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Sarabaíta

Tanto criticaron mi carencia de compromiso social, si se puede llamar de ese modo a algo que no nos viene desde la cuna, que cuando cumplí los sesenta años abandoné mis comodidades de clase y me sumergí en la inmediatamente inferior. No me sentí satisfecho en ese lugar y al poco tiempo descendí algunos escalones más de la famosa pirámide. Digamos, para ser riguroso, que del ABC1+ en que mi familia había puesto sus afanes durante nuestra crianza, aquella que tuvo por inicio un lindo páramo en el extranjero, luego el barrio más ostentoso de la ciudad, luego un barrio de la clase media, fui llevando mi existencia hacia las zonas urbanísticamente más modestas, hasta depositar mi ser en el punto C- de la estructura, ahí donde las necesidades básicas, como alimentación y vivienda, aún no estaban satisfechas.

Fue, contra lo que alguien podría creer, una metamorfosis bastante fluida, un movimiento parsimonioso. Muy útiles resultaron las múltiples lecturas que adquirí en lo que vamos a llamar mi época dorada, cuando aún vivíamos en un departamento recoleto con los malditos de mi madre y mi hermano y nadie había muerto, como diría el poeta Pessoa. Paradójicamente, no fui con ese cambio de estado una persona infeliz sino todo lo contrario: el lento sumergirme en el barro de la clase obrera, claro que bien camuflado con el donaire de mis orígenes, me dio una libertad de sentir, una despreocupación por el qué dirán y, en consecuencia, una vamos a decir novedosa profundidad de pensamiento y espíritu.

En los viajes en tren que comenzaron a ser parte de mi rutina, desarrollé una visión maravillosa, límpida, que sorprendió a los pocos amigos que conservaba y a mí mismo tanto como a mi ocultadora anciana madre y a mi mentiroso venal hermano, quienes nunca podrían haber renunciado a su laboriosa condición de clase como yo. Hija privilegiada ella, que lo prefirió a él a la hora del reparto -yo era increíblemente parecido a su odiado ex-esposo-, ellos consideraban que el dinero no era un problema; llevaban en sus lenguas una muletilla acuñada por el padre de ella, hombre de escasas palabras, que cercano a la edad que yo tenía ahora creó una empresa de extrusión industrial gracias a la cual sus hijos y él mismo y su mujer habían adquirido un alto nivel de vida. No hizo ese trabajo él solo. Inmigrante astuto, encontró tres socios que secundaron el emprendimiento: uno vasco, que era el que realmente sabía lo que era una fábrica; un gallego contador, que se ocupaba de las finanzas; otro que no me acuerdo bien qué hacía (por supuesto estos datos me los contaron mucho después); y mi abuelo, el ruso, que era el que juntaba la chatarra que se perdía o se robaba por ahí.

Al cabo de los años también en algo nos beneficiamos la siguiente generación y tanto mi hermano como yo, que carecimos de un padre a mano para equilibrar los tantos, recibimos de aquel abuelo sendos departamentos desde donde entrar a la veintena, lo cual es como decir: al mundo adulto sin la obligación de pagar el derecho de piso que es habitual para quienes no pertenecen a familias pudientes.

La muletilla de la supuesta despreocupación por el dinero fecundó, en principio, solo en mi hermano, que heredó el amor por el capital y la confianza en su acumulación, como el buen administrador de panes ajenos en que se convirtió.
—Es solamente plata —repetía él desde niño, adoptando ante nuestra madre el severo tono de indiferencia con que se hablaba en casa de deudas, precios de productos de consumo o de la economía del país cuando éste entraba en otra de sus crisis recurrentes.

Sin embargo, mi hermano se ofuscaba en silencio cuando, al cabo de varias horas de disputar un territorio imaginario, yo terminaba ganándole la partida en un juego de mesa que consistía en comprar o vender propiedades sobre un tablero de cartón. A mí me daba más o menos lo mismo el resultado, pero él era capaz de pasarse meses sin volver a jugar a ese juego conmigo cuando la buena racha no lo favorecía.

El desinterés hacia el dinero, por mi parte, siempre fue sincero. Y no porque fuese nulo con los números. Todo lo contrario. Tenía una memoria prodigiosa y de solo leer unas cifras se me grababan para siempre, aunque mucho uso no le diera a ese capital incuestionablemente simbólico.

Así mi vida transcurría voluntariosa, paulatina y genuinamente franciscana, aunque me llamaban Gabriel y no Francisco, ese santísimo nombre que un día iba a adoptar un cardenal argentino para ocupar el puesto de Sumo Pontífice de la rama cristiana de la humanidad.

—¡Postre Mantecoool! ¡Vale diez pesos! ¡Postre Mantecooool!

Valía diez pesos el postre y la voz se iba perdiendo por el interior del vagón. Promociones como esas ofrecían en los trenes y yo recordaba mi única experiencia con el mundo del comercio o, mejor dicho, en el de la administración de bienes deseables factibles de ser comercializados. Eran los tiempos en que mi madre intentó demostrarse a sí misma que ella también podía ser una trabajadora independiente y, si bien con el gran respaldo de ser titular de una propiedad inmueble en la zona más cara de la ciudad, donde pasé buena parte de la infancia, canjeaba sus servicios creativos a agencias publicitarias por un salario módico; después, durante unos pocos años, intentó crear su propio negocio y fracasó rotundamente.

Se dedicó a vivir de hija.

