Respiró alegre el purísimo aire del lugar. Recién egresado de una universidad del norte, llegaba hasta allí para desempeñar su primer trabajo, sintiendo, en la pletórica juventud de sus veintidós años, que tenía por delante todo un camino para recorrer.
Encontró alojamiento en una pintoresca residencial. Era una gran casona de madera, recubierta de tejuelas de alerce. Estaba enclavada en una loma, en medio de macizos de hortensias y cardenales. Allí reinaba siempre una atmósfera cálida, aportada por el e spíritu acogedor de las gentes que moraban en la casa.
Su lugar de trabajo se encontraba cercano a la residencial, de tal manera que se acostumbró a recorrer a pie el empinado sendero que llevaba hasta allí. Era un camino salpicado de tramos de escaleras de cemento que serpenteaban cerro arriba, hasta desembo car en la esplanada desde la cual se dominaba la ciudad, el estuario y las islas cercanas. Allí en lo alto, en un edificio municipal, se encontraba su oficina, con inmensos ventanales abiertos al paisaje.
Cada mañana, después de un copioso desayuno, emprendía el camino por la larga cuesta, tiritando a causa del frío húmedo de la mañana. La dueña de la residencial, una alemana grandota y rolliza de nombre Helga, lo acompañaba siempre hasta la puerta, repiti endo diariamente el mismo ritual:
-Hasta la tarde joven, tenga cuidado con la lluvia, acuérdese que Ud. no está acostumbrado...
El se iba meditando acerca de lo que había querido decir la rubia matrona y luego de recorrer un par de cuadras, siempre olvidaba aquella recomendación extraña.
Aquella mañana el cielo amaneció encapotado. Las intermitentes ráfagas de viento del norte, acompañadas de esporádicos goterones, hacían presagiar el temporal que se avecinaba. Se disponía a salir a la calle, cuando la Sra. Helga lo detuvo:
-Joven, está a punto de llover, mejor sería que no saliera. No olvide que Ud. viene del norte y no está acostumbrado.
La miró con extrañeza, sin entender.
-Señora, no entiendo lo que me quiere decir. Está bien que yo venga del norte, pero creo que tendré que acostumbrarme a salir con lluvia.
Diciendo esto, traspuso la mampara de vidrio de la entrada de la casa y salió a la calle. Alcanzó a vislumbrar la figura de la Sra. Helga, con su rostro pegado a los vidrios de una ventana, observándolo alejarse.
Empezó a caminar con rapidez calle arriba. Las ráfagas de viento lo hicieron estremecerse de frío. De pronto, los goterones aislados se convirtieron en una copiosa lluvia. Sonrió divertido, jugueteando con las gruesas gotas de agua que empezaban a empapar lo.
La lluvia arreció violentamente, convirtiéndose en una cortina blanquecina, que caía con un sonido violento y sostenido. El agua empezó a rebotar en su rostro y en sus manos. Se sintió incómodo, una extraña sensación de desasosiego lo dominó. Apuró el pas o, la lluvia lo enervaba. Quería llegar pronto a un lugar seco y protegido. Miró sus manos y un escalofrío de miedo recorrió su espina dorsal. Un líquido lechoso color carne se desprendía de su piel. Observó con mayor detención, acercando las manos a su r ostro. Pudo comprobar que las huellas de su piel estaban borrosas.
Un grito de terror escapó de su boca. Comprendió de golpe el significado de las advertencias de la Sra. Helga. La intensa lluvia estaba diluyendo su cuerpo. Dominado por el horror de la situación, empezó a correr de regreso a la residencial, en busca de r efugio. Sintió sus piernas embotadas y fofas. En medio de un paroxismo de terror, vió como una substancia pastosa y blanquecina fluía desde el hueco de sus pantalones y embadurnaba sus zapatos. Volvió a contemplar sus manos. Ahora estaban convertidas en d os masas informes, en las cuáles apenas se distinguían unas protuberancias amorfas, que habían sido sus dedos. Sus piernas, convertidas en dos blandas columnas, ya no lo sostuvieron. Cayó de bruces en la vereda, mientras su cuerpo iba perdiendo su forma y se convertía en un gran charco de color rosáseo. En sus últimos instantes, percibió como su ser se estiraba y fluía derramándose hacia una alcantarilla cercana. Su yo se mezcló con el agua barrosa, mientras la lluvia inclemente azotaba sus ropas desinfla das y vacías.
Después de un rato, la lluvia empezó a declinar. Pronto escampó y el manto de nubes se rasgó, dejando entrever un sol brillante y frío. En aquel momento, llegó corriendo la Sra. Helga, provista de un paraguas rojo de gran tamaño. Al ver las ropas desparra madas en la vereda, la mujer lanzó un grito y se arrojó de rodillas junto a ellas, sollozando.
-¡Pobre muchacho! Yo se lo advertí y nunca me quiso hacer caso. Los nortinos no entienden lo fuerte que llueve aquí en el sur.
Manuel Alarcón Echeverría, Chile © 1997
verde@cmet.net
Manuel Alarcón, nacido en Chile, es Ingeniero Electrónico y está avecindado actualmente en Viña del Mar. Su afición a escribir cuentos surgió en la adolescencia; sin embargo sólo ahora, a los 48 años, se ha convertido en una actividad constante Ha escrit o más de 30 cuentos, los cuáles versan sobre temas muy diversos. Todos estos cuentos están inéditos, ya que nunca ha sentido la inquietud de publicarlos. Además de su afición a escribir, es fotógrafo y pintor aficionado. En un ámbito más relacionado con s u profesión, se interesa por el diseño y construcción de robots.
Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
El cuento "Lluvia" es en parte autobiográfico. Sus primeros párrafos describen literalmente mi llegada a Puerto Montt (ciudad del sur de Chile), a hacerme cargo de mi primer trabajo. Entre los recuerdos de aquella época, está la impresión imborrable de la
s intensas lluvias del sur. Mi cuento representa simbólicamente aquellas vivencias.
Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar