Guardó por instinto el arma en el bolsillo de la gabardina y caminó cansino a lo largo del andén ahora desierto por el horror. Atrás quedaba tirado el cuerpo sobre su charco de sangre. Se detuvo y volvió a mirar: no le gustaba hacerlo, pero tenía que vigilar. Lo había aprendido hacía años, cuando el supuesto muerto se levantó y por poco termina a destiempo con su carrera de maleante. Aunque era una precaución necesaria, le disgustaba contemplar la víctima en perspectiva, porque una cosa era mirarla en el momento en que la sacrificaba, cuando cualquier gesto de vida, así fuera el último y además patético, aún la animaba, y otra observarla en la distancia con las piernas abiertas como una cáscara de plátano sobre el piso.
Esas miradas profesionales que se obligaba a echar sobre los cadáveres, como postales de necropsia, habían quedado plasmadas en su conciencia, para relumbrar de repente en cualquier momento y lugar, no importaba que le hiciera el amor a su estéril amante, se arrodillara ante San Antonio Abad, santo patrón de enterradores y carniceros, si veía un partido de fútbol o soñaba sus pesadillas densas de podredumbre.
Desde el penúltimo asesinato decidió escapar sin motocicleta, a pie y con lentitud. Se sentía cansado. Matar no era fácil, ¡si lo sabría él! No quería trabajar más, pero los pistoleros no tienen pensión del Seguro Social, a menos que pertenezcan al aparato estatal de seguridad. En este momento, al ver a su reciente víctima sintió que ese cadáver era el último. Vio las piernas desparramadas, los brazos al garete, los ojos abiertos, los labios como sosteniendo un do de pecho, y recordó la vez que había matado a un hombre que orinaba y cómo se desplomó de cabeza entre la taza del inodoro; pero al echarle la segunda mirada, le pareció la más indigna de las posiciones y se devolvió para dejarlo tirado de cualquier otra forma.
Había decidido colgar la pistola y por eso hoy tampoco huía a las volandas; sin embargo, la policía tampoco llegaba, y pensar que en estos días de su otoño acariciaba la idea de terminar en la cárcel por cuenta del Estado. "Sí", se decía, "es el destino natural de tipos como yo, a ver si viene la autoridad y me agarra".
Miró la calle y no vio el mínimo indicio de uniformes, ni carros patrullas, ni sirenas y de nuevo volvió la cabeza para ver su muerto que parecía cantar, y sintió otra vez que éste era el último. Entonces una extraña fascinación lo atrajo hacia el cadáver. Caminó con paso de bestia herida y se arrodilló ante él. Le acomodó las piernas, le cruzó los brazos sobre el pecho, luego le cerró los labios mientras cantaba "...el mundo fue y será una porquería, ya lo sé...", le bajó los párpados, y se acostó sobre él para nunca volver a levantarse.
Los testigos juraron que el suicida se alejó varios pasos después de que se descerrajó el tiro en la sien, y que de pronto se devolvió y se acomodó en una posición digna de velorio mientras suspiraba un tango; pero los peritos que hacían el levantamiento desoyeron tales charlatanerías a la vez que comprobaban perplejos, el extraño hecho de que el arma asesina se encontrara entre el bolsillo del gabán.
Helder Morales Sepúlveda, Colombia © 2003
heldermorales@yahoo.com
Helder Morales Sepúlveda es colombiano y de joven fue muy inquieto, razón por la cual, dice a la sombra del gran León De Greiff: "Estudios que ha hecho: veinte años de tanteos sin rumbos... calles, alcobas, bibliotecas y cafetines". Por esto no tiene profesión conocida ni reconocida. De sus años de tipógrafo, le quedó el amor a los libros; de su época de teatro, el amor a las puestas en escena; de su etapa con los idiomas, el amor a las traidoras traducciones; de sus tiempos de códigos y leyes, el humor negro. Pero su gran amor es el cuento, género con el cual ha ganado concursos, y algunas de sus narraciones están dispersas en revistas y antologías en Colombia. Tiene dos libros inéditos, y trabaja en una novela fantástica. Para sobrevivir en espíritu, sueña mucho; para sobrevivir en la carne, es funcionario público.
Lo que el autor nos comentó sobre el cuento:
Nace del epígrafe, el cual me hizo imaginar que también en el momento de la muerte, uno se ve a sí mismo, ya no comiendo cerezas, sino tirado en su sitio fatal; y si quedó en posición indigna, ¿querrá uno acomodarse o le importará un pepino? De todos modos, ya no va a poder, excepto con la Literatura.
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