Uno de sus clientes en esos primeros tiempos fabricaba golosinas, incluida una bañada en chocolate que era una suerte de turrón de almendras que cuanto más lo comías más se te pegaba en el paladar y te dejaba un sabor maravilloso que duraba mucho tiempo, aunque no tanto como el mucho que pasó hasta que me enteré de que el dulce tenía su origen común en los desiertos árabes y en las estepas rusas de donde, como ya dije, había venido a nuestro país el abuelo silencioso, y cuyo sabor de base no era en realidad el de las almendras sino de la pasta de sémola. Ese descubrimiento tardío me hizo inferir un recuerdo que nunca tuve: dicho postre debió haber formado parte de la dieta en la casa familiar, de ahí que me gustase tanto. Como quiera que haya sido, lo cierto fue que cajas llenas de la golosina aquella se amontonaron en la parte de arriba de la heladera y que cada mañana de las no demasiadas que le duró a mi madre el cliente yo llevaba varios turrones bañados en chocolate adentro de la valija de la escuela para convidar a mi mejor amigo o, llegado el caso, hacer ostentación entre los compañeritos del grado.

Y recordando esto también podría hablar ahora de la vez en que me di un atracón tan grande, durante un breve viaje espiritual de autoconocimiento al sur, que terminé en una habitación de hotel barato para no pasar la noche preso de retortijones y convulsiones estomacales en mi solitaria carpa a la intemperie. Sí, pero no. Sabrán disculpar el hiato. Es harina de otro costal de sémola.

Vuelvo.

En el tren, de vez en cuando, miraba a las personas del vagón. Entonces me daba cuenta de que, como ellos, yo también iba abstraído. Alguien -un chico joven vestido con ropa deportiva- se colgaba de uno de los caños verticales antes de llegar a su estación; alguien -una chica de campera militar- se limpiaba la nariz con un pañuelo de papel. Tiempos muertos donde las luces de las casas penetraban a través de las ventanillas sin conseguir iluminar el ya de por sí iluminado interior del vagón. Y en el momento previo a llegar, justo antes de la estación siguiente, cuando el tren aminoraba su marcha y esas u otras personas levantaban la vista hacia la puerta, compartíamos, todos, discretos, el placer de lo inminente. Para quien en ese momento terminaba el viaje, la principal incertidumbre era si permanecer sentado mientras el tren disminuía la velocidad o si seguir contemplando ya no el mundo, a través de las ventanillas, sino el propio reflejo desde el lado de adentro, como en espejos de cámaras Gsell que repentinamente hubieran perdido su función de dejar mirar sin ser visto y donde, poco a poco, a medida que el tren entraba en la zona mejor iluminada de la estación, íbamos volviéndonos invisibles desde el cuerpo hacia la cabeza, hasta desaparecer en la claridad exterior, poniéndonos de pie.

Gracias a vivir en la pobreza me sentí masivo, hombre-masa, anónimo, parte de la multitud sin cara, y no ya por mis obras sino por los actos cotidianos que di en compartir con millones de personas como yo. Eso me fue granjeando inesperados afectos, empezando por las dulzuras de la limosna, gesto que hasta ese momento había considerado un lugar común del cine Disney, caracterizado por la idea de que ser generoso garantiza la felicidad y un optimismo acérrimo en la proyección de futuro. En los días previos a mi salto al vacío, me dio por repetir un chiste que ninguno de mis hasta ese momento seres queridos cercanos apreció en su literalidad, tal vez porque los había acostumbrado a una demasiado fina y artificial ironía mía del decir.
—Estoy haciéndome millonario. Voy por el camino largo.

El camino largo consistía en ir empobreciéndose cada vez más hasta llegar a ser pobre de toda pobreza. Una inversión de la motivación aspiracional que se tiene, en términos generales, de creer en el ascenso social. Para alcanzar un nuevo rumbo antes que nada había que tocar fondo. Cuando se llega al punto donde no hay nada más que perder, lo mismo que cuando se está bien adentro de una piscina, con el agua por arriba de la cabeza, lo único que queda es subir. Bajar primero y hacer pie, tomar impulso y dar el salto, que bajo el agua siempre se siente como en cámara lenta pero que indudablemente nos dará la certeza de que, desde ese instante y sin límites, solo queda avanzar, sobresalir, triunfar. Cuanto más se pudiese ir hacia abajo, más lejos se llegaría en el ascenso posterior, esa era mi filosofía de vida.

Si alguien se hubiera interesado en cuestionar ese dogma, cosa que de entrada no sucedió porque nadie me creyó capaz de abandonar el confort al que estaba acostumbrado, yo le hubiera descrito el ejemplo de la muchacha sureña que recién cuando se quedaba sin nada, a causa de la guerra civil, recién cuando veía los feraces campos arrasados, su casa quemada y a todos los hombres de la familia muertos en el frente de batalla, tomaba la decisión trascendental de no ser nunca más pobre. Era como si la fuerza de voluntad, el poder de la heroína, viniera de la desgracia del cambio de estado. Eso la convertía en una todopoderosa millonaria, mucho más millonaria incluso de lo que habían sido sus progenitores y, por extensión, ella misma en su infancia preservada. El desastre de la indigencia lo resolvía aserrando los troncos pelados de los árboles entre los que paseaba de niña, lo único que había quedado de la finca, desaparecidos los algodonales y todos sus sumisos esclavos negros. Madera era lo que todos necesitaban al término de la guerra, para reconstruir sus casas. Se convertía en una próspera empresaria de la industria maderera.
—Yo soy Scarlett O´Hara —habría dicho yo si alguien me hubiese cuestionado en esos primeros días de mi readecuación mental—, solo que aún voy por los primeros minutos de la película. La guerra continuará por siempre. Lo único que no sé todavía es cuál será la materia prima que me hará rico en el futuro.

Así hubiera dicho, y hasta habría hecho gala de mi buena formación con alguna rima como las que me enseñaba el peluquero que en ese entonces me sabía cortar el pelo. Él siempre decía:
—Barberos en la vereda, putas en la ventana. Mala semana.

Y yo podría perfectamente haber respondido de aparecer algún cuestionamiento a mi determinación:
—Primero lo primero. Chau, dinero.

En ese momento de mi derrotero hacia el anhelado fracaso, me dio por leer las críticas de San Benito: “He aquí que llega un día en que este monje consagrado por los votos de la pobreza, castidad y obediencia, solo estima y busca los honores, las riquezas y los placeres”. Yo le daba vuelta en mi cabeza a su apotegma. Habiéndolo tenido todo, sería de ahora en más como el monje entregado a los altos votos. La garantía del éxito radicaba en la eficacia de un desprendimiento a rajatabla.

Los estados de ánimo en relación al nuevo modo de ver las cosas del mundo dependían de situaciones elementales. Por ejemplo, si viajaba o no sentado en el tren, si iba sentado en un asiento o en el piso, si cuando iba parado me apretujaban o no y, si sufría apretones, cuál era la naturaleza, el aspecto o el tono de quien tenía al lado, adelante o atrás, durante el lapso del trayecto. Procuraba no quedar en esos casos cerca de mujer alguna, de la edad que fuese.

Mis hijos ya adultos, acostumbrados a lo que ellos habían decidido considerar las excentricidades de papá, no manifestaron asombro sino una fría distancia ante el movimiento que yo había emprendido.

Hoy tiendo a justificarlos.
—Si algo nos enseñaste, fue la austeridad —dijo un día el varón.
—Tu plancha. Como siempre —dijo la mujer.

No fue que me lo dijeran personalmente, sino que lo escribieron por el WhatsApp, cuando yo aún no me había deshecho de la comunicación a través de los teléfonos móviles, y me invadía culpa por haberles dado un modelo inestable para la supervivencia en la sociedad del consumo.

Pronto me volví ducho en combinar los transportes públicos y así, cuando terminaba el trayecto en tren de regreso a la ciudad, donde aún vivía, me descubrí hábil en encontrar el micro, el colectivo o la línea de subterráneo -según las distancias a recorrer y el tiempo con que contara para llegar de un punto a otro- hacia mis destinos. Eso me llevó a finalmente entender algo que siempre me había intrigado: el gusto de las personas de las afueras por dedicar buena parte de sus conversaciones a la descripción y hasta discusión acerca de las distancias y las estrategias para cubrirlas. Todo era una novedad para mí, que solo había experimentado esa clase de aventuras cuando era estudiante. Nombres de estaciones de tren, cruces de vías férreas, combinaciones bajo la tierra para evitar los atascamientos y las manifestaciones de protesta, todo me emocionaba.

Bordeando los sesenta años volví a ser joven, no ya por el tono muscular, la agilidad o la proyección de vida, sino porque al compararme con las personas de mi edad que para entonces ya iban preparándose a vivir de lo pacientemente acumulado durante su vida laboral, o bien haciendo cálculos de cuánto sacarían por una jubilación, yo estaba más abocado que nunca a ganarme la vida. Lo mismo que un chico que recién termina sus estudios, con mi renunciamiento yo había regresado al sistema desde el lugar de la oferta de mano de obra.

Volví a hacer currículums y a postularme, estérilmente, a cuanta búsqueda de empleos encontraba en Internet como, cuando hacía mis pininos redondeando posibilidades con un marcador negro en las páginas de los avisos clasificados. Mi principal bien en esos días fue una liviana y blanca netbook que llevaba a todas partes en un valijín. La guardaba de cuando trabajé en el Ministerio, antes de que me levantaran el sumario administrativo o, mejor dicho, antes de que convenciera a mis superiores de que había sido el auténtico responsable de esos hechos desagradables vinculados con mi persona. Cierto fue, no voy a negármelo a mí mismo, que yo escribí esa elegía a las polleras tableadas que tanto escándalo causó. Pero de ningún modo tuve la responsabilidad de imprimirla y hacer y distribuir, solapadamente, las copias con esos dibujos obscenos, más merecedores de terminar en un container de basura que reproducidos industrialmente. La historia de ese librito amerita sin embarga ser contada mejor. Circuló para mi asombro, anónimo, y llegué a ver un ejemplar de hojas húmedas cuando me levantaron el sumario. Algo debió tener de bueno mi estilo desflecado y algo amorfo, pensé durante el interrogatorio administrativo. Pero como tantos otros antes que yo, en circunstancias similares de persecución y retraso mental, me vi obligado a negar mi autoría. Igual no me sirvió de nada. La decisión de separarme de mi cargo y frente de batalla llegó lo mismo, y si no me preocupó fue porque, presumo ahora, a la luz del resto de mis peripecias docentes, haberme convertido en un maldito en el ámbito escolar me proyectó hacia este nuevo modo de vida que tal vez apruebe algún iluminista del futuro y amante de la literatura, madre de la pedagogía.

Andar por todos lados como un sarabaíta solitario me trasladó a los días de la infancia, cuando recorría las calles del barrio norte con una valija de cuero marrón y hebillas doradas, que todo me era novedoso. Un día, en vez enviarme en el auto de la empresa, me hicieron ir solo a la escuela, caminando. Tal vez mi abuelo el industrial me dio la indicación de que debía doblar hacia una dirección al cabo de determinadas cuadras. La escuela quedaba relativamente cerca y tal vez él quiso poner a prueba mi sentido de la orientación. Cuando después de una hora empecé a notar que la gente era muy diferente me di cuenta de que había girado para el lado equivocado. No me acuerdo cómo volví, seguramente habrá caído en mi rescate alguna patrulla.

