Lucas entró en la casa con el corazón latiendo a toda máquina. Llevaba en las manos una especie de placa de plástico.
–¡Mira, mami! Estaba jugando en la playa y vi como una ola arrastró esto hacia la orilla. Son los signos prohibidos, ¿verdad, mamá?, ¿verdad, mamá?
“OFI IN E COR E S” ab rt d 8 d l m ña a a d la arde.”
La mamá de Lucas se tragó la inquietud que le nació desde la planta de los pies, y poniendo cara de “aquí no pasa nada” dijo:
–Sí, supongo que deben ser esos signos extraños. Déjalo en el garaje, cariño, que ya veremos qué hacer con eso.
Su corazón también latía… pero… de temor. Sabía perfectamente que tenía que entregar ese “tesoro” a la gendarmería y que sería sometida a un exhaustivo interrogatorio. No tenía ganas de enfrentar de nuevo lo que ya conocía. Tendría que deshacerse de eso cuanto antes. Lo enterraría en el jardín, como había hecho en otras ocasiones, como habían hecho sus padres y sus vecinos. Ocultar la prueba que ocasionaba, incomprensiblemente, tanto desasosiego.
–Lucas, ¿estabas solo en la playa?
–Sí, mamá.
–Nadie te ha visto coger eso, ¿verdad?
–No, mamá, nadie, vine directamente a casa… es que… me asusté. Son los símbolos de los que se habla, ¿verdad, mamá?
–Sí, cariño, creo que sí, pero… no le digas esto a nadie ¿vale? Mamá se hará cargo, ¿de acuerdo?
Lucas asintió y se quedó pasmado esperando una explicación.
–Mamá… ¿qué son esos signos?
Dudó. No estaba segura de que Lucas tuviera edad de comprender lo que se decía (a escondidas) sobre los misteriosos signos.
–No sé, Lucas, tal vez cuando seas mayor…
–Mamá, por favor…
Lucas siempre había sido un niño muy inquieto que destacaba por su curiosidad, tal vez ya iba siendo hora de transmitirle el secreto.
–Verás, cariño… no sé si… el caso es que… lo poco que sé me lo contó mi madre, que lo oyó de su abuela… que vivió en el tiempo de los signos.
–¿El tiempo de los signos?
–Hace muchos, muchos años, hubo un tiempo en el que todas las personas conocían esos signos…
–¿No estaban prohibidos??? – preguntó Lucas con sorpresa.
–En absoluto, no sólo no estaban prohibidos, sino que era obligación de los gobernantes facilitar a todos los habitantes del planeta la forma de conocerlos. Me contó mi madre que le dijo su abuela que se llamaban “letras”.
–¿Letras? –repitió Lucas –¿Y para qué, mamá? ¿para qué servían las… “letras”?
–Creo que las usaban para comunicarse. Me dijeron mis padres que los habitantes de aquel tiempo se comunicaban a través de esos signos… que…
–Pero, ¿cómo? – interrumpió Lucas cada vez más entusiasmado.
–No seas impaciente, Lucas, no es fácil de explicar ni de entender. Verás, las personas podían hablar, como nosotros, pero también sabían “escribir”.
–¿Es–cri–bir??? – volvió a repetir Lucas lentamente. –¿Qué es eso, mami?
–Pues… a ver… disponían de varios materiales con los que realizaban esos signos y se enviaban mensajes, contaban muchas cosas a través de este medio. Me decía mi madre que todo lo que había ocurrido en este planeta estaba “escrito” usando las “letras” y se podía…ay, ¿cómo era? … Ah, sí, “le–er”.
–¿Le–er? ¿Qué es “leer”?
–Bueno, cariño, supongo que sería poder saber qué decían esos signos “escritos”, esas “letras” juntas formaban un mensaje que todos los que las conocían podían “leer”, ¿entiendes?
Lucas puso cara de desconcierto y miró de pronto al trozo de plástico que encontró en la playa.
