Le empezó a gustar el fútbol, actividad que antes le era totalmente indiferente. Diga lo que diga la servil prensa empeñada en comenzar su hagiografía antes de tiempo, yo sé que no era el deporte en sí lo que la atraía. No le podía importar menos la belleza del rodar o el volar de la pelota, ni la habilidad atlética de los jugadores, ni siquiera el espectáculo cálido, animal y excitante de un estadio lleno de sol y muchedumbres rugientes. Lo que le interesaba realmente era el fútbol en abstracto: las estadísticas, el estudio de la sicología de las masas en relación con las rivalidades entre clubes, el árbol genealógico de la Asociación Chilena de Foot-Ball, la semiótica de las variaciones de los uniformes a lo largo de la historia, la vida y obra de próceres de la estrategia nacionales y extranjeros , como Fernando Riera (a quien se refería siempre como "Don Fernando") o el Zorro Alamos (a quien envidiaba más que nada el sobrenombre). Se enfrascaba en las teorías sobre la Barrera Ante el Tiro Libre Directo Cerca del Area o las Ventajas Estratégicas del Lanzamiento de Corner Corto. Siempre que la acompañaba al estadio (la mayoría de los fines de semana) mis sentimientos hacia ella oscilaban, como ahora, entre el orgullo y el bochorno, la admiración y el odio. La galería se convirtió en la tribuna donde proclamaba su vasto dominio de la ciencia futbolística. Ninguno de los que entonces la escuchaban, condescendientes, irritados o entretenidos, sospechaba en lo que se convertiría con el imprevisible curso de la historia esa chiquilla gritona que no dejaba tranquilo a ningún árbitro ni a ningún ejecutante de tiro con pelota detenida.
Una noche de domingo, con un plenilunio imponente sobre la majestuosa cordillera de los Andes y sobre el principal coliseo deportivo del país (citando a Julito Martínez, J. M.), acompañé a Mariíta, como tantas otras veces, a ver el fútbol. Ojalá nunca hubiéramos pisado ese estadio. Era la última fecha de la temporada. Esa noche de principios de verano el popular elenco de Colo-Colo cayó ante Gremios F.C. y perdió su calidad de participante en la división de honor del fútbol profesional, por primera vez en la historia de la institución alba. Colo Colo a los potreros. Los disturbios se iniciaron al momento del pitazo final y no tardaron en extenderse a todos los centros urbanos. Duraron días, paralizando al país en toda su larga extensión, y fueron reprimidos con la fuerza de costumbre y un poco más, por las dudas, como reconoció poco después el Ministerio de Orden Interno.
A la salida del estadio, esa noche nefasta, cuando Mariíta y yo tratábamos de escapar de la zona de la Barra Oficial del Colo-Colo, entre las llamas y el humo de los asientos plásticos anti-incendios y el hedor de las bombas vomitivas, un equipo móvil de televisión nos cerró el paso. Un audaz reportero, sin importarle el infierno que se desataba a nuestro alrededor, empezó ahí mismo a entrevistar a Mariíta, entre el indescriptible griterío y el estampido horrendo de los primeros balazos de guerra. Haciendo caso omiso del caos que nos envolvía y de los focos que le encendieron en la cara y la dejaron toda blanca, atravesada por esa luz cegadora, ella procedió a dar su explicación de lo que estaba pasando, con esa mezcla de calma, sobriedad, y elocuencia apasionada que la caracteriza:
-Lo que acontece, señores y señoras televidentes, es consecuencia del desorden social ocasionado por la irresponsabilidad de quienes, usando una lógica totalmente caduca, siguen promoviendo un espectáculo que ignora las normas más elementales de una sociedad post-moderna. No se podía esperar que un equipo tan disminuído como el cuadro popular enfrentase con éxito al Gremios.
El periodista le pidió clarificación, haciéndole el quite a las esquirlas de un cóctel molotov que había explotado a unos metros:
-¿Qué quiere usted decir, señorita?
Y la Mariíta, soltándose de mi brazo, largó con perfecto fraseo su propia bomba, ésa que al explotar transformaría al Chile contemporáneo:
-Es obvio, pues: No se puede seguir jugando once contra once.