Tracé un plan que me propuse seguir metódicamente. El primero de sus menesteres fue desprenderme del teléfono móvil y del ordenador. Sin embargo, no quise caer en la vulgaridad de tirarlos a la basura. Tampoco regalarlos o dejarlos guardados en un cajón. No. Cuando el teléfono que tenía fue dañándose, primero porque se cayó en la calle y quedó con el vidrio astillado, después porque se hundió en el balde con lavandina donde dejaba mi ropa interior en remojo, simplemente no lo intenté reparar ni cambiarlo. En otros momentos de mi vida habría ido a buscar la tecnología de última generación, considerando una señal el hecho de haber estropeado la anterior; a lo sumo habría dicho que sí a cualquiera de las ofertas de las marcas para obtener descuentos, siguiendo los gustos de mi madre, que amaba las gangas sin necesidad de depender de ellas. La repentina carencia esta vez me resultó providencial.

La primera tarde sin teléfono conseguí un asiento en el tren sobre el pasillo, frente a una mujer que le daba el pecho a un bebé con gorrito rosa y observé con particular interés la escena del vendedor de mantecoles. Era un hombre casi siempre nervioso y de movimientos veloces y tal vez por eso yo había tomado con naturalidad la costumbre de viajar con las manos en los bolsillos apretando la magra billetera cuando pasaba voceando su mercadería. Esta vez me sentí libre de toda desconfianza. Lo seguí con la vista doblándome hacia el pasillo y haciendo la cuenta mental de cuántos pasajeros serían tentados con la dulce y pastosa oferta. No le compró nadie.

La mujer dando el pecho se me figuró una epifanía de la abundancia de Dios.

Conservaba yo desde hacía años una biblioteca gigantesca, distribuida por toda la casa, donde los libros se habían ido acumulando con cierto orden aleatorio y tendencioso, que alguna vez, cuando estuve recién mudado, tuvo visos de sistema. Si en mis comienzos el trabajo había sido mi manera de salir al mundo para vincularme con otras personas, a conocer sus problemas, la carencia de empleo me sumió en una menesterosa y fértil despreocupación. Me gustó estar solo y la ausencia de contacto humano producida por la falta de interacción con los demás favoreció el ensimismamiento. En ese estado pude devolver a los libros su existencia. Dedicarles tiempo quiero decir, observación, atención. Los libros viven cuando uno los abre y vuelve a leerlos o los lee por primera vez. En cada libro vivía un hombre o una mujer y a veces muchos más de uno y no me refiero solo a las antologías, que eran una evidente multitud de voces atrapadas entre dos pedazos de cartón o cartulina. Los libros se habían multiplicado en un curioso estado de orfandad. Me refiero al hecho sintomático de esa época, que se caracterizó por lo que algunos llamaban revolución y que, para otros, como yo, era simplemente una ola persistente y dominante pero que tarde o temprano iba a morigerar. Lo más agotador del nuevo orden del capitalismo era para mí su inabarcabilidad. Lo mismo que en mi biblioteca, siempre habría algo nuevo en las góndolas de la ilusión y, como era tanto, al final ya no te quedabas con nada. Conseguí las cajas en el corralito donde las tiraban en el super, pedí algunas más a la china de la vuelta. Las llené de libros. En la biblioteca del barrio no quisieron recibirlos. Quedaron apiladas junto al container de la esquina. Conté treinta y dos cajas, antes de que se las llevaran los cartoneros.

También era cierto que en la pantalla fría se encontraban las personas; de hecho, en cierta medida, de mucha más carne y hueso que las almas muertas que habían sido volcadas entre las portadas y las hojas impresas. Si algo tiene de fascinante la pérdida del tiempo en el mundo digital, es la ilusión de encontrar ahí a personas con las que poder vincularse físicamente, cosa que indudablemente no ocurre leyendo libros. Antes incluso de renunciar a seguir percibiendo ingresos, ya llegaba a la noche sacudido por la sensación de no haber hecho nada productivo de tanto entretenerme con las infinitas opciones que se presentaban a mi alrededor. No alrededor, adelante; adelante de los ojos, en la pantalla de la computadora. Un principio de incendio provocado por una estufa de tiro balanceado se ocupó de arruinar la netbook. También la estufa quedó inútil. Di las gracias por el fuego.

Mi vista ya no era tan buena como antes, de modo que las opciones de telefonía celular que eran la herramienta por excelencia de los jóvenes, no entraban dentro de mis intereses o fetiches, y no me hice mala sangre cuando en el repaso de las pérdidas descubrí que también se había fundido mi vetusto móvil.

La ropa fue un tema en sí mismo. Pero se resolvió más rápido de lo que pensaba. Bastaron cuatro bolsas de consorcio. Luego, a lógica consecuencia de mi desidia voluntaria, las boletas impagas de los servicios fueron acumulándose y seis meses después me habían cortado el agua, el gas y la luz.