“OFI IN E COR E S” ab rt d 8 d l m ña a a d la arde.”
–O sea, que ¿ahí hay un mensaje que nosotros no podemos descifrar y que nos está diciendo algo?
–Efectivamente, cariño. Eso son letras escritas, si pudiéramos leer, sabríamos qué dice, pero… claro, como…
–Mamá, yo quiero averiguar qué dice aquí. Tengo que averiguar qué dice…– Lucas gritaba de emoción. Su madre movía la cabeza negativamente y ya sin disimulo le mostró su temor.
–No puedes, cariño. Ya nadie puede. Está prohibido, ¿entiendes? Y como está prohibido, está penalizado, y si está penalizado, te castigarán por ello.
–¿Cómo, mami?
–De una manera terrible, el que pretende aprender a leer, es obligado a callar. Nunca más podrás decir nada, los gendarmes del silencio se encargarán de que nunca más se escuche tu voz. No vale la pena, Lucas, nadie sabe leer.
Lucas se quedó mudo, mirando fijamente a aquella placa de plástico que de pronto se convirtió en un imán para su viva imaginación y su curiosidad.
–¿Qué más?
–Qué más ¿qué? ¿Qué más quieres que te diga?
–Por ejemplo, ¿cómo hacían en esos tiempos para que todas las personas conocieran los signos? ¿Cómo llegaron a descifrarlos?
–Esa es una historia muy complicada que nunca nadie me ha contado del todo. Recuerdo que mi madre me hablaba de un lugar donde se reunían los niños para aprender los signos. Un lugar al que llamaban “escuela”. También hablaba de los “maestros”, que eran las personas que se encargaban de enseñar a los niños a descifrar los signos. Me resultó increíble que mi madre me dijera que esas personas eran pagadas por los gobiernos para cumplir esa tarea. ¡Qué tiempos más raros, ¿verdad, Lucas?!
–¿Un lugar donde se reunían? ¿Los niños no estaban solos en sus casas como nosotros?
–No, parece ser que no siempre estaban solos –intentó disimular una tristeza vieja que no supo interpretar–, solían estar juntos durante varias horas al día en ese lugar que llamaban “escuela”. Allí esas personas, los “maestros”, les enseñaban a descifrar los signos y a través de ellos podían conocer muchas cosas. Me dijo mi madre que le contaba su madre, que los “escritos” se juntaban formando un objeto muy curioso que llamaban “libro”. Me imagino que estaría formado por placas de plástico, como esa que acabas de encontrar, digo yo…
–“Libro” –Lucas permaneció en silencio repitiendo en su cabeza la palabra recién escuchada– “libro”… ¿cómo sería un libro? – pensó.
–Me contaba mi madre que le decía su madre que en los “libros” se escondían tesoros, viajes, vidas, enseñanzas, información… y que todo el mundo podía disfrutar de ellos.
–“Letras, escribir, leer, escuela, maestro, libro…”, mamá, es la primera vez que escucho estas palabras, ¿por qué nadie habla de eso? ¿por qué están prohibidas?
–No lo sé, cariño. Pero me da la impresión de que todo eso era muy peligroso. Supongo que el gobierno decidió suprimirlos para nuestra seguridad –ya no tenía ganas de seguir dando una explicación que no conocía bien. No quería abrir en Lucas la esperanza de llegar a entender lo que nadie de su generación sabía. Tal vez hubiera sido mejor no haberle dicho nada, sin embargo…
–Mami, estaba pensando… en… ese lugar…”la escuela”… ¡qué magnífico, ¿no?! Esto de estar en casa durante siete horas, mirando la televisión y escuchando lo que tenemos que saber, a solas, recibiendo mil veces la misma información hasta que la aprendemos, escuchando a esas personas tan serias que siempre están tristes, ver la tele es tan aburrido… ¿verdad, mamá? Oye, ¿y no tenían televisión en el tiempo de los signos?
