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Las ratas

Tuvimos que abandonar las casa a las pocas semanas de producida la invasión. Mi hermano y yo pudimos escapar a tiempo. Es una suerte que no muchos tuvieron.

Sólo logramos salvar algunos ahorros, un rifle que era de mi padre y unas pocas fotografías.

El automóvil de mi hermano funcionaba correctamente, y pudimos atravesar las calles céntricas sin ninguna dificultad. Incluso disfrutamos durante el trayecto del espectáculo que ofrecían los concejales huyendo de la municipalidad, perseguidos por las ratas.

Porque es así, las ratas nos han invadido. Ya ocupan más de la mitad de la ciudad, y pronto tomarán el resto.

La gente huye hacia el campo, dejando todo atrás. Y los más desesperados se arrojan al mar.

Lucía nos espera en su departamento, alejado del centro. Ella no abandonará la ciudad. Es incapaz de dejar su preciada biblioteca a merced del destino.

Hemos tenido que bajarnos del auto. Las calles están atestadas de ratas que impiden el paso. Al bajarse mi hermano, ha querido matar algunas con el rifle de mi padre, pero he logrado disuadirlo de que lo haga. Temo la ira de esos animales.

Después de sortear varios obstáculos hemos conseguido llegar al edifico en que vive Lucía. Su departamento está en el séptimo piso. Habitualmente tomamos el ascensor para llegar hasta él, pero los ascensores están fuera de servicio, por lo que debemos conformarnos con las escaleras.

Lucía nos recibe con su locuacidad característica. Y juntos decidimos que permaneceremos en el departamento hasta el final. Ya no nos es posible viajar hacia el campo y, además, allí no tendríamos ningún lugar donde vivir.

Mi hermano dice que las ratas se irán de la misma manera en que llegaron, de un día para el otro. Soy de su misma opinión. Aunque Lucía es más escéptica.

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Los primeros días son muy amenos. Mi hermano y yo jugamos ajedrez, después de almorzar, mientras Lucía lee muchas horas, encerrada en su biblioteca. Al atardecer nos reunimos junto al balcón a tomar mates, y recordamos anécdotas de nuestras infancias. Desde el balcón se pueden observar, con comodidad, todos los estragos que causan las ratas en la ciudad. Por las noches vemos televisión hasta altas horas de la noche, y luego nos vamos a dormir. Es una vida tranquila.

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Nos manteníamos al tanto de las noticias a través de la televisión y de la radio, pero hoy han dejado de emitir señal. Lo último que supimos fue que el intendente ha renunciado por declararse incompetente en sus funciones.

Hemos sido testigos de fenómenos curiosos. La tarde pasada nos encontrábamos mi hermano y yo jugando a las cartas, el ajedrez ya nos aburre, cuando escuchamos un grito proviniente de la cocina. Corrimos hacia allí y al llegar vimos lo que Lucía nos señalaba con el dedo.

Una masa gris y compacta avanzaba por las calles arrasándolo todo a su paso. Eran ratas. Era una marea de ratas que se extendía hasta donde alcanzaba la vista, transportando sobre sus espaldas desde automóviles hasta restos de casas. Su número ha aumentado de manera sorprendente y no hay sitio al que no lleguen. Nos hemos dicho, entre nosotros, que habitando un séptimo piso es imposible que suban hasta aquí. Que podemos estar tranquilos. Pero no estamos tranquilos.

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El silencio del edificio es abrumador. En ocasiones se escucha un chillido lejano, al que ninguno da mayor importancia.

Ahora la electricidad ha dejado de funcionar. Ya la comida y el agua son escasas. Las discusiones comienzan a convertirse en algo habitual. Se discute hasta por las cuestiones más insignificantes.

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Esta mañana, en que el hambre era ya algo más que una molestia, mi hermano y yo empezamos a hablar sobre la necesidad de salir en busca de provisiones, cuando escuchamos, con sorpresa, que la puerta del departamento se abría. Corrimos hasta allí, y al llegar la puerta se cerró frente a nuestros ojos.