Con la ausencia de bienes materiales y confort urbano, lo único que quedó fue la escritura a la luz de las velas. Hubiera querido comprar velones, pero solo me alcanzaba para unas velas finitas, que se consumían demasiado rápido. Sin embargo, el uso de los no velones esta vez no impidió la escritura de escritorio o de sofá, la de cama o de mesa de cocina. No la impidió, pero el resultado era horrible. Fue la escritura de la calle, mientras trasladaba mis neurosis de acá para allá, viajando, la que me salvó la vida. Alguien me había regalado un hermoso cuaderno de hojas lisas y yo lo iba llenando de palabras con mucha facilidad, pensando en el momento en que iba a estar lleno por completo. Como además de ese cuaderno tenía otros, idénticos, el desarrollo del fluir supuso, además, una meta. No me importaba demasiado cuánto tiempo iba a demorar en cumplir con ese múltiple objetivo; en las variadas ocasiones en que me encontraba sentado en cualquier vagón del tren o el subterráneo, vivencié el placer de especular cuánto alcanzaría a escribir en cada trayecto, cuánto quedaría bien cerrado, conceptualmente hablando, y cuánto no. Me gustaba ser el único pasajero que iba volcando sus contenidos en una hoja de papel mientras los demás se concentraban en sus telefonitos.

Poco después llegó el mal olor a mi persona.

Por supuesto, antes de sumergirme rotundamente en la miseria apelé a la ayuda familiar. Quiero decir, a pedirle plata a mi madre. Me llevó casi otros seis meses empujar la brizna de orgullo que me quedaba, esa atadura con el pasado de grandezas que habían predestinado para mí, y le dije, por medio de un teléfono que pedí prestado, cuál era mi situación. Como se puso muy tensa, la invité a vernos. Era el modo de cambiar de tema y apenas corté con ella pensé en la mujer de la Feria. Estábamos iniciando lo que yo creía sería un gran romance. Ella se dedicaba a la administración de viviendas en un complejo urbanístico del sur. Pensé que, si mi madre veía que otra mujer estaba en el presente, a pesar de mi decadencia su natural avaricia iba a ceder un poco y me iba a ayudar a volver a salir a flote.

A la mujer la conocí en una conferencia en la Feria del Libro que daba un autor de libros famoso que había sido alguna vez mi psicólogo. Por ahí escribí mi speech de cuando dejé de ir a su consultorio, pero es demasiado estúpido para reproducirlo acá ahora. A la mujer, para seducirla, le mentí que el psicólogo famoso y yo éramos primos y que a él su mamá le había puesto su nombre por mí, porque competía mucho con la mía.
—Soy yo el arcángel, o somos los dos.

Ella me miró con suspicacia.
—¿De verdad te llamás como él?
—Bueno, sí. Pero en realidad nos tratamos muy poco. El ahí, así como lo ves, es muy centro. No le gusta que le hagan sombra.

Estábamos sentados cerca de la puerta, los dos solos en medio de la multitud de seguidores del psicólogo y supuse que en cualquier momento iba a aparecer alguien para sentarse con ella. Pero la conferencia inició y nadie vino.
—Ahí está —dijo ella.

Esforcé la vista para enfocar al psicólogo en el escenario. Pero lo veía diminuto y se me cansaban los ojos intentando verlo. También los oídos intentando escucharlo. Se me figuró que las palabras que el psicólogo decía se iban yendo hacia otro lado que donde estábamos nosotros, como si su significado fuese como el sonido de las ruedas de los vagones de un tren en movimiento. Sobre esa masa sonora, ininterrumpida, se filtraba la voz del orador. La idea de que nunca lograría oírlo se montó en mi imaginación, llevándome muy lejos. Me vinieron a la mente lecturas adolescentes y las representaciones de la interioridad que hacía, en sus textos, un escritor extranjero. Me daba algo de culpa encontrarme desatento a las anécdotas que las frases expuestas por el psicólogo en ese lugar de un modo notorio deleitaban a todos. Había vistas, miradas cómplices. Pero cierto paisaje pugnaba por hacerse notar en mi conciencia.

Era soleado, era abierto, era luminoso. En la oscuridad de mi alrededor (solo matizada por los focos que apuntaban al escenario) se había filtrado la naturaleza exterior y diurna, como cuando en el laboratorio en penumbras de un fotógrafo que se encuentra revelando el trabajo del día entra, intempestivo, un rayo de luz que lo arruina todo. Así, lo verde que yo veía adentro mío contrastaba con la negrura que se desprendía del escenario. Y era curioso porque en realidad ninguna de las personas se veía incómoda ni insatisfecha; por el contrario, su disfrute aumentaba ostensiblemente a medida que la verborragia escénica crecía. Me di cuenta de que esa suerte de reacción adversa a la alegría de los fieles era una vieja conocida, como si mi espíritu de contradicción se estimulase con el placer colectivo. Para no sentirme tan sapo de otro pozo fingí interés y busqué ser encantador con mi vecina de fila.
—¿Querés que te lo presente?

Ella pareció sorprendida, pero lo disimuló. No le había prestado demasiada atención hasta ese momento y sin embargo era muy llamativa. Cuando terminó la conferencia le dije:
—Vení.

Caminamos hacia el escenario esquivando a las personas que se movían hacia la salida y para cuando estuvimos en la primera fila el psicólogo ya se había esfumado de mi vista.

—¡Gabriel, Gabriel!

El conferencista reapareció. Levantó la cara del libro que estaba firmando en el fondo del escenario y quedó prendado de inmediato por el porte de mi amiga (yo ya me sentía en comunión con ella). Una señora con un bebé en brazos puso el cuerpo y nos ocultó de su vista.
—¡Gabriel, Gabriel! ¡Señor Rolón! Por favor, tóquelo.

El psicólogo quedó estupefacto.
—Querida, yo no soy... —él le hablaba desde el escenario y la señora extendía al niño desde abajo, delante nuestro. Un empleado de la editorial lo apartó y arrastró hacia las bambalinas. La mujer con el niño quedó con él colgando de las axilas, las piernitas en el aire.
—Señora —dije en un impulso—. ¡Señora!