–Claro que sí, por supuesto que tenían televisión, pero me contaba tu abuela que la usaban para divertirse, para pasar un buen rato. ¿Te lo puedes creer???
–¿¿¿Para divertirse??? ¿Cómo podían pensar que la televisión era una diversión???? Qué gente más rara, ¿verdad?
–Bueno, Lucas, eran otros tiempos. Por ejemplo, decía mi abuela que las personas que escribían libros podían seguir comunicándose aunque ya no existieran, usaban los signos para decir lo que querían decir y esos signos transmitían sus mensajes años y años después de su muerte. Las personas interesadas podían elegir qué libro leer y cuándo hacerlo, y la lectura podía hacerse en cualquier lugar, incluso en silencio, mientras los signos hacían surgir en la mente de los que los conocían todo un mundo diferente. ¿Te imaginas lo que debía ser poder comunicarse en silencio???? Eran tiempos donde la imaginación no estaba dirigida, ni controlada, ni prohibida…eran otros tiempos, cariño. No le des más vueltas a esto, Lucas. Ahora mismo vamos a enterrar esa placa en el jardín y me vas a prometer no hablar de esto con nadie. ¿Me lo prometes?
Lucas no podía hablar, sabía que tenía que hacer aquella promesa, pero no quería y era incapaz de reaccionar.
–Lucas, tienes que prometer que no vas a hablar de esto con nadie. Es muy peligroso, por favor, prométeme que no lo harás.
Sin llegar a entender muy bien por qué el terror se había dibujado en el rostro de su madre, asintió levemente, cruzó los dedos detrás de su espalda y dijo por fin: “te lo prometo, mamá”.
Ella suspiró de alivio, cogió la placa y se dirigió hacia el jardín. Lucas la siguió en silencio. Se sentía triste y confundido. Le habría gustado tanto aprender a leer…
–Odio la televisión, mamá, es tan aburrida…
La madre de Lucas no quiso decir más. Comenzó a cavar un hoyo profundo mientras Lucas sostenía aquella placa extraña que le decía algo que no comprendía. No podía siquiera imaginar que aquellos signos extraños informaban del horario de servicio de una oficina de correos, un lugar que desconocía, porque, como la escuela, había dejado de tener sentido en los tiempos extraños de los signos prohibidos.
Pilar González Duranza, España ©2009
pilargd@telefonica.net
Pilar González Duranza (España, 1961), nacida y residente en Tenerife (Islas Canarias), es catedrática y profesora de inglés en un Instituto de Secundaria. Afortunadamente su profesión, y una de sus más grandes pasiones, coinciden. Es decir, se dedica, por amor, a la docencia, lo que le reporta grandes satisfacciones y retos muy atractivos. Todo lo relacionado con la literatura le seduce como afición, lo que la ha llevado a adentrarse (de puntillas) en el mundo de la creación literaria con algunos cuentos, poemas y pequeñas obras de teatro. Ha sido reconocida por la Fundación RECREAS (Universidad de La Laguna, Tenerife) con el premio Maestr@pasión 2008 por su labor docente.
Lo que la autora nos dijo sobre el cuento:
Este cuento, “El tiempo de los signos prohibidos”, se sembró en mi cabeza este verano. Llevaba rondándome desde el curso pasado y surgió, fundamentalmente, de mi experiencia en las aulas, donde contemplo, con tristeza, como muchos de nuestros jóvenes rechazan todo lo que tenga que ver con la cultura y el conocimiento. En más de una ocasión he llegado a decirles a mis alumnos y alumnas que “la escuela debería estar prohibida”. Una sencilla provocación para incitarles a reflexionar sobre los valores de la educación, la creatividad, la imaginación… la escuela como un lugar de encuentro y crecimiento… como un lugar desde el que podríamos crear un mundo diferente.
Este cuento está especialmente dedicado a un grupo muy particular de siete alumnos y una alumna que decidieron abandonar (objetores escolares) el sistema educativo y a los que, este curso, les estamos ofreciendo una opción alternativa de aprendizaje.
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