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El agujero

La historia que voy a contarles me produce un poco de vergüenza, con mis cuarenta y tantos años y siendo ya un hombre hecho y derecho.

Era yo un mozalbete de dieciocho, conviviendo con mi abuela materna en una antigua y vetusta casa interna ubicada en los suburbios de la ciudad. Propiedad que excedía con holgura el siglo desde su construcción, y en la cual el inclemente efecto del transcurso del tiempo había cumplido bien su cometido.

Las dependencias de ésta reliquia del pasado mostraban amplias habitaciones de elevados techos y pisos en machihembre, con sus largas y espinosas tablas de pino tea. Un gran patio de mosaicos calcáreos de sencillos dibujos y una larga galería descubierta hacia donde asomaban sus esbeltas y añosas puertas de madera, repintadas mil veces, en vanos y pretenciosos intentos por alcanzar apariencia nueva.

Lindero a un baño único, externo, aislado del resto de las dependencias e incómodo su uso por razones obvias durante los crudos días de invierno, mi dormitorio. Más pequeño que los dos restantes y con un simple y humilde mobiliario.

Junto a la cama, una mesa de noche, de madera oscura con labrados en su puertita y en su cajón; un pequeño ropero de la misma hechura para alojar mi no muy abultada posesión de ropas, y un par de sillas. Bajo la ventana con celosías hacia el patio, un escritorio de la misma hechura contenía el resto de mis escasas pertenencias.

Eso era todo.

Por aquellos tiempos, era yo muy joven para interesarme en temas serios, y solamente lo que vana diversión involucrase atraía mi atención, como el imán al hierro.

Uno y otro trabajito temporal proveían del dinero suficiente para mis salidas, que debo sincerarme y decir, no era abundante.

Habiendo tomado plena conciencia de la irrefutable realidad sobre el deterioro de aquella vieja casona, nada motivaba mi voluntad para emprender reparaciones que consideraba inútiles. Sólo alguna ineludible sugerencia de parte de mi abuela me sacaba de mi actitud pasiva e indiferente, para luego realizar alguna precaria reparación.

Contemplaba el desvencijado inmueble, como quien contempla un enfermo terminal, sin temor a predecir un fatal e inequívoco desenlace. Adivinaba su inevitable destino.

En cuanto mi querida abuela dejase de rentarlo, sería la demolición.

Un buen día, de forma repentina, descubrí dentro de mi dormitorio y junto a la pared, muy cercano a la puerta y sobre el oscuro piso machihembrado de madera, un pequeño agujero de bordes irregulares y escasos tres o cuatro centímetros de diámetro.

Supuse de inmediato sin temor a equivocarme, era producto de la corrosión del noble pino.

Como requería el caso, lo obturé valiéndome de un pequeño e inservible trapo, para luego ocultar aquella rotura, colocando por encim, la silla que cumplía funciones de perchero temporal de algunas prendas de vestir. Satisfecho por tan sencilla solución a lo que en aquel momento me pareció un insignificante problema, olvidé el suceso, por no considerarlo digno del menor de mis desvelos.

Poco tiempo más tarde, lo confieso, pues con sinceridad me sería dificultoso recordar cuanto transcurrió hasta aquel día; con asombro, advertí que el improvisado tapón había desaparecido, dejando en su lugar, un agujero de mayores dimensiones que el anterior, y que suponía en forma definitiva sellado.

De inmediato me percaté que de ligeras soluciones no se trataba el problema, y para el día siguiente, una placa de madera bien clavada cubría el agujero.

Creí en tal punto haber terminado en forma definitiva con aquel problema, pero para mi pesar no fue así.

Luego de una larga e insomne noche, en pleno apogeo del caluroso verano, horrorizado, observé por la mañana del día siguiente que el remiendo de madera había desaparecido en forma misteriosa, dejando en su lugar, otra vez, aquel ojo negro de bordes corroídos y desparejos.

Unos pocos y doblados clavos, junto con algún minúsculo trozo del parche, era todo lo que quedaba del remiendo.

Sobresaltado ante tan insólito e inexplicable hecho, decidí terminar con el asunto de forma definitiva.