La madre me observó de costado.
—¿Puedo?

La devota evaluó rápidamente la situación. Vi sus ojitos irse detrás del psicólogo ausente, bailaban como bolitas. Me extendió el niño con un suspiro resignado. Lo sostuve un momento en mis brazos y se lo devolví.
—Va a estar bien —dije y arranqué para salir de la sala.
—Él también se llama Gabriel. Es Gabriel —dijo mi amiga, y salió caminando detrás mío.

De modo que para cuando organicé lo de vernos con mi madre yo ya tenía su contacto. Como seguía sin teléfono y sin computadora, esta vez no pedí prestado sino que fui a un locutorio y le escribí un mensaje de invitación por el Facebook. Las fotos que ella tenía publicadas eran despampanantes. En todas se la veía sola y con bellos paisajes urbanos de fondo: un hotel lujoso, la orilla de un río, algún cóctel donde escanciaba un vino tinto o una copa de champagne, sentada en una butaca alta y ciñendo su cuerpazo con un vestido ajustado, muy corto, con botas que le llegaban a los muslos, de las que se llaman bucaneras. Una mujer así, así como la hija de un corsario negro, era lo que yo necesitaba para poder enfrentar a la avara de mi madre y a mi despótico hermano.

La mujer de la feria fue la primera en percibir la descomposición y lo hizo a su estilo, inclemente y espontaneo.
—¡Apestás, nene!

Me había ido a recoger en su auto nuevo y no me dejó subir. En cuanto dijo eso salió a toda velocidad y por un momento creí que me arrancaba la mano. El otoño iba dejando paso a los días más fríos y me sentí perplejo imaginando que esa noche dormiría en la calle, tan lejos estaba de mi casa y sin dinero en el bolsillo. Pronto la perplejidad cedió su lugar a la contemplación. Era grande el movimiento y las personas caminaban enlazadas por una energía que unía los cuerpos como hace el fluir de las mareas con los cardúmenes. Inmóvil en esa calle de los suburbios, entendí el significado de la frase hecha que habla de la “corriente humana”. Lo único que hacía falta para que no fuese parte de ella era indicarles a mis piernas que se negaran a caminar.

Mis pensamientos iban en dirección de encontrarse con la cercana estación de tren, en el que yo había llegado a la cita, pero mi insensibilidad quiso lo contrario, que permaneciese ahí como un poste, hierático en la bruma ya a esa altura nocturna. El grupo de transeúntes pudo más y me arrastró a las corridas hasta la construcción con andén. Afortunadamente la masa de gente parecía andar sin olfato, y no pareció molestarse en absoluto por mi mal olor.

Esa noche se consolidó la rutina más exquisita; apretado a la idea, estrujado, no era ya un aspirante a cristal de masa, era la masa misma, con toda su dimensión de grupo, muchedumbre, grano de arena en el desierto de la exclusión. Desde adentro mismo yo podía por fin describir en carne propia las bondades de la anónima indigencia. Era un cuis en la madriguera, una brizna de pasto en la sabana africana, la hojita blanda que jamás podrá ser arrancada de su sitio por el feroz huracán.

Observé una imagen mía reproducida por las cámaras de seguridad de una vidriera que vendía televisores. Era la de un hombre translúcido, a pesar de que seguía siendo canoso, con el pelo crecido, la barba gris, desprolija y una mirada repentinamente neutra y despersonalizada. Por fin yo era igual a cualquiera, me dije con entusiasmo y también: así que de esto se trataba ser la escoria de la sociedad. Curiosamente, las almas con que me crucé esa noche parecían impermeables a esta clase de comunión.

Cuando el sueño me ganó, dormité recostado sobre un asiento en la terminal del tren; después alguien me agitó bruscamente y me enderecé. Pasé las horas imaginando la cercanía de otros cuerpos, aguardando que fuesen las primeras horas de la mañana, cuando el sol nos buscaría los ojos a través de los ventanucos, para disimularme entre los madrugadores que iniciarían su habitual, larga jornada de confuso trajín, porque ya a esa altura era imposible determinar quién era el hijo de qué madre, cuál niña de cual padre, qué pasajero hermano o hermana de cuál.

Y luego estuvo esa otra cosa del sonido ambiente. La voz metálica en los vagones. “Estás en la estación…”. ¿Por qué nos tuteaba? Mientras, el motor del convoy decía lo suyo en su propio idioma. Con los ojos cerrados se agudizan los sentidos. Por ahí atrás alguna tos, frases sueltas, pausadas. Un suspiro. La chicharra tres, cuatro veces y el traqueteo de la formación que pasa por el andén vacío. Próxima estación cuál y ahora el traqueteo que está debajo, regular, insistente, junto a ese como zumbido que ya no escuchamos porque ha pasado a formar parte de nuestro amodorrado cerebro.

Antes de venirme abajo en el despliegue contranatura, tuve muchas veces ocasión de andar y viajar como turista en los mejores trenes del mundo. Puedo asegurar que en ninguna otra parte suenan como los de nuestras vías.

Una suerte de orgullo nacionalista fue ganándose su lugar en mi interior, algo del orden amoroso que encontraba disfrute en los cambios mínimos. La niebla de las mañanas gélidas filtrándose desde la tierra, el aroma a chipás, el placer inefable de entrar a un vagón cuando no hay espacio ni para una figura escuálida. La compañía, por fin, de los demás. Seres quebrados por el continuo yugar y dispuestos a repetirse una y otra vez, con la fuerza de la especie, que es capaz de adherir a todo, incluso a su propio derrumbe.

