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La nieve

La niña despertó dando patadas a las colchas y su mirada quedó prendida a las astillas de los tablones del techo. La luz de la madrugada le dio miedo y buscó a su abuelo. Encontró su cara brillosa de sudor que le sonreía desde la otra esquina de la cabaña. La niña apartó las colchas y se sentó al borde de la cama. Durmió vestida. Las botas la aguardaban al pie de la cama. Su mirada se deslizó con miedo sobre la pierna del abuelo, estaba vendada con toallas y sábanas desgarradas. Manchas negras y rojas recorrían las envolturas de la pierna.

Con un ademán, el viejo apuró a la niña y mitigó el apuro con una sonrisa. Ella desenredó la chamarra de la colcha, se la puso y quedó parada. Sintió los bolsillos abultados y pensó en los caramelos y dulces que el abuelo solía esconder en estos. Le sonrió, pero la mirada del viejo se desvió.

En el piso, junto a la cabecera del abuelo, yacían una botella vacía y un plato embarrado de distintas comidas. La niña iba a recogerlos, pero la mano del viejo la paró. Su espalda crujió y quedó apoyada en la cabecera. El abrazo de la niña empañó sus ojos y él le dio un par de palmadas en la espalda. Se sonrieron y la niña salió de la cabaña.

El frío picoteó su cara y ella caló el gorro sobre las orejas, enfundó las manos en los guantes, tocó la puerta cerrada sin voltearse y se encaminó hacia el monte. El camino que trazó en la mente la llevaba hacia el pinar que daba vuelta alrededor del monte. La nieve estaba suelta, el viento la levantaba para barrer la falda del cerro que ya estaba rechinando de blanco.

La niña se acordó de un cuento de hadas en el que el duende transformó a la princesa en una piedra, la arrojó por una ventana del castillo y ella rodó monte abajo levantando nubes de nieve a su paso. El viento sacó lágrimas a la niña. Ella cerró los ojos y sonrió. Sintió el roce de los copos de nieve que tuvieron de tarea alfombrar el camino de la princesa y como no supieron por dónde rodaría la piedra, cubrieron todos los montes y valles del reinado.

Parada ante la blancura del monte, la niña recordó las palabras del abuelo. «No hay pierde, cruza derechito el monte. No te me vayas por el camino que rodea, derechito». Y el canto de su pequeña mano partió el monte en dos, siguiendo las indicaciones del abuelo. «Sigues todo el día, luego comes y pasas la noche bajo el Peñasco Narizón. Mañana doblas a la izquierda como cuando íbamos a Los Encinos. Ya sabes, no hay pierde.» Su mente reprodujo la escena de anoche en la que el abuelo le tocó la mejilla con sus dedos rasposos y añadió «en la madrugada, empieza nuestro juego con la nieve. Al término del camino, le vas a dar un abrazo a la abuelita por los dos.»

Así es, pensó la niña, yo soy la nieta más lista y que se retuerzan las tripas de mi tía. La abuelita me quiere más que a sus hijos, aunque me he portado mal a veces. Ahora, hay que andar deprisa porque me espera la abuelita y la comida estará lista. De premio, me comeré un frasco de mermelada que la abuelita me dará a escondidas, «a ver si te gusta», me dirá. Hasta a los muertos les gustaría, pensó la niña. Bajo la mesa, los cachorros se la tragan, y lamen y lamen, casi me delatan.

Un calor cundió en los muslos de la niña durante la subida. Al llegar al borde del pinar, oyó unas melodías intermitentes que bajaban del monte. Tan familiares como extrañas, ni de aquí ni de allá. ¿Quién sabe de dónde las hubiera traído el viento?

Un cuervo atravesó la neblina del pinar dando cachetadas al aire frío de la madrugada. Su graznido se deslizó por encima de las copas nevadas y se fue bajando hacia la cabaña del abuelo. La niña quiso pedirle que saludara a su abuelito. Apenas lo vio, este desapareció, pero su saludo llevó.

A lo lejos, metidos en la neblina, la niña vislumbró unos bultos oscuros que bajaban en fila. Andaban pesados como mulas cargadas con costales, agachados, con las cabezas hundidas en las chamarras. La niña se acurrucó bajo las ramas de un pino. Halló un hueco y su mirada corrió monte abajo hacia la cabaña, pero no encontró más que la blancura. Sintió la palpitación de su corazón y empezó a canturrear un aire que le enseñó su mamá.

Si toco las ramas, pensó la niña, se derrama la nieve y me moja. Levantó el borde del gorro por encima de una oreja, aguzó el oído, pero el viento lo llenó de frío. Sintió un temblor, pero no supo si era por miedo o frío.

Iba a dejar el escondite cuando unos estallidos retumbaron monte abajo, mucho más abajo. Los estallidos alternaban, se superponían unos sobre otros, se apagaban y reiniciaban el alboroto. Jugueteaban como los petardos en ferias, unos seguidos y poderosos, otros esparcidos y debiluchos. Esos petardos le recordaron el estrépito que parte el tronco de árboles viejos, pero su abuelito le había explicado que, llegando la primavera, de sus raíces, surgirán nuevos brotes. Los venados les picarán las hojas y sus astas crecerán fuertes. La niña se acordó de la sonrisa de su abuelo y salió del escondite.

Se dirigió hacia el Peñasco Narizón siguiendo como toda niña bien portada las indicaciones del abuelo. Los árboles y las rocas la saludaban, yacían en los lugares donde el otoño los había dejado, solo que ahora estaban disfrazados de blanco y más chaparros. Vio el roble al que el pájaro carpintero hizo un agujero espantoso y donde se metió una ardilla tramposa.