La situación de los motines incontrolables se vio agravada por el inexplicable asesinato del ex-as Carlos Caszely a manos de un socio fundador del Colo Colo. El asesino pronunció las mismas palabras de Jack Ruby al disparar sobre Lee Harvey Oswald: "Muere, rata". Bang, Bang. Un día más tarde Timoleón Francisco Miraflores, el pistolero, era a su vez víctima de un comando vengador. Bang, Bang, Bang. Los desconocidos le dejaron una nota prendida a la corbara que decía COVECOCO '73. Se dedujo que el acrónimo significaba "Comando Vengador del Colo-Colo '73" y no había que ser el Inspector Nugget para adivinar quién estaba tras el siniestro nombre. Las atrocidades de la turbamulta siguieron su curso por cinco días y nueve capitales regionales. El gobierno por fin se decidió a declarar Estado de Inminencia, con toque de queda y prohibición de toda actividad deportiva, incluyendo la más mínima e inofensiva pichanguita callejera. Julio Martínez, J. M., cuyo comentario televisivo la noche que Colo Colo se fue a los potreros hizo llorar a media patria, fue sometido a un respetuoso pero férreo arresto domiciliario. Todos los medios de comunicación incomunicaron sus programas de deportes, y sólo se autorizó la transmisión en vivo de dos partidos del campeonato mundial de ajedrez, con el sonido original del satélite, la voz somnífera de un comentarista ex-soviético. La Polla Gol fue desplumada, allanada la Central de Fútbol y detenidos preventivamente centenares de dirigentes y propietarios de clubes, quienes fueron trasladados en camiones militares a las ruinas todavía humeantes del Estadio Nacional. A ese lugar debieron también presentarse -según un bando transmitido por todos los medios de comunicación- los socios activos del club Colo Colo, especialmente aquellos que, siguiendo una tradición inmemorial, habían despedazado sus carnets después de la fatídica derrota para materializar su descontento. Se urgió a la ciudadanía a cooperar en la caza de "todo simpatizante exaltado del mal llamado club popular". Me atrevo a decir que todos sentimos lo mismo: ese sueño ya lo habíamos tenido.
El sábado de la semana siguiente se anunció que por fin la situación estaba bajo control. Los microbuses corrían por sus recorridos habituales, el sol brillaba en un cielo donde apenas se veían unas pocas columnas de humo y uno que otro helicóptero negro. Cuadrillas de subempleados limpiaban las grandes alamedas de escombros. Borrado todo rastro de resistencia, patrullas militares registraban metódicamente las tiendas de deportes. Procedían a quemar pilas de camisetas, medias y pantaloncillos del Colo Colo Foot-Ball Club, fotos, banderines y todo tipo de memorabilia alba. Se cremaron en retozantes hogueras cientos de pelotas de fútbol, hasta que un comunicado oficial aclaró que no estaba prohibido tenerlas, siempre que fueran "para uso personal y se encontraran junto con otros implementos deportivos". Era el mismo sueño, sin ninguna duda.
A las siete de la tarde de ese mismo día sábado, casi una semana después de los disturbios, cundía la expectación. A esa hora estaba anunciada una cadena obligatoria de radio y televisión. El ministro de Orden Interior rogó a todos los chilenos y chilenas conscientes que prestaran la mayor atención a un video que iba a mostrar. Yo me fui a preparar una taza de té y me tomé una aspirina. Una fiebre me sofocaba y me entumía al mismo tiempo. Cuando volví frente a la pantalla de mi televisor, se me llenaron los ojos de humo, de cascote y peñascazo, de automóviles muertos ruedas arriba, cráneos partidos, sirenas policiales, colas de gente esperando algo en el frío de la madrugada. Un déja vu perfecto, planeado al detalle, todo en blanco y negro, como algunas pesadillas. Como el uniforme del Colo Colo.
-Lo que vemos -decía la narradora, con tonos seductores- no es la enfermedad, sino sus síntomas.
