En una vida anterior Sebastián había sido feliz. Tenía una familia y un buen trabajo. Se había casado con Claudia cuando ella estaba por recibirse de abogada y él había obtenido una promoción en la empresa para la cual trabajaba. Ambos eran viajeros empedernidos y recorrieron el mundo hasta que llegaron los hijos, dos varones que se llevaban tres años de diferencia.
Con la taza de café en la mano, Sebastián persiguió recuerdos por todo el salón. En esa mesa estaba la foto de Claudia con los niños en el parque, sonrisas de oreja a oreja, cabellos despeinados y una rodilla pelada, recuerdo de la caída en bici dos días antes. La foto del matrimonio ocupaba un lugar especial en la repisa al lado de la chimenea. “A Claudia le encantaba”, recordó Sebastián. “Tengo que reconocer que habíamos salido muy bien”, reflexionó con nostalgia. En la biblioteca, ahora completamente vacía, un estante estaba dedicado a fotos de los chicos en sus diferentes actividades, el mayor jugaba al fútbol, al más chico le gustaba nadar, y juntos practicaban judo. En la pared, innumerables clavitos desparramados aquí y allá lamentaban la ausencia de tantos retratos de familia. Fotos y recuerdos de viajes ocupaban una maleta mediana.
El hombre se acercó al ventanal. En la calle brillaba un cálido sol de otoño, los árboles empezaban a colorearse y ya se podían ver bandadas de pájaros que emprendían su largo vuelo anual. “Y yo también me voy”, pensó Sebastián, con el corazón apretado.
Estaba pronto para el viaje. Llevó una por una las valijas hasta el auto, dio una última mirada a su apartamento y se fue. Lo esperaba un trayecto considerable. “Voy a ir tranquilo”, se dijo, “no tengo prisa. Ya no”. Se rió de nuevo, pero esta vez con cierta pesadumbre, y puso en marcha el vehículo.
Claudia y los niños se habían ido antes, demasiado pronto. La joven madre estaba llevando a los chicos a un parque de diversiones a media hora de auto de la casa, pero nunca llegaron. El enésimo accidente por culpa de un alcoholizado al volante desgraciadamente les tocó a ellos. Sebastián deseó morir, no sabía cómo sobrellevar un dolor tan grande y comenzó a aislarse. Empezó una vida de nómada, viajaba cada vez que su trabajo se lo permitía, dormía casi siempre en hoteles para no estar en ese apartamento tan silencioso. Su hermano Antonio lo invitó muchas veces a volver a la casa en el campo donde habían nacido y crecido, pero Sebastián jamás aceptó. Las llamadas entre los hermanos se fueron haciendo menos frecuentes hasta que se limitaron a dos o tres veces al año, en fechas importantes.
Sebastián manejaba seguro y con calma. Ya estaba saliendo de la ciudad y empezaba a ver los campos con el otoño en todo su esplendor. Amarillo y anaranjado eran los colores dominantes, aún quedaba bastante verde y de a ratos aparecía una que otra mancha roja. La familia solía ir a los parques en días como ese. Los niños recogían hojas de todos los colores y en casa armaban fantasiosos cuadros. En una de esas salidas otoñales, Sebastián prometió una visita a la perrera, los niños gritaban de alegría, ¡habrían adoptado un perrito!, pero el destino infame les jugó una mala pasada.
Estaba atardeciendo. Un grupo de pájaros comentaba bullicioso la jornada desde las ramas más altas de un roble. De pronto, Sebastián se vio en el patio de la escuelita rural improvisando carreras con tres o cuatro compañeros, trepándose a los árboles, zumbando y gorjeando entre la algarabía general de la hora del recreo. Lindos años fueron aquellos, la escuela era chica, había pocos alumnos, las maestras trabajaban realmente por vocación.
Ahora Sebastián andaba por los cuarenta y cinco. En este último año el médico lo había mandado, o se podría decir obligado, a hacer unos exámenes porque no se sentía muy bien y estaba adelgazando demasiado. El resultado de la larga serie de análisis fue el peor, el innombrable. Circunspecto, Sebastián puso en orden sus asuntos, llamó a una agencia inmobiliaria y le dio el apartamento para alquilar. Después de dejar el trabajo, hizo testamento a favor de su hermano y le telefoneó. Antonio era cuatro años mayor que él. Había tenido una novia durante mucho tiempo, y cuando estaban planeando casarse ella lo dejó por otro. Antonio se quedó solo en el campo hasta que, cinco años atrás, empezó a salir con Teresa, amiga de infancia e hija de los vecinos, y finalmente la invitó a vivir con él. La pareja llevaba tres años en la casa que los hermanos habían heredado, cuando Sebastián llamó para contar la noticia. Sin pensarlo dos veces, Antonio y Teresa insistieron en que fuera a vivir con ellos y, algunas llamadas después, entre muchas dudas y pocas certezas, aceptó.
-Y aquí estoy- murmuró Sebastián, mirándose en el espejo retrovisor. Más flaco, con ojeras, muchas canas y tristeza en el alma. Su hermano seguramente estaría más curtido por el trabajo en el campo, con arrugas nuevas y con las viejas más acentuadas. A Teresa la recordaba de niña, era casi coetánea de Antonio.
Estaba bastante emocionado, quién sabe cómo sería la vida allí, con ellos, en esa casa que lo vio nacer. Antonio había jurado revolver cielo y tierra para encontrar la cura que Sebastián no había querido buscar. La ciudad más cercana al campo de los hermanos era grande e importante y ofrecía muchas posibilidades. Quizás...
Después de unas nueve horas en auto, con dos o tres paradas en cafeterías y un restaurante, el viaje llegaba a su fin. Pasada la última curva vio el camino rural y a lo lejos, sobre la colina, las luces que lo estaban esperando. Sebastián sonrió.
Había llegado a casa.
Norma Karamán, Uruguay © 2025
normakaraman@hotmail.com
Norma Karamán Chaparenco es uruguaya, nacida en San Javier (Río Negro), y reside en Italia. Obtuvo el título de Master of Arts en Filología y Profesora de Ruso y Literatura en la Universidad Estatal de Moscú M. V. Lomonósov. Escribe relatos, es actriz y cantante amateur. Vive en contacto con la naturaleza, entre montañas y bosques, cerca de Génova.
Lo que la autora nos dijo sobre el cuento:
"A contraluz" nace de mi experiencia indirecta con el cáncer. El protagonista, agobiado por una tragedia familiar, decide dejarse llevar por la corriente, pero, quizás, le será dada una oportunidad.
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