Regresar a la portada

Amistadecúbito

A veces mi espalda sufre por la oscilación de las vértebras; de un lado a otro se deslizan impetuosamente, arrancan de algo que no ven y yo, por más que busco, no lo hallo; entre masajes y saunas gasto el poco dinero que no abulta en mis grandes bolsillos; hoy he tomado la ferviente decisión de conversar con ellas y estudiar sus peticiones. Hablé con mucha gente y todos me dijeron que de loco no me faltaba nada, hasta me sobraba; no me importa la opinión del vulgo, porque un buen doctor en este momento hará lo que le he pedido.

En una sala blanca llena de instrumentos quirúrgicos, un gran foco ilumina mi reverso y destella contra el inmaculado piso de baldosas claras, imaginando que sus junturas eran calles abultadas de individuos tranquilos, mantenían un pausado caminar, y meditaban sobre la cuadra póstuma. En eso una cara apocada por la iluminación trasera los asusta, obligándolos a refugiarse en los basureros de la habitación, quedando el piso sin divisiones obscuras, convirtiéndose en una plancha de cristal entera, que analicé muy bien durante las tres horas anestesiadas que duró la operación. De tanto concentrarme en sentir dolores, cosquillas o algo en la espalda, me cansé y derrotado aparecí fuera del quirófano, intenté levantarme; nada me atraía a la cama, pero, internamente los músculos no respondían al estimulo cerebral que ya comenzaba a preocuparme. De repente, la puerta dejó sonar la voz del doctor; que pasaba a través de la apertura continua producida por su mano sobre la manilla. Al verme despierto, dijo: "La silla de ruedas lo espera para su conversación pendiente". La sombra del profesional cerca de un segundo tomó asiento mientras se retiraba, y yo, asido por dos corpulentos enfermeros, fui llevado hasta un centro de conferencias, donde gracias a dios no había ningún periodista. Sin embargo, lo que me parecía insólito, era ver al doctor como único cirujano, encontrándome con psicólogos y otros humanistas que participaban de mi supuesta recuperación; el chirrido de las ruedas de un aparato metálico distrae mi vista, sin percatarme de lo que traía un extendido gancho bajo su punta; una columna vertebral de color marfil se meneaba al compás de frenadas ruedas, y al momento de ponerse frente a mí, su parte inferior golpeó contra la mesa de junto, produciendo una desarmonizada sonajera de huesos que molestó a todos los presentes; el ruido fue peor que una tiza nueva sobre un pizarrón de claustro. Súbitamente giré el cuello para esconder mis oídos, y la vista cayó por una ventana nocturna sobre el patio vacío. Entonces, principiaron a decirme que fue una difícil operación, y que yo estuve bajo estado de coma alrededor de cuatro días. Yo seguía embelesado con el patio, mientas el sermón continuaba:
-El producto de nuestro sacrificio pende bajo ese gancho metálico -pasmado, solo atiné a tocarme la espalda y sentí blando.
-¡Qué me hicieron!
Un psiquiatra me inquirió diciendo:
-¿Esto no era lo que deseabas?, ahí está, conviértete en amigo de ella y cuando estés plenamente de acuerdo, contáctanos y nosotros te la pondremos nuevamente -la idea era mía y un fuerte apretón de manos rubricó el designio por cumplir.

Después volvimos por otro camino, recorrimos largos pasillos que habían extraviado el olor a penicilina, lugares con formidables calderas rojas. Lleno de ímpetu, el camillero que me traía, empujó una puerta diciendo: "Bienvenido a tu nuevo hogar". Inmediatamente llegó la enfermera y los dos me sacaron lentamente de la silla. Mi espalda se doblaba y sentía que me habían talado el tronco, me acomodaban el cuerpo y las almohadas, dejándome en presencia de la distracción; se mostraba entre unos bastidores de madera y un par de vidrios llenos de polvo, enfrente yacía el viejo edificio por el cual había entrado, el gran patio olvidado lleno de pastos secos y una gran reja de la que no me había fijado.

