Ya habían derramado las lágrimas, ya se habían dicho sus verdades con palabras sarcásticas de enojo, y mordaces; palabras que facilitarían el alejamiento, se habían lanzado palabras sin rienda, hiriendo, dañando las dulces caricias y amoríos, que ensombrecían su partida inminente. Sólo unos días antes, él enfermó con un resfrío; era su manera de lidiar con la despedida, y ella le había cuidado esporádicamente, mientras que hacía el equipaje y mientras enpacaba el piso que había compartido con sus compañeras todo el año. Ella era la última en irse y le cayó a ella la de entregar las llaves y ver que la señora que hacía el aseo lo hiciera bien, de que todo quedara bien y como debe de ser. Había habido varias despedidas en Madrid en las últimas semanas, al marcharse sus colegas de regreso a los Estados Unidos; cada estudiante, cada investigador, cada profesor se iba. El grupo se reunía en los restaurantes favoritos y en los bares donde frecuentaban reunirise, y ella había ido a todas las despedidas, a todas las cenas, sin llorar tan sólo una lágrima. Estoy siendo fuerte, se decía a sí misma, no como en la escuela cuando lloraba por días despues de despedirse de sus amigas y maestras a fin de año.
La despedida más difícil es ésta, claro, eso se proponía al entrar al aeropuerto, y al pasar por seguridad internacional en la sala de TWA. No ayudó nada el que depués de pasear un poco y casi despegar, el avión regresó a la puerta y tuvieron que desembarcar. Todos los pasajeros nerviosos, con miedo. Ella ya formando el recuerdo con las palabras, encontró un teléfono público y le llamó --dejándole un mensaje en su contestador, queriendo que su voz, su memoria, estuviera allí cuando él llegara a casa, aun cuando ya la estaba dejando en su pasado. Al escuchar el mensaje, esperando para dejar el de ella, tomó unas arracadas que le había dado María José –un par de arracadas finamente labradas de migajón de pan. De repente, María José se las había quitado y se las había dado mientras esperaban y charlaban prometiéndose que se mantendrían en contacto. Cómo le conmovió esa muestra de amistad, y las arracadas cómo había llorado cuando perdió una de ellas. Aún tenía el restante en una joyera vieja con otros aretes sin pareja, los cuales a veces se ponía combinándolos como le daba la gana sólo para ver con curiosidad cómo la gente reaccionaba.
Y ahora, aquí está, bajo un sol de mañana californiana, llenando los cuadritos de un crucigrama. Suspiró al momento que entró su hijo. Él se sirvió una taza de café y preguntó, "¿qué quieres desayunar?, ¿mariachis de papa con huevo?, ¿o pancakes?"
"Lo que sea. No tengo mucha hambre." En la tele, Katie Curic entrevista a alguien sobre las indiscreciones del president.
"Ciudad en Texas, seis letras, la tercera es erre" dice ella.
"Laredo," le responde él contento, sabiendo lo que le agrada a ella encontrar cualquier referencia a su pueblo natal en la frontera.
Y siguen su ritual matutino que apenas habían emprendido este verano antes de que él se fuera a la universidad, un ritual para comenzar el día. Ella gozaba al ver que a él le gustaban los crucigramas, que ya era mayor como para saber palabras como "ética," y para llenar las lagunas de ella --él sabía el nombre del perro en el programa Frasier, ella el del perro de la película Thin Man, él sabía un sinnúmero de cosas triviales sobre deportes y rockeros, ella todo sobre la literatura. Y también le sorprendía todo lo que sabía de la ciencia. Dentro de poco será mi pareja y podremos trabajar el crucigrama del New York Times, el que siempre ofrece un reto mayor.
Le tocaba al que se levantara primero meter el periódico y claro, era el que empezaba el crucigrama; el otro preparaba el desayuno. Ese era el trato. Había sucedido que casi siempre ella cocinaba, pues prefería quedarse en la cama lo más que fuera posible, y él, siendo madrugador, solía tener el crucigrama casi terminado para cuando se levantaba ella. Esta mañana tranquila de septiembre se había despertado con un sueño que casi no recordaba. Es en esta mañana, pensó para sí misma, cuando el pasado tan violentamente ha intercedido en mi ritual, cuando me preparo para aún otro adiós. Y con ese pensamiento sintió que el corazón estaba hueco, como que se le había exprimido la sangre. Así como a veces se sentía en alguna asana de yoga, cuando el interior es tan amplio como el universo mismo. Pero esta sensación no prestaba nada de consuelo como lo que sentía en el yoga; ésta era diferente, doliente. Todo el verano se había sentido como que llevaba un hoyito pequeño que día con día crecía más y más. Y ahora que se llegaba el día de la separación, el hoyo era del tamaño de su corazón. Había habido pleitos, él callado, enojado, quieto como una piedra. Discusiones sobre cosas pequeñas, sin importancia: cuando ella dejó las llaves en el auto cuando fue a la tienda; cuando el dejó la manguera toda la noche y por la mañana se encontraron con el jardín inundado; cuando ella le hizo un desaire a su amigo y él se sintió. El hecho de que él quería ir a San Diego a la universidad en vez de quedarse cerca y estudiar en Los Ángeles o Santa Bárbara. Y así pasaron los meses de la primavera hasta que a principios del verano declararon un paro de guerra.
Decidieron no pelear y tomar cuenta de sus sentimientos y hablar, así que él dijo "Mom, ¿qué pasa?. Estás algo rara esta mañana, y parece que has estado llorando, ¿estás bien?"
"Sí, creo que es que ya te estoy echando de menos, te estoy diciendo adiós, adiós en Los Angeles," y le cantó dos refranes de la canción de despedida de Sound of Music como cuando era niño, y las lágrimas brotaron de nuevo.
Él sonrió. Pero no estaba muy convencido, a los diez y ocho había aprendido a respetarla cuando andaba malhumorada, sabía que sólo le diría cuando ella estuviera peparada, así que siguió cortando el cilantro y los tomates, rebanando papas para las papas con huevo. Sacó el paquete de tortillas congeladas y se proponía ponerlas en el microondas, cuando ella le dice:
"Deja preparar unas reales, no esas de plástico, ¿recuerdas cuando le dijiste a tu abuela que te daba de comer tortillas de plástico, no de deveras como las de ella?" Y compartieron un rato de nostalgia con el cuento antiguo de familia.
"Se llevará mucho tiempo, Mom, y llevo prisa."
"N'ombre. Me tomará unos 15 ó 20 minutos, máximo. Ya verás, para cuando estén las papas con huevo estarán las tortillas." Y saltó y se puso a amasar la masa para las tortillas.
Trabajaron calladamente por unos minutos mientras que en la tele se les brindaban felicidades en difusión nacional a personas que cumplían 100 años o más.
Al fin, ella destendía las tortillas con el palote, y él las cocía sobre el comal. Y las lágrimas brotaron una vez más.
"¿Qué pasa, Mom?"
"Nada, todo está bien, de veras."
"¿Hice algo?"
"No, m'ijo, nada, sólo soy yo y mis memorias. Ya me parezco a tu abuela ¿no?
"Aw, Mom, todavía no estás tan vieja."
Y ella se daba cuenta de que él no estaba nada agusto. "No, no, todo está bien ¿Ya ves? Estoy bien. Hacer tortillas siempre ha sido terapéutico," y él miró hacia el cielo como señal de que no quería oír, una vez más, el cuento que sabía muy bien que seguía a tal declaración: cómo cuando en España el hacer tortillas le había salvado la vida, o por lo menos la había mantenido en sus cinco sentidos cuando hacía investigacion bajo una beca Fulbright, y luego en Ann Arbor cuando él era un bebe y ella estudiaba, cada que echaba de menos a su familia y su casa en la frontera, las tortillas la salvaban.
"Aw, Mom," le dijo y se sonrió, y ella le hizo una seña con la cabeza, le apuntó hacia la mesa, donde estaba el periódico y el crucigrama que esperaba que le completaran, "Ándale, o no vamos a terminarlo."
Él levantó el periódico y dijo en voz alta, "Palabra para 'ira'," y dio la respuesta, "Enojo".
"Enfado", dijo ella.
"De 5 letras".
"Okay, pero dame la información completa, ¿sí?"
"Palabra de cinco letras, 'creador'."
"Padre," dijo ella.
"Sí, da muy bien", contestó él.
Santa Barbara, California, noviembre de 1998
Norma E. Cantú, Laredo, Texas © 1998
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