Me sentí como un sarabaíta que aún no había encontrado a sus secuaces misántropos. El misticismo pacientemente sembrado finalmente despuntaba en mí. Fui el arcángel caído. Entonces todas las noches fueron esa noche en que ella me dejó por mi mal olor. Primero sin rumbo fijo, tratando de ubicarme en el interminable y desconocido suburbio. Sin documentos ni tarjetas, sin crédito, ni lo mínimo para poder viajar. Todo se me había ido en su auto nuevo. Y yo me corrompía en estado de shock. De repente mi cerebro se había puesto en blanco y me vi recorriendo las calles. Apestaba. Ella tenía razón. La idea de mí que había postulado era en lo que yo me había convertido.

A medida que la noche fue avanzando, me vi impelido a orinar entre los árboles como si fuera un perro. Elegí por eso las calles más oscuras. Guardaba adentro mío los recuerdos de mí mismo, no hacía mucho yo era un burgués más y ahora, por obra y gracia de mi confundido juicio, había llegado a lo que en cierto momento creí era la más importante de mis metas.

Curiosamente, no sentí sueño ni cansancio. No al menos el cansancio que te lleva al sueño. Vacía de sentido, en cierto momento de esa noche interminable mi cabeza hizo un giro inesperado. Pude verme desde afuera, como si fuese mi propia aura que se hubiera separado del cuerpo que seguía caminando y deteniéndose cada cien o doscientos metros para aliviarse. Era algo alucinado y creí que iba a perder la razón o que ya la había perdido. Sentí angustia. Me había propuesto ir rumbo al ascetismo más ancestral creyendo que algo iba a ocurrir. Pero no ocurrió nada.

Así que esto, de esto se trataba la locura de la miseria, esto es ser pobre de toda loca pobreza, me dije consternado y, al mismo tiempo en que me lo decía, mentalmente, me respondí que no era cierto porque, de serlo, ni siquiera habría tenido conciencia de mí para pensarlo.

La oscuridad se volvió absoluta y opté por entretenerme contando los pasos que iba dando. Caminé por calles que eran de tierra o pedregullo y a medida que fui avanzando, las manos en los bolsillos de la campera, miraba hacia adelante, imaginando formas en las sombras de los árboles que me servían de mingitorios, y en los arbustos y en las casas bajas, desde las que llegaban reflejos de alguna ventana o de un foco del alumbrado público. Me imponían respeto...

La ausencia de luna contribuyó a mi sensación onírica. Sin embargo, yo me sentía más que despierto, lúcido estaba. Confuso, sí, pero atento y como expectante. ¿Estaba naciendo de nuevo? Y si nacía, ¿cuál iba a ser mi novedoso estado?

En el silencio a mi alrededor se recortó, nítido, el ladrido de un perro. Venía de un punto invisible y le presté atención como si en su reiterado sonido hubiese un mensaje para mí. No fue así. Es increíble lo que puede llegar a figurar la mente cuando no deja de funcionar en una situación extrema. No sé cuántas cuadras habré caminado de ese modo hasta que llegué a una estación de servicio. El playón estaba vacío. Por fortuna, los baños permanecían abiertos. Al volver a orinar viví otra epifanía, como la de la mujer dando de mamar, pero, esta vez, del orden diacrónico. Esto habrían sentido los exploradores de todos los tiempos cuando regresaban a la civilización. Me lavé las manos con placer y también la cara. Me sequé con el secador automático, disfruté el aire caliente en las palmas y doblé la cabeza para sentirlo en el cuello. Antes de salir oriné de nuevo y lo hice con gusto a pesar de que a esa altura ya me ardía el pene. Tantas veces oriné esa noche como nunca en mi vida. Y lo peor no era tener húmedo el pantalón de tanto hacerlo, lo peor fue no poder recordar desde cuanto tiempo antes se había estado mojando. No podía prever en qué momento mi vejiga iba a estar liberada completamente. Sentí sed, pero no quise tomar agua. Lo único que quería era vaciarme por completo.

Mi lengua estaba amarga como la de un cocainómano y no por el mucho decir sino por el seguir callando. De solo pensarlo me vino un mareo y perdí el equilibrio. Debo haber caminado todavía unos pasos más, hacia el playón. Y entonces tropecé o me desmayé del todo, porque cuando abrí los ojos la claridad del día me perturbó. En la frente sentía un dolor y al mirarme los dedos vi sangre fresca. Estaba tirado de costado y solo. Sospeché que había perdido el conocimiento por muy poco tiempo. Me levanté, trastabillando, y entonces me vio el playero. ¿Dónde había estado todo ese rato? Durmiendo, supuse, él sí, en un cuartito con el televisor encendido.
—¿Está bien? —me dijo viniendo hacia mí.
—Sí, sí —dije mientras el suelo se acercaba nuevamente hacia mi cara.

El playero me atajó en el aire, por las axilas, y yo sentí el olor acre de su transpiración por debajo de la tela rústica del uniforme. Después me dejé arrastrar hasta el cuartito y me quedé sentado en la silla con la cabeza caída sobre el pecho, como una sucia marioneta sin hilos.

