Desde una pieza contigua, de vez en cuando, alguien lanza puñetazos a la pared para silenciarnos, provocación que ella responde con una lisura, volviéndose con ello más risueña que al inicio, mucho más saltarina y yo más receptivo, tembleque y cosquilloso. Ella insiste, saca la ropa de cama del respaldo, empuja la colcha, arruga las sábanas, sumerge su cabeza con peinado y más dentro de este enredo, colmando de sí el poco aire disponible, sofocándome. De nada sirve que yo intente ordenar la ropa de cama en su lugar, al menos por encimita, para la pura apariencia, cuando su capacidad para el estrago es cada vez mayor, quedando buena parte de mí a la intemperie, maltrecho ante el pudor al dejar en evidencia mis propias mutaciones, mejor taparme con un pedacito de sábana, mientras ella se luce enterita, una doña madura en exhibición, generosa, en defectos y grandezas, pliegues y zonas lisas, girando su rubio teñido como remolino, posando su retaguardia junto a mi cara como para una foto obscena, riendo más fuerte a mi espalda y ganándonos otra protesta en la pared contigua.
De pronto, un nuevo salto y su frasecita, “¿en serio eso pensó de mí?”, para seguir clamando, con agudos grititos, por más detalles de mi relato de hace años, porque jura no recordar demasiado sobre el momento aquel de la primera imagen, una estampita como las que ella repartía a modo de recuerdo entre amigos y parientes, menos a mí porque las tengo contadas (imposible olvidar este primer desprecio, dicho con dulzura pero desprecio al fin), en un conventillo a sólo un par de cuadras de la pieza adonde ahora nos estiramos y contraemos, después del topetón, los gritos y la denuncia, entre artesanías, dulces y pasteles, hamburguesas de soya, libros viejos, posters y daguerrotipos, intercambio ácrata y antigüedades varias de la feria itinerante en los alrededores de la Plaza Yungay. De reconocernos, de frente, en medio del bullicio en lo que aún el tiempo no nos había arrebatado, mi pedazo de mirada torva, su pequeño gestito tierno, movimientos simples de los dos, pero suficientes para ir -primero con las esposas, apretándola luego con el brazo, disminuyendo de a poco la fuerza, más allá tomados de la mano- por el interior de esas calles, descartando el microbús de acercamiento hasta la Quinta Normal que nos habría llevado gratis pero demasiado apretados, itinerario conocido para una trotona cualquiera y su apéndice masculino.
“Yo de lo que me acuerdo fue de una pelea. ¿Usted estuvo en una pelea? La sangre quedó en el piso por varios días hasta que se secó”, dice mirando al techo, sin parar de saltar, utilizando sus nalgas carnosas como resortes, con la memoria sin ejercitar, pero bastando para acabar muy cerca el uno del otro, menos estáticos que aquella vez en que la divisé sentada junto a la puerta de la cocina, abriéndose y cerrándose con tanto preparativo, cuando el día amenazaba con avanzar más rápido y alejarme de aquel conventillo donde yo aguardaba a mi madre, en ese momento clamando por caridad filial, y la niña del vestido de satén y organza esperando una celebración dedicada a su persona, pero conmigo al margen.
La luz del día que viene del pasaje se entromete por la ventanita y exagera el efecto de los espejos dispuestos en la pieza, nos multiplica y desorienta, a mí indefenso, a ella saltarina y exhibicionista. También multiplica nuestra ropa puesta en montoncitos sobre el piso de madera: camisa verde, pantalón de tela del mismo color y con la línea del medio deshaciéndose en su descenso al suelo, confundida con el cinturón, el arma, slips de algodón, zapatos en punta y lustrados, un chicle, pelos y pelusillas pegados en una tabla, balas esparramadas como juego de naipes. Más abajo, un vestido de florcitas color damasco, medias corridas, calzones mínimos y tacones gastados por años de cacería delictuosa en el sector, vueltos ahora un enredo semejante a la maleza y la basura escoltándonos en nuestro sumergir por calles, pasajes, sitios eriazos y construcciones de edificios a medias. Durante ese tiempo, me sumí en una espera que, de tan larga, aún siento como derrota, un dolor en la quijada pero más en el orgullo, mejor olvidarlo, sin jamás imaginar a la chica del vestido de satén y organza vuelta señora de carnes generosas que hace crecer, entre la ropa de cama arrugada, un entusiasmo que de infantil no tiene nada.
