lo aprendido, comenzando una intensa búsqueda en el erotismo, el ser y sus fantasías, teniendo en otra época de su vida la necesidad de llegar a la tridimensión, comenzando con el estudio de la escultura de la mano de sus maestros Darlo Klher y Cesar Fioravanti. Realizó muchas exposiciones con su “Conjugando el verbo amar”, una serie de cuadros eróticos haciendo una movida en los años 2003/2005 con perfomans, donde los cuadros eran puestos en escena, mostrando la diferentes formas de amores; fue una movida donde lo hetero y lésbico eran lo escondido. Luego mostró la serie “Los conventillos y su gente”, jugando con sus personajes en tridimensión.
Quebrada por el dolor de una pérdida, su amor, así maltrecha se construyó, y la escritura curó sus heridas. Ahondó en el laberinto de ese ser que la habita, y se halló un blanco papel, escuchando los susurros de sus recuerdos... escribió. Sí, esa era la meta, talleres de escritura, seminarios, abrieron por completo el instinto casi salvaje de explorar todas sus facetas. Editó dos novelas; la primera, Todos conocen su nombre, presentada en la Feria Internacional del libro en el año 2014. Luego, en el año 2018, volvió a la Feria Internacional del Libro con su otra novela, Esa otra mirada. Su escritura es atrapante, dibuja los personajes con la sensualidad y el aroma de la época en que los presenta. Según sus lectores, los atrapa, los retiene en cada renglón con el deseo de leer más. Ha participado en varias antologías.
Lo que la autora nos dijo sobre el cuento:
“La pensión de La Celeste”, narra las peripecias de un joven provinciano, venido desde las más pobres provincias de la Argentina, que deja sus pagos para lograr ser médico. Al arribar a la gran ciudad los ruidos lo ensordecen, lo marean. Una horda humana lo arrastra apenas baja del micro. Intenta oír solo las palabras de su padres, y ser fiel al destino que le han encomendado.
Mareado, camina por la ciudad en busca de la pensión de “La Celeste”, ella le dará cobijo y alojamiento en su vieja pensión. Allí el devenir de los días le hará conocer el misterio y el secreto que guarda esta. Una mujer simple, como simple es la forma en que devela sus dones.
Cantos misteriosos inundan la habitación de Anselmo, risas de niños que no ve de día. Su calma no hace que rehuya el impulso de saber más. Nadie escucha lo que sus oídos perciben, nadie habla en las mañanas de los sucesos nocturnos...
La Celeste será sorprendida, y él quedará perplejo.
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