Yo veía a la ameba gigantesca que somos, retorciéndose furiosa de calenturas, toda la amoeba chilensis con tercianas. Mientras tanto, había oscurecido. Los músculos del lado derecho de mi rostro fueron presa de una locura eléctrica que duró hasta que me adormecí. Me despertó la voz de mi novia la Mariíta, que me hablaba en colores, desde el televisor. Casi no la reconocí. Decía que ella había inventado un sistema mediante el cual, de acuerdo a la lógica más avanzada y finisecular, el deporte de las masas volvería a brillar. Se llamaba sistema Handicap y se aplicaba ya en deportes más civilizados, como el Virtual Gladiators, el Rollerball y el New Golf. Cuando terminó de hablar, me quedé dormido otra vez en el sillón.
Cuando me desperté ya era domingo, pero en vez de la bulla normal de los canutos gritando gloria a dios había un silencio de nieve, como si el más leve rumor estuviera amortiguado por el espesor amarillo que flotaba en el aire. No hacía ni frío ni calor: la temperatura real no se fijaba en ninguna parte. En ciertos lugares, como alrededor de los árboles y de los grifos del agua, hacía un calor insoportable. Bajo los dinteles de las puertas y dentro de las sábanas, una brisa helada corría. Esquivé las claras señas del desastre escribiendo cartas sin destinatario fijo hasta caída la noche, dejando que mi taza de cedrón se enfriara y se calentara de acuerdo al capricho del famoso Primer Domingo.
María empezó a aparecer en la pantalla en colores casi todos los días, prácticamente no se la veía en la universidad, y lo peor es que dejó de dirigirme la palabra, por lo menos en público. Andaba muy ocupada dirigiendo la nueva distribución de los asientos en las micros de acuerdo a mediciones fisiológicas y astrológicas ("No querríamos caer en el positivismo crudo" era una de sus frases favoritas), escogiendo la música en los lugares de trabajo, los colores y la iluminación de los cines y video-parlors, preocupada de la altura de los urinales, el ruido cerca de los hospitales, todos los márgenes de duda, los males de la edad, los caprichos de natura, la magia y lo empírico en la vida social, la posible siamesización de los sistemas políticos, el mal aliento, el olor a patas, las tasas bancarias, las tazas de café con la justa capacidad, la expansión de las medidas de calzado (siempre se quejó de no encontrar zapatos para su breve y estrecho pie), la legislación para permitir rayados murales terapéuticos, la educación acerca de los amaneceres post-racionales y las auroras del espíritu finisecular. Todo su tiempo estaba copado. Lo que quedó de nuestra tímida e insuficiente intimidad fueron unos atraques desbocados a lo adolescente, que me dejaban sin aliento, en un limbo nostálgico y sórdido. Su protección policial fue matando mi cariño inexorablemente.
Mi vida por esos días era, esencialmente, una vida de perros, ya no tengo para qué negarlo. Me insistía en privado que la libertad era básicamente un misterio regido por la fuzzy logic, y se lo repetía al país cada tres o cuatro noches. Y el país quedaba hipnotizado con su magnetismo irresistible.
Debe haber habido más de alguien muy poderoso que la admiraba, porque de un día para otro la coronaron Reina de Chile. La nombraron María II (el título de María I estaba reservado para la Virgen del Carmen). "No hay por qué avergonzarse de tener reina en Chile", me decía, la monarquía moderna ha pasado a ser garantía de estabilidad. La ameba largirucha de este país va a estar así menos sujeta a las fiebres extremistas que la escinden periódicamente".
Reconozco que veces sus elegantes raciocinios lograban convencerme, pero el problema fue que la plebe calladamente despreciaba los nuevos deportes inventados por la Reina Doña María II. El pueblo (o "la gente", como prefiere decir ella) echaba de menos el fútbol, que había sido suspendido mientras se afinaban los detalles del sistema Handicap, que eran los siguientes: cancha sintética, jugadores exactamente del mismo tamaño, número de jugadores en cada equipo calculado en base a un coeficiente de habilidad, dimensiones de arco variable según otras fórmulas, visores electrónicos para los arqueros, equipos de comunicación, scanner virtual para los entrenadores y para el público dispuesto a pagar este servicio. Para hacerlo más participativo, algunos espectadores (previo pago) podrían meterse a jugar por unos minutos por el equipo de sus amores, si es que se producía algún desequilibrio que le restara interés al partido.