-Es hora de dormir -pronunció una gorda enfermera de mejillas coloradas, mientras arreglaba las cortinas blancas, que de tanta unión se notaba que habían sido confeccionadas en sacos de harina; el problema era que todavía le quedan retoños de una vida pasada, y con el movimiento que le proporcionaba la obesa, el suelo rojo se pinta tan blanco como las paredes de mi alrededor. Encumbro la vista rastreando más colores y el techo es tan claro como su reflejo en las sábanas, que de no ser por los feos estampados verdes que marcaban el nombre del hospital, las hubiera lanzado por la ventana con todo y muros, pero se me olvidó que no puedo moverme; en resignación, miro cabizbajo y encuentro matices distintos a la altura del piso, musgo verde por la humedad de las cañerías antiguas, gota a gota recorren lágrimas por la superficie del muro; las tribulaciones de los enfermos son ceñidas a las pobres tuberías, que de tanto llorar se les ha carcomido el físico, dejando caer por sus llagas la nocturna presión triste; la observo desde cerca y encuentro la pupila incolora de sus ojos golpeando contra los míos, formando una explosión que mojó paredes, colchas, y mejillas; sobre los muros escurrían lágrimas en forma vertical, poco a poco llenaron el espacio bajo la cama. De repente, en la superficie del neófito lago artificial, una pélela morada salió igual a una embarcación; la orina de antaño se meneaba de un lado a otro, mientras el sarro firmemente adherido le colocaba matices vivos a mis ojos; luego, comenzó a rebalsarse por el agua que lanzaba la cañería rota, cayendo dentro, y mezclándose con la orina terminó por hundirse. Zozobrando gestó un ademán de ausencia con la única oreja que tenía.

El agua ya tocaba el colchón, sentía frío en las piernas y en los brazos, ahora el resplandor se hallaba encima; cristalizando el ambiente al duplicarse el tubo fluorescente del techo, en el piso líquido cada vez más tocante al cielo, el destello es tan fuerte que me obligó a cerrar los ojos; después de ver la unión de mis pestañas, encuentro mis párpados rojos, siento una quietud completa, de pronto las luces se apagaron; examiné la sala de obscuras y vi luminosidad en las faldas de la cortina y tres líneas blancas, en los contornos de la única puerta. Seguramente las luces del pasillo no las apagaban de noche. Repentinamente el agua escurrió por el espacio que le brindaba la puerta, gracias al movimiento propiciado por una mujer que gritaba efusivamente; el agua se demoró ocho segundos en desalojar mi habitación, luego en bajar las escaleras otro tanto. Sin embargo, el rostro de la obesa enfermera estaba lelo. Pausadamente colocó un pie delante del otro y comenzó a transitar por las baldosas limpiadas con parafina. Meticulosamente, para no resbalar, se asía de las manillas de las puertas. Ya después la perdí de vista, pero el agua debió avisar en el primer piso que el llanto se había estancado por un gran lapso de tiempo, pues el agua cesó su fluir, y más tarde oí un chirrido lejano. Traté de ponerme hacía adelante para escuchar mejor, y recordé que ya no tenía huesos en la espalda. Al mismo tiempo busqué mis vértebras, y no encontré nada. Súbitamente penetró luz artificial desde un gran foco de linterna, escoltado por una sonajera familiar. El armatoste se puso frente a la iluminación exterior y se convirtió automáticamente en sombra. No distinguía formas detalladas, sólo una tosca y sinuosa figura colgando de un gancho: "¡Oh, mi columna!". Por favor, pónganla a este lado. Qué feliz me sentía. La acaricié durante gran parte de la noche, conversamos de la vida, yo le hice una pregunta y ella con el movimiento que le produjeron mis manos, respondió en un idioma desconocido que sólo yo pude traducir. No nos dejaron bailar hasta tarde, ya que sus pasos eran muy bulliciosos para los vecinos enfermos, que de tanto gritarme barbaridades no sé en que momento iban a descansar. Acabo de escribir todo lo que me ha pasado en este día. Este lápiz mina y estos papeles me los robé de la sala de conferencias. Son aproximadamente las dos de la mañana y pusieron mi espinazo colgando a un lado, porque ya había molestado demasiado. Al otro extremo de la cama, está la silla de ruedas; ya me siento muy cansado, el sueño ha ganado la batalla, pero, no la guerra por que mañana escaparé.

