Querido Javier,
después de tanto tiempo, te preguntarás por qué te escribo. Yo también. Quizá sea una forma de lamerme la herida, o quizá sea la única manera de conseguir pasar página. Me dije que, tal vez, podrías explicarme por qué lo hiciste; mejor dicho, por qué no hiciste lo que cualquier persona normal habría hecho. Aún recuerdo la llamada de Esperanza. Nunca la olvidaré. Reconozco que, al contarme tu decisión, me costó un poco respirar y, siento decirte, que te insulté llamándote «hijo de puta» —que me perdone mi abuela— con tal desesperación, con una rabia... Cuando el sufrimiento es atroz, te vuelves loca. Caminas por la calle como un zombi, confundes el color de los semáforos, las abuelas apartan a sus nietos de ti porque increpas a conductores que han circulado correctamente... Porque no ves, no ves con claridad. Sientes que te han vaciado por dentro y que, después de sacarte las vísceras, te han ido rellenando el cuerpo de piedras, piedras cada vez más pesadas. ¡Cómo anhelas lo cotidiano, ese transcurrir de los días que van deslizándose sin apenas tocarte! Te cuesta comer, andar, ser algo coherente... Todo está dislocado. Consigues subir a esa escalera mecánica, con el cuerpo torcido te agarras al pasamanos; tienes una pierna en un escalón y la otra, un peldaño más abajo. ¡Qué difícil avanzar!
No creas que no te comprendí, Javier. Tu promesa de ser fiel a tu mujer. «¡En la salud y en la enfermedad!». Lo entendí, entendí que, a pesar de tu alta compatibilidad, te negases a seguir adelante. Una ciática es una ciática y cuidar a Pilar, lo primero. Te contaré —por si aún no lo sabes— que de no haberte negado, «tú» no habrías tenido que pasar por ningún quirófano. Te habrías tumbado en uno de esos sillones reclinables de hospital y, lo mismo que cualquier otro donante, te habrían sacado la sangre necesaria. Después de un par de bocadillos y unos zumos, podrías haberte ido a casa a cuidar de Pilar, ¡tan generosa ella, tan humana! Los gritos que te daría para que te quedases a cuidarla...
Lo que aún no entiendo muy bien es qué hacéis vosotros con la conciencia —si es que tenéis alguna—, cómo podéis acallarla y seguir la vida como si tal cosa. Aunque ser tan buen cristiano como tú —¡un católico como Dios manda!—, tiene sus ventajas. Tan solo con unos ejercicios espirituales durante un fin semana... Liberado. Listo para volver a pecar.
Siempre me pregunté qué habrías hecho tú si hubiese sido mi madre quien te hubiera negado la vida. ¿Ir a llorar a la iglesia más próxima? ¿Pedir clemencia a la Virgen María? ¿Acaso la habrías llamado para que cambiase de opinión? Te contaré lo que hizo ella: nada. Asumió tu decisión en silencio, del mismo modo que asumió su enfermedad. En silencio. Sin llorar ni tratar de dar pena a nadie, como tú hiciste al llamar a Esperanza. Mi madre afrontó su propio destino. Porque ella fue grande, mientras que tú siempre fuiste y serás un ser insignificante, anodino.
En cuanto a no responder a tus mensajes, querido Javier, déjame que te lo explique. Aunque me costó un poco aceptar tu decisión, logré hacerlo. Entonces, dejaste de existir. Te volatizaste. ¿Cómo contestar a un fantasma?
Por último, comentarte la decepción que me llevé al leer tu último wasap. Cuando me contabas lo mal que lo pasaste tras separarte de Pilar, esos dos años de calvario, yo no sentí ni pena ni alegría. No sentí nada. Yo que pensaba lo mucho que me alegraría de tu sufrimiento… Pero tus palabras me dejaron indiferente. Ni tomarme la revancha pude. C’est la vie.
Sin más que contarte, tu sobrina Beatriz.
Eva María Medina Moreno, España © 2025
relojesmuertos@gmail.com
Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar
Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar
Otros cuentos de la autora en Proyecto Sherezade: