La semana que la AECID(1) lo llamó para comuicarle que el gobierno había decidido suprimir varios lectorados(2), la muchacha había ido a buscarlo al despacho y, por fortuna, lo encontró en la puerta de la facultad, cuando él iba de camino al aula trescientos dieciocho a impartir su primera clase de la mañana.
Shymkent había amanecido nevado y luminoso, con el cielo muy azul. En las noticias del día anterior habían informado que sería la última nevada de este invierno y Uxío Carballo se estremeció al abrir las cortinas de su habitación y entender que no volvería a participar de ese paisaje. Después de desayunar y de ducharse, tomó el autobús ciento treinta y cinco y se apeó enfrente de la Facultad de Lenguas Extranjeras donde, sin grandes méritos, llevaba trabajando un curso y medio. Justo en la entrada del edificio fumaban cuatro jóvenes y para quitarse el frío, por entretenerse o preparándose para futuras luchas, se pegaban puñetazos y patadas, con los consiguientes movimientos de ataque y defensa que obstaculizaban a los otros estudiantes, ya hechos al frío o con otras cosas en la cabeza. Los treinta y seis años del profesor Carballo pisaron las escaleras de nieve que daban acceso al centro educativo, deseando que no se le acercaran demasiado los chicos, que no lo tocaran con sus valentías porque le tendría que dar un guantazo a uno de esos niñatos con todos los problemas que esto le causaría.
Aunque nunca había dado un suspenso, se le consideraba un profesor estricto porque ingenuamente pretendía que los alumnos aprendieran, no usasen los teléfonos móviles ni escuchasen música durante la clase y que tuviesen el respeto y la inteligencia para copiar en los exámenes con discreción. Llegado desde Galicia con los criterios de la Universidad de Santiago de Compostela, se resistió casi un año a formar parte de ese circo, pero, al final, sucumbió cansado de los pobres enfrentamientos con un par de alumnas descontentas, con las peticiones de sus compañeras para sus familiares y con la advertencia del decanato de que, en función de las notas de los alumnos, le darían las vacaciones un mes antes o un mes después. Devorado por este sistema corrupto e ineficaz, había alargado su sombra de lobo estepario, dispuesto a una mejor relación con el mundo académico y consigo mismo cuando cruzó las puertas del edificio.
–Buenos días, Uldana, ¡qué sorpresa! ¿Qué tal tus vacaciones?
–Bien, muy bien, ¿y tú? –respondió en un inglés de marcado acento ruso.
–Todo estupendo.
–¿Fuiste a España?
–Pasé las navidades en Galicia.
–¡Qué bien!
–¿Y tú qué has hecho? ¿Has estado en Shymkent?
–No, viajé a Tashkent con mi familia. Volví hace unos días porque empezaban las clases.
–Este semestre no tienes clase de español, ¿verdad?
–No, hasta el próximo curso no –el profesor sostuvo incómodo la mirada limpia de la muchacha. El Embajador le había informado que era confidencial el cierre del lectorado y no debía comunicárselo a ningún miembro de la universidad–. Por cierto, voy a estudiar español. He mirado el libro que me dejaste. Ahora sí quiero aprender. No te rías. ¿Pero por qué te ríes? Ya sé que te lo he dicho más veces y que luego no he cumplido mis palabras, pero te prometo que ahora voy a aprender.
–Uldana, a mí no tienes nada que prometerme. Me parece muy bien que quieras hablar español.
–¿Pero por qué sigues riéndote?
–No deja de ser gracioso que quieras aprender español cuando ya no tienes clase conmigo.
–Bueno, pero tú me vas a ayudar.
–Por supuesto, tienes mi número de teléfono y además vendré a la facultad todos los días. Llámame cuando te apetezca.
–Muchas gracias, profesor.
–De nada –el hombre posó indiferente su mano en el brazo de la muchacha y se arrepintió al instante. Sabía que debía evitar el contacto físico con las estudiantes, pero su naturalidad a veces olvidaba la cultura del país–. Tienes que perdonarme pero llego tarde a clase.
–No pasa nada, pero… –la estudiante no fue capaz de pronunciar la siguiente palabra–¿hablamos otro día?
–Claro, cuando quieras. Adiós.
Uldana Begalieva cursaba su tercer año en la Facultad de Lenguas Extranjeras. No era demasiado inteligente ni poseía inquietudes intelectuales, pero fingía con acierto lo contrario y era una alumna bien considerada por sus profesores. Al igual que sus padres y abuelos, había nacido en Kazajstán, pero se consideraba uzbeka por cultura y tradición. Su juventud avanzaba hacia un punto fijo: el matrimonio. Se casaría virgen y sus padres le buscarían un esposo uzbeco, que también perteneciese a una familia aferrada al islam y a los rituales antiguos y venerados. Ella lo aceptaba alegremente, pues concebía el matrimonio y la obediencia a los padres como el sentido lógico y verdadero de la vida. No obstante, la llegada del profesor Carballo, un hombre alegre y pensativo, que hablaba de la importancia de definir los instantes vitales, del respeto y la tolerancia –también hacia los homosexuales. ¡Aquella clase había sido un escándalo!–, de otras culturas y otros modos de entender las relaciones sociales, le había hecho plantearse algunas preguntas que tenía miedo de responderse. Atraída y temerosa, entreveía la puerta fulgurante y temible que el profesor había abierto a otras realidades, sin atreverse a dar un paso más ni a alejarse totalmente de su claridad. En el anterior semestre, un viento frío estremecía su cuerpo como un abrazo ceñido y contento cuando, al entrar en la clase de español, veía al profesor sentado en el alféizar, mirando el resplandor de las montañas nevadas, indiferente a los ruidos del pasillo y al retraso de sus estudiantes. En esos segundos, las demás clases y los demás profesores no le importaban, eran sombras desenfocadas, irreales, que apenas existían, y se sentía inclinada a aprender esa lengua de pájaros exóticos que se emocionaban con la nieve. Había intentado hablar con sus amigas sobre esta sensación, incluso con alguna compañera de la facultad, pero no lograba explicarse ni hacerse entender y pronto renunció a la comunicación, convencida de que hay sentimientos sobre los que no se debe reflexionar, sobre los que la mayor parte de las personas ni piensan y, en el mejor de los casos, no se pueden entender más allá de la piel. De todos modos, el miedo ya no le preocupaba como hace un año, se había convertido en un dolor suave, en una leve angustia que cesaría cuando acabase sus estudios y formase su familia. Estaba segura.
En bata y zapatillas, Carballo vertía en la copa los últimos sorbos de una botella de Terras Gauda, su alvariño favorito, cuando sonó el teléfono. Después de haberlo pensado mucho y de haber iniciado la conexión varias veces para finalizarla antes del primer tono, Uldana se dijo, que sea lo que Dios quiera, y esperó a que el profesor descolgase el teléfono. La muchacha se disculpó por llamar tan tarde, y él respondió que era una hora estupenda, que no trabajaría más ese día y estaba bebiendo una copa de vino. Por un momento, la joven se sintió contrariada imaginando al profesor borracho y se preguntó cómo un hombre tan sensato y vitalista podía beber alcohol. Durante minutos mantuvieron en el aire silencios cómodos y palabras, sin que estas formasen una conversación definida. No era exactamente lo que Uldana pretendía, pero se sentía bien sabiendo que él la escuchaba con atención. De pronto, su voz honda de animal descubierto le preguntó si le gustaría acompañarla al cine a ver una película española, Viridiana de Luis Buñuel. ¿Viridiana en Shymkent?, se asombró el gallego y le respondió que sí, con mucho gusto, que le encantaría. Al colgar el teléfono, la muchacha se llevó nerviosa una mano a la yugular para medir los latidos de su corazón, y el hombre se llenó la boca de alvariño, lo llevó con la lengua a todos los rincones, respiró por la nariz, lo tragó y espiró un aroma de roble afrutado entre los labios.
De todo lo que le había importado en la vida iba haciendo cada vez más años: los primeros amores, los poemas y las novelas que forjaron su educación sentimental, los viajes exóticos y los veranos en la Costa da Morte de los que otro volvía con su camiseta y sus vaqueros. La crisis de la madurez o del final de la juventud había llevado a Uxío como una hoja seca en los arbitrios del viento. Kazajstán era un rincón, el hueco de una mano donde pasaban los días sin acumular experiencias de las que poder vivir en el futuro. De sus pretensiones artísticas e intelectuales quedaba sólo el gusto por la lectura y algunas notas y fragmentos que escribía en un cuaderno Oxford de páginas blancas. La izquierda no ha sabido envejecer –pensaba–. Nos cuesta madurar. Le dolía la reforma educativa, los cinco millones de parados de su pueblo. Pronto habría uno más, le habían dicho esta semana. Sin trabajo, la idea del regreso cargaba demasiado los cafés en su estómago y buscaba alternativas para malgastar la vida con dignidad: la universidad escocesa de Saint Andrews necesitaba un profesor de español y, en Corea del Sur, varias escuelas ofrecían alojamiento y un salario europeo por doble jornada de trabajo.
La tarde del estreno, desde que salió del portal de su casa, la lluvia lo acompañó a cada paso, delgada y trémula, fue empapando su gorra y sus hombros de piel marrón, salpicó con el barro los bajos de sus vaqueros y ensució sus botas hasta los tobillos. Le impregnó también el abrigo con sombras de luz y el leve aleteo de una mariposa le acarició con suavidad el rostro recién afeitado. La lluvia limpiaba las calles y regaba la memoria. Era una verdad que le hacía daño y, a la vez, le reconfortaba. En la adolescencia había tomado la costumbre de salir a caminar bajo la lluvia, a pesar del frío y del miedo a una pulmonía con que lo amenazaba su madre. Le encantaba subir a la muralla de Lugo con el temblor de la tormenta en los labios y las muñecas, caminar sin prisa y detenerse cada pocos metros, abrir los ojos y la boca al cielo reprimiendo el grito y extender los brazos como un crucificado en la plenitud de la alegría. En Shymkent, a siete mil kilómetros de distancia, el final del invierno le hacía pensar en estas cosas y sentirse en Galicia, sin que importase esta vida tan diferente que transcurría bajo sus pasos. La lluvia era un vínculo con todo lo que amaba. A veces era triste caminar por Kazajstán.
Se encontraron en el cruce Garant-Taukiján, a cinco minutos del cine. Se estrecharon la mano y él no le dijo que estaba muy guapa, tan guapa como siempre, tal vez más, aunque lo pensó. La visión de una pareja tan heterogénea llamaba la atención de los otros transeúntes. El estilo informal y las canas de Carballo no entonaban con el negro riguroso y recatado de la adolescente. En los jardines externos que daban acceso a la pequeña sala, la tierra limpia y húmeda donde crecerían los rosales espiraba los primeros olores de la primavera. Dos leones de bronce gigantescos custodiaban la entrada del recinto. El hombre se detuvo justo en la puerta y Uldana entró riéndose y dándole las gracias. La amabilidad de su acompañante le parecía una diversión alegre y sencilla. Tomaron asiento en el centro de la sala, se quitaron los abrigos y, como si hablase del tiempo, la muchacha le preguntó por qué aún no se había casado. La pregunta le sorprendió sin fastidio: ya la había escuchado muchas veces. Él empezó a hablar tratando de explicarle. Ella lo miró a los ojos un segundo más de lo necesario y a él le dolió comprender que no le entendía. De pronto, alguien pronunció su nombre y Uldana se levantó contrariada. Una de sus compañeras de la facultad también había ido al cine con algunas amigas.
–Hola, ¿qué tal?
–Bien, ¿y vosotras?
–Todo bien, ¿qué haces aquí?
–He venido a ver la película, igual que tú.
–Quiero decir, con el español.
–Nada. Me llamó por si quería acompañarle al cine –mintió.
–¿Y le dijiste que sí?
–Claro, ¿por qué?
–No, por nada. ¿Tiene tu número de teléfono? –la entrometida no esperó respuesta–. Es raro.
–Hablamos mañana, ¿vale?
–Claro. Si quieres hablamos después.
Fastidiada volvió a su asiento. Las luces se apagaron y los grises surgieron de la pantalla. Deslizó el fular de su cuello y un aroma de mujer amable, respetuosa e ingenua que no ha ido mucho al cine se posó en el labio superior de su acompañante.
Era la segunda vez que Carballo veía Viridiana. La anterior había sido hacía diecinueve años. Uldana aún no había nacido. Aquella vez le habían impresionado lo irreverente y mordaz de la producción, la visión satírica y alegórica de la realidad española, el ataque a la hipocresía del catolicismo y la blasfemia inteligente. Sobre todo había admirado la inolvidable y grotesca recreación de La última cena de Leonardo da Vinci con El Mesías de Händel de fondo musical y el maravilloso desenlace de la obra. En esta ocasión, ya conocida la trama, percibió con mayor claridad el humor negro, las recurrencias y la rica simbología; también la seriedad de su estudiante, con los ojos muy abiertos y con una mano indiferente que a veces apretaba su brazo. A Uldana, por su parte, le disgustó que la película fuese en blanco y negro, también la sátira a la caridad, que le pareció surrealista e inverosímil, y la tragedia de la protagonista. Esto no es España, pensaba. En el cine español tiene que haber colores muy vivos y Penélope Cruz debe ser siempre la actriz principal.
Encendieron las luces. Esperaron a que la música terminase y Carballo la ayudó a ponerse el abrigo. Ya en la calle, desanduvieron el camino hacia Garant, uno hablando de Luis Buñuel y la otra escuchando atenta. En la acera de enfrente, Uldana advirtió cómo sus compañeras la señalaban y, aunque fingió no verlas, esto no disminuyó su desagrado. Se preguntó si habría hecho mal quedando a solas con el profesor y qué pasaría si se enterase uno de sus familiares. Pronto desechó estas dudas. No había hecho nada malo. Habían ido al cine y ahora se iría para casa. Sin embargo, al llegar a Garant, Carballo le propuso tomar un té. Entraron en Madlen, uno de los locales de moda de la ciudad, y se sentaron a una mesa discreta. Uldana pidió un cóctel de fresa sin alcohol y, erróneamente, pues no fue capaz de terminarlo, el hombre hizo lo mismo. Mientras esperaban las bebidas, le preguntó qué hacía un hombre como él en Shymkent, y él respondió que se hacía la misma pregunta cada día.
–¿Cuándo te irás?
–No lo sé –volvió a mentir y se sintió culpable, aunque sabía que no podía sincerarse con la muchacha.
–Me prometes que te quedarás el próximo curso. Te prometí que antes de que te fueras hablaríamos en español.
–No puedo prometértelo, Uldanita, porque no depende de mí.
–Ya, ya lo sé, pero no quiero… Yo sé que he hecho las cosas mal, y que no he cumplido tus expectativas. Siempre te has portado muy bien conmigo y yo no he estado a la altura, pero el próximo curso será diferente.
–Vale. No te preocupes. Ya buscaremos un puente por el que cruzar cuando lleguemos a ese río.
–No entiendo.
–Que ya hablaremos de eso el año próximo.
La camarera depositó en la mesa dos copas decoradas con fresas naturales, rodajas de naranja, sombrillas, pajitas y azúcar violeta en las bocas de los vasos, mirando sin aprobación ni disimulo a la pareja.
–Uxío, me caes muy bien. Me encantaban tus clases. Eran muy divertidas cuando no te enfadabas.
–No me hagas reír, por favor.
–Te lo digo en serio –dijo contagiada por la risa de su acompañante–. Eres el mejor profesor de la facultad.
–Vale, muchas gracias. Hablemos de otra cosa.