Ella confecciona un moño espontaneo para controlar la electricidad de sus destellos de platino que esconde bajo mi gorra. Se contorsiona, luego, con desenfado, ojos maliciosos y muy divertida, para sacar las esposas del velador, pero se lo impido con un leve palmetazo en la muñeca, donde mis ojos te vean, bandida. Sin siquiera molestarse, vuelve al ataque y toma con ambas manos mi exterioridad, llevándosela a sus labios gruesos y pintarrajeados, chocando con el recuerdo de la muchacha de doce años sentada en la banca de madera de ese patio largo y estrecho del conventillo de Herrera esquina Catedral.
“Ya poh, cuénteme más, dígame qué pasó ese día ¿Cómo lo hizo para no toparse con su primo? Él siempre decía que yo era su novia y su voz era ley en el pasaje. No le debió salir fácil”, interrumpe su saboreo, como si se tratase de una paleta de caramelo, como las que compraba en los recreos, a la salida de la Escuela Salvador Sanfuentes o en los paseos con amigas por el parque en mitad de la avenida Diego Portales, haciendo oídos sordos a las groserías de los muchachos del Liceo Cervantes, y que ahora evoca con cada probada gustosa, a medida que aumentan mis espasmos. Yo regreso para hablarle de un parrón enorme que casi cubría el pedazo de cielo del patio común, espacio único y enrarecido, igual a esta pieza que ahora nos cobija, si hasta puedo sentir el sol tibiecito luchando contra el frío que bajaba de la Cordillera y la cercanía del baño compartido por las familias. De semejante escondrijo infesto, un ancianito borracho salió subiéndose el cierre del pantalón mientras se tambaleaba entre las plantas. Casi derramando el vaso de vino tinto que lo esperaba junto a la artesa, se le escuchó decir: Anita, vamos, Anita. Ella le sonrió y le dijo después tío, quédese tranquilo, hay gente y es temprano.
En serio, ¿eso pensó de mí?”, insiste ella hoy, girando como si estuviera en las arenas de la playa, pero donde sólo hay una cama desordenada conmigo con la mitad del cuerpo al aire y la otra, sosteniéndose apenas sobre las sábanas. Lo más parecido a un ángel lo encontrado en ese patio estrecho, con ese vestido de satén y organza, que también reparó en mi llegada. Es un vestido de Primera Comunión, me aclaró sonriendo, recogiendo los encajes con sus manos blanquitas para no ensuciarlos con tanta tierra y caca de perro que había en el suelo, dejando a un lado el libro de rezos, salmos y estampitas, y yo sin atreverme a preguntarle otra cosa, apoyado en uno de los palos de madera podrida que sostenía el parrón, interrumpidos por los gritos de otros niños llamándola hacia la parte techada del patio, cerca de la entrada. La veo levantarse y correr presurosa por un pasillo, con las blondas levantadas a la altura de los muslos y unas medias blancas con adornos, deteniéndose al lado de un muchacho, un vecino del conventillo, mi propio primo, más bien, para jugar al casamiento: cura postizo, padrinos, testigos, invitados y, lo peor, ella aceptando risueña una farsa tan odiosa en medio del bullicio. Después, un llamado de mujer a los niños para compartir un tazón de leche con chocolate y torta dentro de la casa, menos yo, ¿quién es ese cabro?, el hijo de la fulana, un pariente nomás, se tiene que ir. “¿Se quedó paradito esperando a que yo saliera de nuevo? ¡Qué lindo!”, dice ella sin dejar de enrollarse de un lado para otro, quedando con la mitad de su cuerpo bañado por un rayo de sol colmado de polvo suspendido, cubriéndolo a plenitud y esparciéndose con un orden casi militar por su desnudez.
