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AGUSTÍN VARILLA

Realmente no encuentro nada más cruel (bueno, quizá si me esforzase un poquito, probablemente encontraría algo más cruel pero no hay caso; sería algo así como una figura estilística) que construir una cárcel tipo torre, con vistas al cielo y a una estació n de ferrocarril. Allá, a lo bajo, veo (bueno, realmente no la veo... es otra figura estilística) la estación de Constitución. Sus andenes cubiertos por esa magnífica obra de ingeniería, que resguarda al pasaje, su hall bullendo de personal que va y viene , que baja y sube. Sus puestos de choripán, de sandwiches de miga, de alfajores y, sobre todo, de mantecol. ¿Probaron el mantecol? Imagino que las personas extranjeras que puedan leer esta narración y desconozcan lo alucinante de este dulce nacional e int ernacional a base de maní, puedan quedar un poco confundidas al carecer de la experiencia necesaria para comprender lo que puede significar un mantecol en la vida de una persona.

Vieron, cualquier preso hablaría de la estación de Constitución, pensando en las boleterías y la huida. A mí, en cambio, me trae el recuerdo de aquel primer mantecol que me compró mi madre un día que volvíamos a Bandfield.

Yo nací en una ribera del Arauca. . .disculpen. Se me fue el hilo. Esa es una canción que canta mío padre. . . siempre creyó que le daba un tono más baquiano. . . ¡el pobre!, cuando todos saben que el Arauca es un lago peruano. .. Este. . . yo nací en el mar. No puedo precisarles muy bien dónde, pero fue en medio del Atlántico. Mi madre me parió allí, en medio de la nada oceanográfica. Ella es catalana. Servía en una casa de la burguesía barcelonesa allá por los años treinta y algo. Y parece ser que el t ípico señorito burgués, ese que aparece en las películas con bigotito fino y aires taimados, se sirvió de ella. Vamos, se la cogió.

En medio de la guerra que había en aquel tiempo en España contra los rojos, mi madre tenía poco futuro, así que se fue a Francia. Claro que como las cosas no pintaban mucho mejor allí, y todo el mundo hablaba francés, decidió embarcarse para América. Así que arribé al puerto de la gran ciudad de Buenos Aires sin nombre, sin padre y sin nacionalidad. Y ya ven: aquí tuve padre, patria y nombre. ¡Y qué nombre! Me llamo, todavía no lo dije, aunque ya lo habrán podido deducir, Agustín Varilla. ¡Varilla, el fie rro italiano!

Mi madre a poco de llegar entró a trabajar como sirvienta en pleno barrio norte. A mí me dejaba casi todo el día con unos tanos que conoció en el barco. A poco tiempo nació mi hermana Antonella, y mi madre se casó con mi padre. Todo un personaje el bueno de Pietro Varilla. Mi madre dejó de servir y nos fuimos a vivir todos a Bandfield, al sur de Buenos Aires. ¡La de veces que tomé el viejo Roca! Allá en Bandfield nos instalamos en una casa cerca de la estación. Mi padre abrió una pequeña cantina donde servía pizzas al paso. Era increíble verlo girar la masa de pizza sobre su cabeza, siempre protegida por su salacot, a la par que cantaba "yo nací en una ribera. . ." con estilo de aria operística. Su figura siempre ha tenido ese aire propio que nos hacía totalmente diferentes; bueno realmente yo soy el diferente; Antonella es igual a mi padre. Bueno, igual no: Antonella no tiene mostacho. Mi padre, les cuento, es pequeño, musculoso, de piel aceitunada y con un gran mostacho, que trenza constantemente con sus dedos. Siempre lleva pantalón corto y salacot. Parece ser que estas dos "peculiaridades" constituyen su "peculiar" homenaje a las acciones ita lianas en Etiopía. ¡Bueno! Su carácter siempre ha sido muy de hombre. . . cómo decirlo. . . muy de hombre de la más rancia Italia. Acostumbraba a beber los días que no abría la cantina, y los domingos preparaba grandes cantidades de fideos con albahaca. P or supuesto, los días que bebía fajaba a la vieja.