Por si algún lector lo desconoce, aquellos antiguos pisos de madera machihembrada, solían ser clavados sobre tirantes extendidos de pared a pared. Suspendidos por encima del suelo de tierra apisonada, dejando un vacío de entre treinta a cincuenta centímetros. Tal como la describo, era una técnica usada antaño.

Está de más mencionarlo, pues como suponen aquel sitio por debajo se convertía de forma inexorable en un hábitat ideal, oscuro y tranquilo, para la proliferación de toda clase de insectos y roedores.

La sola idea de ser asaltado en medio de la noche por algún arácnido de grandes dimensiones, a decir verdad, me aterraba, pues siempre sentí un temor exagerado e irracional hacia tales insectos, y debo confesar que aún lo siento. Sin embargo, no profeso el mismo sentimiento hacia los roedores, que si me permiten decirlo y aunque suene deleznable, inspiran mi simpatía.

Volviendo a la solución del persistente problema, decidí asegurar el piso por debajo, calzando un buen taco de madera apoyado sobre la tierra, para luego clavar sobre seguro un buen parche desde arriba.

Conseguir el tocón sería fácil, y luego, mediante regla o metro, debía tomar la medida de su largo de antemano. Mas, no disponiendo en aquel momento ni de lo uno ni de lo otro, utilicé una vara de madera y un lápiz para trazar la marca.

Pero tamaña fue mi sorpresa, cuando introduje la vara de madera y, esperando tocar la tierra, no lo hice.

Asombrado por aquel hecho, preguntándome por qué razón el piso de tierra se encontraba tan distante, tomé prestada la escoba de la casa, cuyo palo, más largo que mi improvisara vara de medición, serviría de igual manera.

En efecto y como sospeché, introduciendo el palo de la escoba, éste chocó contra el piso de tierra por debajo.

Hasta aquel momento, la tarea estaba completa y debí dedicarme a colocar el tocón y el parche, nada más. Por eso, maldigo mi personalidad inquieta que me llevó a mover el palo de escoba en dirección hacia la pared y junto a la cual se encontraba el persistente boquete.

¡Ay de mí, por ser dueño de tan indómita curiosidad!

Con asombro, descubrí que, sin hallar nada en su camino, en toda su extensión penetraba.

De inmediato abandoné aquel inútil sondeo, procurándome presuroso una linterna tomada de uno de los cajones de mi viejo escritorio, para luego, de rodillas y agachado, iluminar hacia el interior del misterioso agujero.

El haz de luz se proyectó seguro... pero iluminó la nada. Apagué el artefacto y me puse de pie desconcertado. No podía dar crédito a lo visto y sucedido.

De inmediato, en un intento por ordenar mis pensamientos, planteé una pausa a mi confundida mente.

¿De cuál raro y misterioso fenómeno era yo testigo?

Con certeza de ninguno que una cabeza serena, mediante la lógica, técnica o ciencia, no pudiese explicar satisfactoriamente. Entonces, en aquel preciso momento, se me ocurrió una razón valedera para la existencia de semejante hoyo.

El piso inferior de tierra, debajo del de madera y pared de por medio lindero con el baño, había sido horadado durante largo tiempo por alguna dañina pérdida de agua, causada a su vez ésta por una añosa y deteriorada cañería.

Siendo tarde ya, resolví dejar para el día siguiente todo lo que a reparaciones concerniese.

Decidido a retomar la tarea interrumpida, eché manos a la obra temprano en la mañana. Si se trataba de una fuga de agua, debía escarbar hasta descubrirla, pues ésta vez y en forma definitiva, estaba dispuesto a acabar con el persistente y estúpido problema. Planeé aserrar la noble madera, para luego poder introducirme de cuerpo completo, hurgar en el hoyo con más comodidad y hasta dar con aquel dichoso caño en mal estado.

Así, dos horas más tarde, sierra de por medio, un cuadrado de metro por metro levanté del maltratado piso.

Pero lo que mis ojos descubrieron entonces, hizo que los pelillos de mi nuca se erizaran de repente.

Una tremenda y amenazante cavidad circular, horadada en la tierra virgen, se presentó ante mis incrédulos y desorbitados ojos. Su diámetro, de casi un metro, iba un poco más allá del cimiento de la pared, el cual ahora yacía desmoronado en aquel sitio. De inmediato, eché mano a la linterna, pero fue sólo para descubrir con horror un verdadero túnel.

Retrocedí dando un brinco, asustado por tan insólito descubrimiento. Nunca fui temeroso, pero créanme que el hallazgo hubiese metido miedo al más pintado.

Con premura, no dudé en colocar a modo de tap, el cuadrado de machihembre cortado, asegurando a éste lo mejor posible, y luego echar la silla por encima.

Haría el resto el día siguiente, si es que en realidad descubría cuál era la solución para tapar aquel siniestro hoyo, ahora de proporciones alarmantes.

Sin embargo, esa misma noche y en medio de un inquieto sueño, me despertó un extraño sonido.

Alerta, me incorporé sobre la cama intentando descifrar el motivo de mi desvelo.

Ni un minuto había transcurrido, cuando percibí proveniente de aquel agujero un rascar la madera por debajo.

¡Ay de mí!

Aterrorizado, intenté alcanzar la perilla del velador que sobre la mesa de noche se encontraba. Pero mis ojos casi saltan de sus órbitas y mi corazón se detuvo, cuando esperaba que la luz salvadora se encendiera y nada ocurrió.

Entonces, como un demente, salté de mi cama para lanzarme hacia afuera en alocada carrera. Y un instante después, semidesnudo, de pie en medio del patio y con la mente perturbada, me hallaba yo presa del pánico y de una agitación descontrolada. Decidido a no retornar a aquel dormitorio por nada del mundo, al menos durante el tiempo que durase la oscuridad, acurrucado en un sofá y dormitando de a ratos, pasé el resto de aquella terrible noche.

Por supuesto, no conté a persona alguna sobre lo ocurrido, pues con seguridad me tomarían por un loco, o por ser dueño de una imaginación fantasiosa en exceso.

A la mañana día siguiente, acompañé a mi abuela hasta la terminal de autobuses, pues dispuesta a visitar a una de sus queridas hermanas en Buenos Aires, pasaría fuera varios días. Por supuesto evité mencionar lo sucedido, pues no deseaba preocuparla por nada del mundo.

Quedarme solo, si bien debo admitir que bastante temor me causaba, brindaría completa libertad a cualquier acción que quisiera emprender con respecto al insólito problema.

El recuerdo de lo sucedido la noche anterior me atormentaba cada cinco minutos, y mi mente analítica e inquisitiva intentaba encontrar una explicación racional a los inusuales hechos acontecidos.

Por fin, luego de cavilar largo rato, arribé a la lógica conclusión que de alguna rata de considerable tamaño se trataba. Protagonista, aquella, del ruidoso rascar la madera durante la noche anterior. Esta simple explicación, trajo consigo algo de sosiego, digo “algo”, pues la presencia de semejante túnel aún seguía siendo inquietante. Mis más ocultos temores se hicieron presentes, trayendo consigo un sinnúmero de fantasías aterradoras que mi mente comenzó a elaborar.

No con poco trabajo desplacé mi modesto roperito hasta situarlo encima de la madera que había cortado, y ahora se hallaba tapando la boca de aquel insondable túnel que había tenido la desgracia de descubrir.

Supuse entonces que la siguiente noche podría dormir tranquilo y sin temor a que algo extraño emergiera para asaltarme en medio de mi sueño.

Sin embargo, justo a la una de la madrugada, desperté nervioso en medio de un inquieto sueño.

Primero no supe la causa, pero luego, y poniendo mucha atención, mis oídos percibieron un susurro casi imperceptible. Sólo un cuchicheo, apenas audible.

La sangre se me heló en las venas y los pelillos de todo mi cuerpo se erizaron de punta a punta.

No sé de dónde saqué el coraje en aquel infausto momento, mas lo que sí me consta es que grité a todo pulmón maldiciendo amenazante al autor de tan aterrador sonido.

De inmediato, como respuesta a semejante improperio de mi parte, tremendos y sonoros rasguños se escucharon bajo el piso, provenientes de aquel sitio, como si de las furiosas zarpas de un león se tratase.

Se desvaneció todo el coraje reunido y, en un arrebato de irracional pánico, lancé mi mano hacia la lámpara sobre la mesa de noche, que sin llegar a encenderse, a causa de mi torpeza, fue a parar contra el suelo estallando en mil pedazos.

En una fracción de segundo, como impulsado por un potente resorte, salté de la cama, para luego recorrer los escasos tres metros que me separaban de la llave de luz principal de la habitación. Pero mayúscula fue mi desazón y sorpresa cuando, esperando la claridad salvadora de la bombilla, ésta no encendió. Como había ocurrido en la anterior ocasión, en paños menores y temblando como una hoja, corrí hacia el patio con rapidez inusitada. Aquella resultó otra noche más sin pegar un ojo.

Esta vez, con una gran cuchilla de cortar carne en mi mano, destinada ésta a protegerme de cualquier eventual ataque, pasé el resto de lo que quedaba de ella recostado sobre el viejo sofá.

¿Qué había ocurrido?

A ciencia cierta no lo sabía.

Pero tenía la certeza de que algo terrorífico yacía debajo de aquel piso. Ahora no cabía la menor duda.

Por la mañana, cuando seguro que la claridad del día había espantado a todos los monstruos, comprobé que la bombilla del dormitorio encendía y apagaba sin problemas.

Una y otra vez, accioné el interruptor esperando una falla sin que ésta ocurriese.

No encontré una lógica explicación.

Pero un buen tiempo me tomó reparar el velador. La caída, producto de mi desesperado manotazo, había acabado con la lámpara, parte de su estructura y además dañado el cable. Poco más tarde, decidido a todo, eché mano a la escopeta del doce de mi difunto abuelo, dejándola en condiciones mediante concienzuda limpieza. La vieja y poderosa cazadora dormía sobre el ropero hacía ya muchos años.

Aserré con prolijidad ambos cañones, para que su menor longitud la hiciese doblemente maniobrable y efectiva; luego compré cartuchos de munición gruesa.

Desde muy temprana edad, de la mano de mi padre, había practicado la cacería, por lo que usarla sabía muy bien. También, sabía que ella mataría, de eso estaba seguro, todo lo que se arrastre, camine o vuele.

Poco más tarde, invertí el escaso dinero con que contaba para proveerme de una larga cuerda y un farol a gas de kerosene. Estaba más que dispuesto a terminar con aquella pesadilla de una vez por todas. No poseo tantas virtudes como cantidad de defectos, pero una de ellas es el valor para enfrentar problemas.

Por la tarde, listo para encarar la intrépida empresa, empujé mi ropero y, corriendo las tablas cortadas, descubrí la boca del tétrico agujero.

Un sudor frío corrió por mi frente al contemplar su negra y ominosa boca. Pero lejos de acobardarme, arrastrándome de menera lenta y sigilosa, procedí a introducirme en su interior. El túnel de húmeda tierra gris descendía en pronunciado ángulo, bastante amplio, pero no lo suficiente como para avanzar agachado. Entonces, como un soldado, cuerpo a tierra, continué adelante. El extremo de la cuerda, que poco a poco iba soltando, lo había atado firme a una de las patas de mi cama, a modo de guía para el retorno, pues ignoraba con cuál cosa me toparía.

Luego de unos minutos de mugriento y dificultoso avance, el túnel se ensanchó, permitiéndome continuar mi azarosa marcha esta vez de pie, sólo un poco encorvado.

Mi asombro fue tremendo, cuando treinta metros más adelante, de improviso, me topé con una amplia caverna.Parte de tierra, parte de piedra, con una altura aproximada de unos cinco metros hasta su irregular techo, y de forma más o menos circular. No pude evitar sentir un fuerte escalofrío al recorrer con mi vista todo aquel sitio.

Además, un acre e insoportable hedor hizo arrugar mi nariz.

La luz del farol, sostenido en alto, mostraba las bocas de cuatro nuevos túneles que partían en distintas direcciones.

Evité pensar sobre la razón de la existencia de aquel fenómeno, pues consideré que no era momento de distraer mi raciocinio intentando explicar lo inexplicable. Sí calculé encontrarme a bastante profundidad por debajo de la superficie, pues el camino había sido casi en todo momento descendente.

Al azar, escogí una dirección para continuar con mi marcha, avanzando un minuto más tarde por aquella ramificación de unos dos metros de altura pero escaso metro de ancho.

Pero poco después, al percibír un sonido agudo similar a un aullido, mi andar se detuvo y también mi aliento.

Preparé entonces la escopeta, con manos temblorosas montando sus dos martillos.

Y, alerta, agucé el oído de nuevo.

Pero todo fue silencio.

Me quedaba poca cuerda de salvamento cuando llegué a otra caverna, esta vez algo más pequeña que la anterior, y desde la cual partía la boca de un nuevo túnel horadado en húmeda y oscura tierra.

Desde él, amigos míos, provino otra vez el terrorífico aullido, pero bien nítido y estridente. El pánico me invadió, y casi echo a correr abandonando urgente aquel sitio.

Justo en ese momento, y para llevar mis nervios hasta el límite, la luz del farol en forma rápida comenzó a decaer.

La idea de quedarme por completo a oscuras me enloqueció. Supe que, deprisa, debía darle bomba al farolillo, pero en aquellas circunstancias se convertía en una maniobra harto complicada, por sostener con la otra mano la escopeta, y que de ningún modo soltaría por un instante.

Entonces, como pude, acomodé el arma bajo el brazo, y con tremenda lentitud el bombín comencé a accionar.

Pero cuando estaba en plena tarea, al levantar la vista lo vi. Un temblequeo me invadió de pronto y mis piernas se aflojaron. Mi corazón comenzó a latir de forma tan rápida y descontrolada que retumbaba en mis sienes como tambor.

Él medía más de dos metros de altura. Con robustos muslos en la parte superior de sus delgadas patas y su pecho era afilado, huesudo y prominente. Sus brazos resultaban delgados, pero con largas y aguzadas garras en sus extremos. Sobre su espalda, un par de alas semidesplegadas como las de un murciélago.

Tenía sus rojos ojos muy fijos sobre mí.

Terrorífica y abominable criatura, tal vez parida en las entrañas del mismísimo averno.

Su rostro, si es que puede llamarse así, con un hocico entreabierto, me mostraba furioso largos y amenazantes colmillos, quizás por el simple hecho de osar invadir sus dominios.

¡¿De donde había salido un engendro semejante?!

La impresión fue tal que casi caigo desmayado en ese mismo instante.

Sin embargo, lejos de salir huyendo, enfilé sin dudar mi escopeta y tironeé ambos gatillos en un solo veloz e instintivo movimiento. Los ensordecedores estampidos de ambos cartuchos fueron uno solo, y una poderosa llamarada de fuego y chispas iluminó la cueva durante un segundo.

Pero el farol de deslizó de mi otra mano para caer al suelo. Luego no vi más nada.

Siguiendo la soga tendida que marcaba el camino, emprendí de inmediato mi retirada.

¡Que indomable es el miedo!

Por más que pretendí, no logré salir veloz como en ese momento hubiese querido. Un temblequeo incontrolable me dominaba y por más que me esforzaba no lograba apaciguarlo.

Luego de unos interminables y angustiosos minutos, tropezando con torpeza y guiado por la débil luz de mi pequeña linterna, emergí de aquel monstruoso agujero.

Si di muerte a aquella infernal criatura, hasta el día de hoy no lo sé. Pero lo que sí puedo afirmar, es que con la vieja escopeta, a esa distancia tan corta, acertarle le acerté.

En los días subsiguientes, antes que regresara mi abuela, a rellenar aquel hoyo dediqué todo mi esfuerzo.

No sé cuantas carretillas cargadas de tierra con gran trabajo acarreé, rellenando para siempre aquel maldito pozo. A veces, cuando en mis pensamientos más inquietos recuerdo tan abominable criatura, por un momento siento pena, pues sólo Dios debió disponer de su suerte.

Poco tiempo después, nos mudamos de aquella casa.

No desdeñen mi relato o tilden de fantasioso, es la pura verdad lo que en éstas líneas yo he narrado.

FIN

Carl Stanley, Argentina © 2018

carlstan@gmail.com

http://carlstanleyescritor.wixsite.com/carlstanley-libros

La ilustración de este cuento es el "Sísifo en el Averno" de Franz von Stuck (1863-1928).

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