Me conmovía tanto el empuje como la inutilidad de los jóvenes, que entre esos dos extremos se encontraban por acá o por allá aquellos que me iba cruzando. Para ellos, para ellas, yo era el pasado. Para mí, el pasado lo eran ellos y ellas, en su infinita aspiración al ascenso social, ese cuento de hadas. Como no había perdido el gusto de mirar, cada tanto me encontraba en situaciones confusas. Desgreñado y tranquilo, una tardecita fui a una plaza a buscar tucas de marihuana. Ese hábito se había vuelto mi cotidianeidad. Solía hallarlas juntos a los bancos y las reconocía enseguida por el cartoncito enrollado que usaban los guachines como filtro. Absorto en la búsqueda, una voz aguda me distrajo de esa paz trabajosamente alcanzada.
—¡Está lindo el viejito!

Subí la vista desde los guijarros rojos junto a los bancos de cemento, la dejé fluir por los troncos de los árboles por encima de los cuales las nubes procuraban formas movedizas, demasiado veloces para que se consolidaran como forma, volví a bajarla cuando llegué a la punta del mástil y al recorrerlo hasta su base en la fuente encontré pasando, ya delante de mí, rientes, a un grupo de chicas. Su fealdad atrajo mi atención más que su juventud. Verlas irse hasta la esquina y luego regresar para volver a pasar frente a mí y dirigirse otra vez hasta el mástil central, siempre riéndose, me hipnotizó.

Una del grupo, la más gorda y torpe, frenó de pronto.
—¿Qué mirás?

Era la misma voz de antes. Me salió decirle:
—Disfruto.

Después de un largo segundo ella gritó:
—¡Roñoso! ¡Pajero!

Quedé desconcertado.

Mi padre históricamente ausente, que a esa altura de mi vida ya era todo lo contrario, siempre había soñado con volverse millonario. Prueba de su ambición fueron tanto sus proyecciones de negocios para inversores fugaces como el afán de direccionar mi búsqueda hacia una meta de exquisitez y fortuna. Podría escribir un libro contando los consejos que me legó en sus últimos meses de vida. Tal vez algún día me anime a narrar la peripecia de su ambición disparatada y genial. Tal vez ya lo hice y olvidé ese libro en algún lado. Por ahora ubicaré el momento en que él me llenó de sus irresponsables buenas intenciones: viviendo de la caridad de una ex-esposa infinitamente paciente, de los cuidados públicos en un país con responsabilidad social para con sus ancianos, sin importar que estos fuesen extranjeros.

Los orgullosos sueños de mi padre se vieron satisfechos durante un tiempo, el tiempo en que mi más que orgullosa madre nos distanció de él. No debió unirlos lo egoísta sino la megalomanía de creerse superiores a los demás, cuando eran jóvenes y promisorios, como casi todos los jóvenes. Para cuando encontré mi oscuro y dichoso rumbo, cada uno de ellos estaba con un pie en la tumba, luchando por sobrevivir algunos años más. No me pareció compartirle a ninguno de los dos mi sinuoso triunfo, eso los hubiera aniquilado antes de tiempo. Al menos es lo que quise creer. Y tal vez me equivoqué. De haberme visto en esta vida lo más probable es que, a él, le habría resultado una cosa de lo más graciosa y, a ella, otra locura de las mías.

Unos días más tarde viví una extraña ensoñación. Estaba tumbado en las cercanías de un río. Hacía calor y era de tarde, creo. Seguramente me ofrecieron algo de fumar o tal vez tomé más vino de la cuenta. Me dio por describir, en un cuadernito, la costa, las hojas de los árboles y los arbustos y enredaderas que florecían ese verano, distrayendo la atención del observador melancólico hacia los colores y las formas, que se prolongaban como una cosa viva adentro del río donde flotaban barcazas, lanchas colectivas y catamaranes. Sentí sueño y debo haberme quedado medio dormido. Y así, sin que mediara un corte o lapso previsible entre la vigilia y el sueño, a esa hora rara, porque de repente no sabía cuál era, si iba siendo de día o empezaba a anochecer, y sin que el cerebro mío hubiese tenido tiempo de tomar las riendas de mí, el otro yo que era mi espíritu derrotado se movió flotando en su cordón astral como si todo mi ser hubiese sido, en ese momento, una especie de Lobsang Rampa, aquel fraude encantador de mi adolescencia.

Alex Margulis, Argentina © 2025

alexmargulis292@gmail.com

Alex(ander) Margulis es director de la Agencia Ayesha de Servicios Culturales y Literaria:
https://www.ayesha.com.ar

Pueden encontrar más información sobre el autor en:
https://ayesha.com.ar/autores_detalle.php?id=41

Alex(ander) Margulis es escritor. Nació en Bostón, Estados Unidos, pero vive desde los dos años y medio en la Argentina. Publicó periodismo con el seudónimo de Alejandro Margulis. Docente y propalador infatigable de nuevos valores. Editor de profesión y oficio. Alimenta, como vocación secreta, ser pintor de domingo. Conduce el emprendimiento Ayesha desde 1978, que entonces era revista de literatura, en 2002 se hizo editorial y en 2017 se reconvirtió en revista-editorial y agencia de servicios culturales, alojada en www.ayesha.com.ar.

Ha publicado varios libros sobre diversos temas: Padre ausente (Camelot, 2020), Santa Gilda. Su vida. Su muerte. Sus milagros (Editorial Planeta, 2016), Gilda. Abanderada de la bailanta (Editorial Planeta, 2012); Junior, Vida y Muerte de Carlos Saúl Menem (h.) (Editorial Planeta, 1999), Alex. La vida de un militante gay (Ediciones B, 2011), Fin de cita (Elortiba.org, 2004), Los libros de los argentinos (El Ateneo, 1998), Quién, que no era yo, te había marcado el cuello de esa forma (Beatriz Viterbo, 1993) y Papeles de la mudanza (Catálogos, 1988).

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