Lucía había salido. Sin duda había ido en busca de alimentos y agua. Pero nos había dejado encerrados. Quería correr el riesgo ella sola. Sabíamos que sólo había una llave, y que no era justo que ella enfrentara el peligro mientras nosotros no hacíamos nada. Decidimos tirar abajo la puerta.

Cuando salimos al pasillo descubrimos que los departamentos vecinos estaban abandonados, y que los vecinos podían haber dejado alimentos en ellos. Tratamos de recoger un poco en el menor tiempo posible. Al terminar nos dirigimos a toda velocidad hacia las escaleras en busca de Lucía. Estábamos bajando los primeros peldaños cuando oímos un ruido ensordecedor, que nos paralizó de terror. Seguimos bajando, pese a esto, y llegamos hasta el pasillo del sexto piso, y vimos, con estupor, cómo las ratas perseguían a Lucía, que corría hacia nosotros, con una sonrisa en los labios.

Mi hermano había insistido en llevar el rifle con él, y ahora disparaba sobre los roedores. Aunque no hacia más que acrecentar su furia. A duras penas conseguimos los tres, tomados de la mano, salvar las escaleras y alcanzar el departamento. La puerta estaba destrozada, así que tuve que clavar maderas para tapiarla, mientras mi hermano disparaba sobre las ratas que se arrojaban sobre nosotros.

Finalmente estuvimos a salvo. Y, aunque estuvimos asustados por un buen rato, teníamos provisiones para un tiempo.

Lucía dijo que las ratas, seguramente, deben haberla atacado por celos. Cuando los dos la miramos sin entender nos relató que había encontrado una rata pequeña en el pasillo, y que le había dado mucha ternura verla tan sola, por lo que quiso compartir el dulce que estaba comiendo con ella.

Es por cosas como estas por las cuales yo la amo. En secreto. Sin que ella lo sepa. Y he decidido que estaré a su lado hasta el último instante.

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Luego de este incidente los días han transcurrido con tranquilidad. No tenemos actividades en que ocuparnos. A veces nos divertimos viendo morir alguna rata osada que intenta llegar hasta nuestro balcón, y a la que mi hermano derriba con el rifle.

El resto del tiempo no hacemos nada.

Mi hermano dice estar preocupado por que las ratas devoren los cimientos del edificio. Pero yo no pienso en eso.

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Hasta que, finalmente, llegó el día en que, estando a la luz de las velas, con Lucía leyéndonos un libro, regresó la electricidad. La radio y la televisión volvieron a emitir señal. Informaban que las ratas habían desaparecido de repente. Qué se encontraban sus cadáveres a montones. Pero no se habían vuelto a ver por el momento roedores vivos. Se advertía, también, sobre el peligro de un brote de enfermedades y del saqueo de comercios por delincuentes.

A la mañana siguiente sacamos las tablas de la puerta del departamento, bajamos las escaleras y, después de mucho tiempo, salimos a la calle.

Apenas podíamos caminar por entre los cadáveres. Pero no nos importaba. Volvíamos a la vida.

El sol era radiante. Y producía un efecto de arco iris sobre el pelaje gris de las ratas muertas.

Damián Boga, Argentina © 2007

damianboga@msn.com

Damián Boga nació en la ciudad de Mar del Plata el 23 de diciembre de 1980. Desde pequeño ha sido un lector impenitente y un precoz escritor, entre sus autores preferidos se cuentan Cortázar, Borges, Camus y Kundera.
En la actualidad cursa los últimos años del profesorado en Biología, estudiando al mismo tiempo Literatura y Teatro.

Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
El cuento “Las ratas” simboliza, en estos animales, el avasallamiento de la forma de vida de las simples personas de una ciudad, y sus reacciones de supervivencia ante las circunstancias. El relato intenta retratar, también, cómo la naturaleza del hombre termina por adaptarse a todas las situaciones, por más absurdas que éstas sean.

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