Pero brotaban como callampas las pichangas a la antigua por todas partes. Los carabineros, a pesar del comprobado impacto sicológico de sus peladas al cero y de los beneficios de la meditación trascendental y el sensitivity training a que Su Majestad los había obligado, apenas daban abasto para controlar las rebeliones futboleras dominicales. Cierta noche importante para la historia del país, un comando fútbol-terrorista se tomó un canal de televisión y obligó al encargado a transmitir un video clandestino con todos los goles del reciente mundial de Noruega, sin comerciales, cada gol con repeticiones generosas en deliciosa y sensual cámara lenta, desde todos los ángulos imaginables.
-La libertad es un misterio, y misteriosos son sus caminos- me decía Su Alteza Serenísima esa misma noche, mientras el país entero se consolaba con los hermosos goles de contrabando y los veintidós jugadores de tamaños surtidos corriendo por toda la cancha verde de pasto natural sin ninguna mierda de sistema Handicap. Confieso que esa noche memorable yo tenía mucho sueño y poco interés en sus peroratas. Quise irme a dormir a mi casa, por si alcanzaba a ver alguno de los goles terroristas (algo había oído unas horas antes), pero -milagro de milagros-, después de meses de abstinencia, María me invitó a su cama y me ofreció las delicias inigualables de su suavísima epidermis real.
Me desperté de madrugada y vi a Su Majestad Real María mirándome muy seria, con ojos de halcona, como cuando me asustaba. Me dijo:
-Me quedé esperando. Mi hijo será el primer rey de Chile y se va a llamar Rafael, como mi papi.
Siguieron y siguieron y siguieron unos días somnolientos, y María Reina Mía engordaba y engordaba y engordaba una barriga puntuda, asimétrica, fea. El último de esos días malgastados fui a conocer a mi hijo Rafael Jorgito Primero y a despedirme de la Reina Madre. No fui el primero en marcharme, ni el último: cuentan que en las calles de Santiago va quedando poca gente. Así fue el acabo de mundo, pensé, volando sobre el desierto de Atacama. Yo tenía muchas cosas importantes que decirle, pero es que nunca me atreví.
Roberto Castillo Sandoval, Chile, US © 1998
rcastill@haverford.edu
Roberto Castillo Sandoval nació en Santiago de Chile. Su primera novela, Muriendo por la dulce patria mía, será publicada en mayo de 1998 por Editorial Planeta. La novela está basada en la historia del boxeador Arturo Godoy, quien en 1940 disputó dos veces el título mundial de los pesos pesados con Joe Louis, en Nueva York. Ha publicado cuentos y poesía en diversas revistas literarias. Obtuvo su doctorado en Harvard, donde se especializó en literatura colonial con un estudio sobre el "Cautiverio feliz" de Pineda y Bascuñán. Es profesor asociado de español y coordinador del programa de Estudios Latinoamericanos e Ibéricos en la universidad de Haverford, cerca de Filadelfia.
Comentario del autor sobre el cuento:
Este cuento se debe a la conjunción de una anécdota trivial con la atmósfera pesadillesca del Chile de la dictadura militar, del cual tuve que escapar a finales de los 70. Una compañera de estudios, hija de oficiales de la Armada, me confesó un día su ardiente admiración por la monarquía como sistema político, y me mostró la abultada correspondencia que mantenía con varias casas reales europeas, en particular con la de Windsor. Su afición por el fútbol junto con su inocencia política (no tenía idea de qué era eso de los desaparecidos, o bien parecía no saberlo) me dieron el modelo para Mariíta, la Reina de Chile. Lo demás es fantasía futbolera. Los lectores chilenos apreciarán las alusiones a Carlos Caszely, héroe político-deportivo y a Julio Martínez, Jota Eme, poeta del comentario radial.
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