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Receta

Paula hace las mejores tortas de piedra que comí en mi vida. Sospecho, además, que es la única capaz de cocinarlas.

La oigo silbar mientras sus manos trazan arabescos sobre la mesa de madera, entre huevos, cernidores y vasos con distintas medidas estampadas en sus costados. Admiro sus movimientos simétricos, calcados, con los que arma la combinación exquisita. Todo eso mientras compartimos (aún lo seguimos haciendo) las tardes. Casi sin hablar, tomando mate, escuchando la radio, observándola. Unidos por el vaporoso lazo del cariño y la satisfacción de no incomodarse con el silencio del otro.

Suelo llegar a las dos, con bizcochitos de grasa o vainillas. Ella no dice nada, pero sé que me espera, que sabe que son las dos recién cuando toco el timbre o, mejor dicho, porque toco el timbre. Al entrar, dejo la gorra sobre el sillón del living, enciendo la radio y caliento agua en la pavita de aluminio. Mientras alista los utensilios, las harinas, los huevos, yo miro por la ventana o leo el diario. Nos gusta escuchar tangos o música clásica (nunca ópera, ese teatro gritado), prestamos especial atención a los noticieros que nos traen fragmentos de afuera. A veces, leo en voz alta algo de Neruda o Alfonsina que a ella tanto le gustan. A cambio, puedo fumar mi pipa con tabaco barato.

Recién después de mucho tiempo, intenté descubrir el misterio de su obra (tarea fútil, como saber los trucos del mago o perder la inocencia). Al principio, pensé en el azúcar blanquísima adquirida en un almacén escondido en Almagro; luego, en la proporción milimétrica elegida para la manteca. Pero tres o cuatro intentos (que hoy juzgo imprudentes) realizados en secreto, me desmintieron. Los mismos huevos, la misma harina, las mismas piedras: todo fue inútil, fracasé sistemáticamente. En algún momento temí una prohibición ancestral, un arcano infranqueable. Quizá, me dije, debía limitarme a observarla, a compartir mi soledad con ella, a comer sus tortas con delectación entre miradas tímidas.

Confieso que mis favoritas son las que prepara con unas piedras chiquitas y grises que le envían desde Córdoba. Una tarde ella reconoció su igual predilección, atribuyendo la coincidencia, sonrojada, a la deformación en común que tendríamos del gusto, debida a la ingestión desmedida de mate amargo y bizcochos de grasa, o vainillas. Sin embargo, estoy convencido de que se debe a que son fabulosas, muy superiores, inclusive, a las que prepara con canto rodado y decora con un pequeño dibujo de crema chantillí en el borde.

No he aclarado (por pudor, creo) que mi mayor fracaso en la imitación era la imposibilidad total de disolver las piedras. Mis tortas tenían, fatalmente, todas las piedritas enteras depositadas en el fondo, transformándose en algo difícil de digerir. Paula, en cambio, las frota suavemente entre las palmas de las manos, esparciéndolas en un polvo fino, impalpable, que la mezcla espera y absorbe con avidez. Me dediqué, entonces, a contemplar sus manos: cómo frotaba las palmas, cómo giraba las muñecas; analizaba cada detalle con reprobable intromisión. A veces, absorto, olvidaba la pavita sobre la hornalla, u obviaba alcanzarle la harina y los huevos. Un par de miradas me alertaron sobre su recelo. Con toda probabilidad, ése sería el misterio; su secreto.

Sigo yendo todas las tardes a casa de Paula, a tomar mate y a comer bizcochitos de grasa, o vainillas. Seguimos compartiendo el mundo a través de la radio, disfrutando el silencio que nos inventamos a pesar de todo. Nos envuelve, inexorable, la sensación de que las tardes son así, que deben ser así y no de otro modo. Tememos tocarnos, no vernos un día, perder la lisa tranquilidad de saber que somos el mate, la radio, Neruda o Alfonsina en voz alta, los bizcochitos, las tortas de piedra cordobesa que adoramos igualmente.

No me animo. No me atrevo a tomar tres o cuatro pedruscos entre las palmas y frotarlos como hace ella. Me aterra la posibilidad de que caiga de mis manos un polvo fino, impalpable, reveladoramente impostor.

Marcelo Blasi, Argentina © 2000

bonifacio@sinectis.com.ar

Marcelo Blasi es argentino y reside en Buenos Aires. Es abogado, docente universitario de Derecho del Trabajo y estudiante avanzado de Psicología. Como escritor, ha recibido varios premios, entre ellos, Mención y Recomendación en la Primera Bienal de Arte Joven (Buenos Aires 1989), Recomendación del Premio Casa de las Américas (Cuba 1995) y Mención de Honor del Fondo Nacional de las Artes (Buenos Aires 1996). Cree que el cuento exige obtener la mayor intensidad expresiva con la menor cantidad de palabras, y no una ingeniería literaria con "finales sorpresa" a los que se llega por mero artificio. Admira, claro, a Cortázar y a Borges; y también a Abelardo Castillo, Faulkner, Dostoievsky, Tolstoi, Proust. En fin, a todos aquellos autores que pueden recorrerse como una búsqueda, de uno mismo y de los demás.

Comentario del autor sobre su cuento:
"Receta" se escribió de un tirón, en un bar de Buenos Aires, una mañana de invierno. Fue, creo, la puesta en práctica de un par de intuiciones que tenía en aquellos años y que, luego, se transformaron en convicciones: por un lado, que la realidad puede disolver, asimilar, aquello que consideramos fantástico o imposible - y a menudo lo hace; por el otro, que las relaciones humanas se fundan en la palabra, sino en los gestos, en los signos, en los actos, en las omisiones. La escritura original sufrió pocas modificaciones. Básicamente, una selección más cuidada de los verbos y la eliminación de todo aquello que sonara más barroco que lo deseable. También busqué cuidadosamente los sustantivos, esas palabritas que suelen omitirse al momento de la corrección. El final del cuento tiene una frase menos que aquella mañana de invierno. Era bella, esa frase. Muy bella. Pero innecesaria.

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