Yo de pequeño fui a un colegio estatal de Lomas, que se decía era el mejor de toda la zona sur. Acudía en colectivo, con mi delantal blanco y una zapatilla de pan con mortadela envuelta en hojas del Crónica. Al principio todo iba más o menos bien. Mucho n o me gustaba ir, esa es la verdad. Soy más o menos bruto para esa cosas de las cuentas o la historia. En cambio la geografía siempre la dominé, no como el bruto de mi viejo con lo del Arauca. . .

Bueno las cosas fueron más o menos bien, hasta que un día al chancho de Ramírez, le dio por decir que yo era un hijo de puta y mi vieja una borracha.

Evidentemente mi físico es muy diferente del de mi padre. Soy de cabello rojo, ojos celestes, y ya con catorce años le sacaba una cabeza al viejo. Intuyo que con base en ese tipo de observaciones sacó lo de hijo de puta. Pase. Ahora, lo de borracha, . . . no se cómo lo supo.

Mi madre siempre fue de carácter algo débil. La verdad que en general los gallegos son más flojos que nosotros, los tanos. Por ello y porque la vieja no aguantaba bien que el bueno de Pietro la fajase, se dio a la bebida. Se vaciaba, sobre todos, un licor llamado "ocho hermanos" porque, según decía, es el que más huevo tiene, y el huevo es muy bueno para la salud. El viejo nunca aceptó que la vieja se mamara, principalmente porque salía a la vereda con botella y vasos ofreciendo a los vecinos "un chupito de huevo", a la vez que les mostraba los moretones de la última refriega con papá. Así que de común acuerdo familiar tomamos la decisión de encadenarla, los días que papá la fajaba, a la pata de la cama de matrimonio. Tenía libertad para moverse por casi toda la casa, esquivar golpes y contraatacar, pero estaba calculado que no llegara al armario donde se guardaba a los hermanos. Lamentablemente, el viejo optó por dejarla encadenada de fijo, ya que mamá entró en lo que el dentista de la cuadra de enfrente definió como "depresión profunda" y se castigaba con los hermanos a la menor ocasión. Hablaron de llevarla a un psiquiatra, pero el viejo se negó, eso de la depresión era macana. Los pobres, decía él, no se deprimen, se entristecen. Así que entre todos i ntentamos alegrarla leyéndole los diarios y contándole todo tipo de jodas. Ella continuó llorando.

Por otro lado el viejo, desde que yo era un gurrumino, me hizo hacer fierros, y los domingos íbamos a la cancha a machacar a las barras contrarias. ¡Tenía un buen lomo!

Así que al chancho Ramírez, y perdonen por el rodeo, lo reventé. El quedó hecho moco y a mí me expulsaron del colegio.

Total: mi fama nació y creció como yuyo en primavera.

Me apunté a un gimnasio donde me enseñaron el noble arte del boxeo; el de las doce cuerdas como decía el gallego Manuel, el que vendía galletitas en "El Barato del Gallego".

Con el nombre de "Varilla, el fierro italiano" (imagino captan el juego de palabras "Varilla-fierro". . . ingenioso, ¿no creen?) fui conocido en toda la zona sur. Un diario de Lomas me dedicó una página entera en la sección de deportes. Era la esperanza d el deporte nacional, al menos eso dijeron. Ahí fue donde por primera vez señalaron mi afición por el mantecol. En la foto que acompañaba la nota aparecía comiéndome un mantecol. Lo recuerdo bien. La vieja fue la que me aficionó al mantecol. Siempre que íb amos al centro me compraba uno para la vuelta. . . Bueno el tema es que empecé a ganar combates y opté al título nacional.

En aquellos días todo fueron felicitaciones, reconocimientos. Gané un montón de guita que se fue marchando como llegaba. Al viejo le compré un local más grande donde montamos una pizería lujosa, en la que los mozos servían las mesas en pantalón corto y co n salacot, que se llamó "El fierro italiano". Antonella se casó con un plomero vecino de la calle, buen pibe, y la boda fue todo lo bacán que uno pueda imaginarse; el convite lo pagué yo, of cors. A la vieja le cambié la cama y la cadena y le compré un ál bum donde guardaba los recortes de mis peleas que se contaban por triunfos. Todo el mundo era feliz, hasta el chancho Rodríguez pasó a ser mi mozo.