Pena, más espera y rabia, sin mucho por hacer. Vagar mientras mi madre hacía la entrega de los paquetes de ropa lavada a vecinos y parientes repartidos en esa parte del Barrio Yungay. Presenciar una ceremonia falsa como Judas Iscariote en el pasillo de un patio y después, por fuera, una ventana con una once para niños elegidos. Sólo siluetas y sombras, el frío urbano desconcentrándome, poca luz. Al verla salir de su casa, me atreví a hablarle, olvidaste esta estampita en la banca, fue la excusa y nos sentamos. Mirando siempre el escote de su vestido de satén y organza, rodeados de plantas que alcanzaban el techo, ventanas por todas partes, pasillos angostos, tazas, platos, tenedores y cucharas sucios de regreso a la cocina, me animé y le pedí la dirección de la casa, la anoté en un boleto de microbús pensando en futuras cartas donde le diría muchas cosas que en ese momento callaba. Los dos debajo del parrón que ya cubría la noche plena de Santiago, hedor del entorno tornándose fragancia en su compañía, conversación por pedacitos, sobre su madre (la mujer que llamó a los niños), hermanos y amigos (testigos y asistentes de la boda falsa), su perro, sus estudios, su tío viejito, yo sólo asintiendo (demasiada la vergüenza como hijo de lavandera para decir algo más), temiendo que aquello se quebrara como una fuente de cristal de tan precaria en su confección, tal como de hecho ocurrió, ni que lo hubiese sabido. Un puñetazo y su estallido en mil pedazos, mi quijada arriba y la tierra recibiéndome con toda su brusquedad, mientras ella recogía más su vestido para esquivar el polvo levantado por la golpiza. Me acompañaron, entonces, sus zapatitos reina y en puntillas, sus pantorrillas de medias blancas con adornos; luego mi madre ayudándome a ponerme de pie y sacudiéndome la ropa con rabia. Camino a casa, una reprimenda por hacerla pasar tamañas vergüenzas delante de familiares y por no tener dónde caernos muertos.
“Claro que sí, ahora si me acuerdo. Usted era el de las cartas. Con el uniforme no le reconocí. Sí, recibí muchas cartas, pero no sabía contestarlas. Las leíamos con mis hermanos y nos daban mucha risa. La escondía de su primo, porque eso lo enfurecería aún más. No puedo creer que me viera así… es tan raro todo lo que dice”, sin convencerse del todo, girando hacia el lado vacío, empujando la ropa de cama. Mientras raspo otro poco de recuerdo, le pido más explicación sobre qué tenían de raro mis palabras. “Que me viera así, tan purita, poh”, contesta. Insisto en una respuesta aún mejor. “A los doce años yo ya conocía de hombres, a su primo matón y a mi tío, el que pasó junto a nosotros subiéndose los pantalones. Ellos me daban plata y yo me quedaba callada”. Me niego a aceptarlo, demasiado cruel, me repele su desenfado. “Ahora entiendo lo de la sangre en el suelo”, dice ella pensativa, por primera vez viéndola en el espejo inmóvil, sin prestarle atención a mi dolor.
La verdad y su acomodo resbalan de mis manos, caen de la cama para juntarse con la ropa tirada y se suman al desorden del suelo. Sólo queda la historia de una rubia sin infancia, dedicada a robar en los paraderos de Ricardo Cumming, Catedral y San Pablo, en la vieja estación Yungay, o buscando clientes entre los pasajeros que descienden de los buses interprovinciales del norte en la Quinta Normal, siempre que no sea denunciada a un policía que pasa de pura casualidad por ahí, que la reconoce y se atreve a negociar la sanción dentro de esta pieza. No te creo ni una palabra, le digo. “Problema tuyo si no me creíh, paco culiao”, comenta ante una nueva arremetida de mascota, moviéndose hasta hacerme agonizar, luego su gemido previo al derrumbe de los dos cuerpos agotados, la ropa de cama en el suelo, el vecino golpeando la pared y también la puerta para que nos callemos de una vez.
Claudio Rodríguez Morales, Chile © 2017
c72rodriguez@gmail.com
Ilustración realizada por Enrique Fernández © 1996
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