Una hora después abandonaron el local. Mientras paseaban, hablaban de la luz de la nieve, de horizontes de montaña a caballo, de Casiopea y Viridiana. A Carballo le enternecía la timidez e ingenuidad que había en la risa de la muchacha, las dudas inesperadas e incongruentes de su conversación, su curiosidad temerosa. Había oscurecido y, entretenidos por la conversación, habían llegado sin darse cuenta al portal de Carballo. Este posó una mano en el hombro de Uldana y la invitó a subir. Ella se disculpó torpe y ofendida, lo besó en la mejilla con rapidez y salió casi corriendo, asustada por la pasión que había despertado. No ha pasado nada, se decía, nada. Pero en su corazón ya estaba sucediendo todo.
Se detuvo en una parada de autobús con la sensación de haberse quedado en algún lugar y que su vida seguía sin ella. No lloraba, estaba alegre y triste, aturdida y angustiada. Se sentía enferma, y no entendía por qué le temblaba el rostro.
Los días trascurrieron con su miseria y su edad, con su existencia inútil. Carballo se aburría enormemente en las clases, se encontraba a disgusto, frustrado y apático frente a la indiferencia de unos estudiantes que no se avergonzaban de su ignorancia, orgullosos de una cultura que se basaba en la ausencia de la cultura misma, en el poco o ningún valor que se atribuía a los conocimientos. El dinero, un coche Mercedes, un buen matrimonio. El dinero era lo más importante. La sangre llegaba a dolerle en lo vivo del desprecio que sentía. Fuera del aula era diferente. Se sentía bien cuando dejaba a un lado el rol de profesor y lo cercaban las risas de las estudiantes, sabía cómo hablarles y cómo comportarse. Le era agradable incluso estar callado ante ellas.
La muchacha pensó que el recuerdo de la tarde en que había visto Viridiana se iría disipando, pero pasaron más días con sus noches y, aunque había evitado encontrarse con Uxío, su imaginación recreaba la misma tarde con finales más felices. Los recuerdos, vividos a fuerza de inventarlos, fueron tomando una presencia cada vez más orgánica y en su corazón, desgarrado y orgulloso, la joven se separaba a cada momento de su amante, convencida del alto fin de su existencia y de la grandeza de su dignidad humana. Sin embargo, sentía también que un paisaje entero le estaba creciendo bajo la piel y nada había en el mundo más hermoso que entregarse por entero al cuidado de sus emociones. A nadie le habló de las contradicciones que había parido aquella tarde para no dar la impresión de haber sido feliz y por miedo a que no la compadeciesen. Uxío era su secreto.
Un miércoles Uldana salió de la facultad a las tres de la tarde. A lo lejos, vio las montañas nevadas y azul celeste bajo los rayos del sol del mediodía, el horizonte poblado por la luz y los arrabales de la ciudad; de pronto, comprendió lo triste que era su vida. Empezó a caminar, pesarosa y extraviada. Llegó a Garant y tomó a la derecha por pura intuición. Avanzó por Taukijam y el vaivén de las hojas de los árboles estremeció su pecho con un pasado que adivinaba y no reconocía. Despeinada y vencida, llegó al portal, subió las escaleras y, con el corazón en la boca, tocó el timbre del apartamento veintinueve. Escuchó risas, voces de cristal y pasos que se acercaban. Pensó en salir corriendo, pero era ya demasiado tarde. La puerta se abrió. Carballo, en camiseta blanca y con un arañazo en el cuello, se sorprendió alegremente al verla. Detrás del hombre, una mujer hermosa, con una falda muy corta y unas piernas muy largas, se colocaba los tirantes del sujetador e invitaba a la recién llegada con los ojos y con una copa de vino. Uldana sintió una mano que la arrastraba. Cruzó el umbral lentamente y se quitó los zapatos para no manchar el suelo.
(2) En los departamentos universitarios de lenguas modernas, los lectorados son llevados a cabo por profesores, generalmente extranjeros, que enseñan y explican en su propia lengua. Este texto coincide con el cierre de ciento noventa y siete lectorados de español para el curso académico 2012/13.
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Ilustración de Enrique Fernández
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