Lamentablemente, en la pelea por el título nacional me topé con la mala bestia de Carlitos, "El potro de la Pampa". Me pateó. Me dejó la cara más poceada que la avenida Pavón. Me fajó hasta cansarse. Me borró. Y me dejó este problema en la vista que me im pide ver por el ojo derecho.

Tuve que dejar el boxeo. El viejo, abatido y desilusionado, cambió el nombre de la pizería, "El fierro italiano", por el de "El Arauca vibrador". Mi cuñado, el plomero, nunca más llamó para mamarnos juntos los domingos. El chancho Rodríguez se largó gritá ndome que yo era un hijoputa y mamá una borracha. Mamá se ahogó con su cadena nueva y yo asistí al sepelio comiendo el que, juré, sería mi último mantecol.

No pudo ser.

Traté de buscar trabajo. Entré de gorila en unos billares, pero tuve que rajar porque los pibes me lanzaban las bolas al bocho cuando vieron que del lado derecho no veía nada. Pasé a trabajar de cobrador de una mafia local, pero no soportaba machacar a ti pos que no me habían hecho ninguna maldad. Así fui cambiando, incluso estuve de pasma en una unidad radioeléctrica de Lomas, donde entré por recomendación de un munícipe de Bandfield, que ganó flor de guita con apuestas en mi favor. Lo dejé; bueno me raja ron, pues en una baleada, los malvivientes de mierda se zafaron por la derecha del cerco, lugar que yo cubría.

Así que acabé vendiendo mantecol en el Roca, ¡qué les parece!, ¡las vueltas que da la vida. . .! Acabé voceando, tren arriba y tren abajo, "¡Mantecol, al rico mantecol! Lleven tres al precio de uno. Por lo que les costaría uno en cualquier kiosco, pueden llevar, hoy, en esta superoferta, directamente del fabricante, tres. ¡Tres por uno! ¡Mantecol, al rico mantecol!"

Yo recorría, día tras otro, la línea sur con mi corto guardapolvos blanco, como cuando iba al colegio, mi caja de mantecol en una mano, y en la otra mi fajo de australitos para el cambio. Fueron lindos días. Siempre había quien me reconocía y era agradabl e conmigo. Al final del día, y después de entregar la plata de la venta, en un kiosquito de Constitución, y cobrar mi parte, comía despacio el mantecol que siempre me regalaba mi jefe. Ese momento, saboreando el maní, mientras a mi alrededor la gente bull ía subiendo y bajando de los colectivos, era mágico. Creía ver a la vieja llevándome de la mano a tomar el tren para Bandfield.

Lamentablemente, un día cualquiera decidí cambiar en Temperley y tomar el ramal para Quilmes. La venta no iba bien. Hacía un calor de morirse; era un Diciembre especialmente cálido. El tren iba lleno. La gente sudaba y era azotada por el viento tórrido qu e entraba por las ventanillas. Me costaba avanzar entre la gente parada en los pasillos, "¡Mantecol, al rico mantecol!" Oí una voz "¡Fierro! ¡Eh, Fierro!" Era el chancho Rodríguez, más viejo y sudando como un chancho, pero era él. Probablemente el calor n o ayudó. Empezó diciendo que yo había sido un campeón de mierda, una señorita en el ring. . . yo le dije "pará chancho, pará. ¿Querés o no un mantecol?" El añadió que el mantecol me lo metiese por el culo, y que qué se podía esperar de un hijoputa, cuya v ieja había muerto por borracha. Ahí yo me perdí. Vi a mi madre que, con su cadena nueva, rodeando su quebrado cuello, me decía: "fajalo, Agustín, fajalo", y me lancé a por él. Lo trompeé hasta que, entre un malón de gente, me pararon. Quedó el chancho en medio del pasillo, con la cabeza abierta, sobre un charco de sangre y sudor.

Así que aquí me tienen: en esta séptima planta. Los compañeros me llaman, cariñosamente, Fierro. Me respetan y a nadie importuna que, de vez en cuando, vocee "¡Mantecol, al rico mantecol!"

Fernando C. de Vega, España, Argentina © 1997

FDEVEGA@NEXO.ES

Fernando C. de Vega nació en Zaragoza (España). Ha estado viviendo algunos años en Argentina, país por el que siente una especial atracción y que casi siempre aparece en sus cuentos. De formación técnica le gusta escribir narraciones cortas porque -dice- "son más bondadosas para leérselas a los amigos".

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