¿Qué ha pasado con el Peñasco Narizón?, se preguntó la niña. Estaba por acá, acaso un poco más por allá. Un riachuelo congelado atajó el camino de la niña. En sus entrañas, se revolcaban el aire y el agua. Bajo la capa de hielo, la niña escuchó el borboteo. El alma del agua busca la salida, pensó la niña, pero no la encuentra por la helada. La primavera la rescatará sin falta.

De pronto cayó la noche, pero ella siguió buscando el peñasco escondido hasta que la pesadez de las piernas la venciera. Se sentó en la oscuridad, se quitó los guantes y sacó las envolturas de los bolsillos. Como una niña grande, mordió con fuerza el pan con tocino y queso. Cerró los ojos para masticar mejor y, cuando los abrió, las sombras de los árboles traveseaban en su derredor.

Se levantó, tocó troncos y peñas adivinando el camino con las manos. La madrugada la sorprendió con un bolsillo de la chamarra desgarrado y un botón colgando. Desprendió el botón y a duras penas logró empujarlo en el bolsillo del pantalón.

Dejó que sus piernas la llevaran monte abajo. Se alegró cuando sus pies sintieron bajo la nieve las huellas de ruedas. En este lugar, pensó la niña, los rechinidos de carruajes se hacen más fuertes. Las reses saben que están cerca de sus establos y apuran el paso. De aquí hasta la casa, el látigo queda callado.

Hay que seguir el camino que lleva a casa, pensó la niña. Abuelita decía «hay que llamar con la aldaba para que se oiga la llegada y el viento chifle la serenata». El chocolate hace espuma, pensó la niña, y apetece al gato. ¡Pórtese bien gato o va pa’fuera!

Algo rozó el hombro de la niña, pero ella continuó su marcha. No hay parada hasta la llegada. Sin ver de dónde provenía, un hombre apareció frente a ella. Se agachó, hincó las manos en las rodillas y la miró a la cara. Su cabeza era enorme, envuelta en una barba. Sus bigotes se removieron, pero ella no escuchó una sola palabra.

Surgió otro hombre y luego otro, solo para impedir que ella avanzara. Lanzaban sus brazos al aire como cuervos que se pelean y luego, inmóviles, se miraban a la cara como si no se conocieran. Giraron sobre sus talones buscando algo escondido entre los pinos. Tironearon las solapas de la niña, le acariciaron el cabello y le propiciaron una bofetada. Esperaron un rato y volvieron a hablar con ánimo como si jugaran a la baraja. Pero la niña no pudo oír una sola palabra. Parecían barajar palabras sin sonido.

La niña sintió que se caía hacia atrás, el camino desapareció y el cielo tomó su lugar. Cuando intentó levantarse, se dio cuenta que estaba en el carruaje y que los hombres la envolvían en colchas y le frotaban las manos. Terminaron por envolverla con una cobija de pies a la cabeza como si fuera un elote.

El carruaje rodó por el camino y ella quiso gritarles «todo derecho, derechito», pero sus palabras se adormecieron y no salieron. Cerró los ojos y se vio a ella misma, traspasaba un portón formado por una peña inclinada y un árbol nevado. Se acordaba de su travesía nocturna que no atinó con el Peñasco Narizón. A su derecha, en el fondo del arroyo, vislumbró a una mujer afiebrada. Su cuerpo sonrojado estaba aplastado y frotado contra la nieve por unos hombres que desgarraban su ropa. Se volteó deprisa porque no era propio ver a los adultos desnudos. Luego se alejó del barranco repitiendo «todo derecho, derechito, no hay pierde». Luego, el sueño y el rechinido de las ruedas lo borraron todo.

De improviso, la cobija se levantó y la luz hirió sus ojos. Apretó los párpados y sintió como el aire helado recorría su cuerpo. Esperó que la acolcharan de nuevo, pero no lo hicieron. Se olvidaron de su frío.

Una voz familiar la animó a sentarse y vio a una vieja chaparra. Se parecía a un esqueleto vestido de negro. Se asestaba golpes en el pecho como si quisiera sacarse algo del cuerpo. De su boca brotaban llantos y lamentos. La niña reconoció la voz de su abuela, pero no su cara. Gritaba y nadie la paraba.
–¿Qué he hecho contra tu voluntad, Dios? ¿Qué pecados tenemos que expiar? Dímelo.
–¿La pasamos a la casa para que no se enfríe? –preguntó alguien.

Una alta cama acogió a la niña y su cabeza se hundió en la almohada. A su izquierda, crepitaba un fogón de hierro con un largo tubo de lámina que trepó la pared hasta el techo. Al pie de la cama, la niña vio una nuca canosa, quiso tocarla, pero no pudo. Esta desgranaba los rezos al ritmo de una máquina de coser.

La niña se puso a observar las chispas que escapaban por el resquicio de la tapa del fogón. Detrás de la casa, los ladridos reclamaban las sobras de la cena. El aire helado acabó por encerrar a los perros en sus guaridas, solo sus ojos relucientes de hambre desafiaban la noche.

Pol Popovic Karic, México © 2025

pol.popovic@tec.mx

Ilustración realizada por Enrique Fernández © 2025

Pol Popovic Karic nació en Belgrado, ex Yugoslavia. Vivió en Marruecos, Estados Unidos y ahora radica en Monterrey, México. Es profesor investigador en el Tecnológico de Monterrey, Campus Monterrey, miembro del Sistema Nacional de Investigadores e integrante de la Academia Mexicana de Ciencias. Ha escrito artículos académicos, libros y cuentos en serbio, francés, inglés y español. Sus autores favoritos de la lengua española son Juan Rulfo, Rosario Castellanos, Gabriel García Márquez y Luis Martín-Santos.

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