En la fachada de la cama, se muestra la planilla medica, publicando el nombre Saturnino Machuca; dueño de esta gracia es el hombre que descansa bajo las claras frazadas desinfectadas; su anatomía se compone de un rostro enjuto y pálido como sus brazos que yacen entre las sabanas, mil posiciones para olvidar pesadillas y proyectar conversaciones con su espalda. La noche calurosa hace que paulatinamente se destape. Más tarde un pequeño movimiento inquieta sus párpados y deja en forma de péndulo la última vértebra de su dorso colgante. El meneo horizontal se nutría del temblor que empujaba al hueso contra la muralla, produciendo un castañeteo en evolución de velocidad y sonido que despertó a Saturnino; los movimientos tectónicos le provocan histeria, su cara declaraba una huida inminente, pero faltaba la columna para que su cuerpo tomara la misma decisión. Luego el edificio comienza un tambaleo infernal, los camilleros abren los box y sacan del brazo a los enfermos que se mantienen dentro. Se oye gente correr y gritos convulsionados de seres sin género. Es un terremoto causante de pánico en los miembros del hombre; Saturnino mientras obligadamente atisba el techo, mueve ciegamente sus pies, acercándolos a la orilla de la cama y lentamente los deja caer, apoyándolos en la baldosa más fría de la habitación. Con el dorso pegado en la cama busca algo en que apoyar sus brazos, se ase de la parte superior del catre, a mera fuerza se pone de pie y sin ver se lanza hacía atrás cayendo en la silla de ruedas; junto con el rebotar de sus nalgas, se veía en su cara una adormecida sensación dolorosa; el movimiento telúrico había culminado. Un ambiente silencioso le ayudó para concentrarse, Saturnino tomó firmemente el pasamanos de la silla y, poniendo la pelvis hacía el frente, se levantó con la fuerza de sus disciplinados brazos, pero todavía no soltaba el pasamanos. Con un impulso arriesgado, logró enderezarse por cinco segundos, antes que una réplica estropeara la cañería del gas, botando su tan preciada columna y lo desestabilizara mandándole la cabeza entre sus rodillas; de un ángulo extendido pasó a uno de aproximadamente diez grados, era una v invertida, con los brazos y piernas en el suelo, manteniendo a sus nalgas en altura, empero no veía hacía el frente, pues su nuca no tenía ojos y los reales miraban hacía donde sempiternamente vio su espalda.

No encontraba en que apoyarse y a sus ojos no había objeto que lo ayudara. Sin embargo, recordó la caída de su espinazo y extendió ciegamente las manos. Palpando el suelo húmedo agarro su espinazo como bastón, pausadamente se fue levantando y encontrando con el aroma mortuorio del gas, no le tenía miedo, continuaba enderezándose. De repente su bastón se dobló, perdiendo al equilibrio que tanto le había costado; sus manos tocaron el piso y luego armoniosamente su pecho y cabeza se azotaron contra las baldosas, produciendo una respiración agitada que gastaba rápidamente las últimas partículas de oxígeno. Sus ojos extraviados casi tocaban el suelo, encontrando la sombra de unos pies que se veían a través de la parte inferior de la puerta, que hablaban desde el pasillo:

* El enfermo todavía no se da cuenta que su espalda está en perfecto estado.

* Si es un loco de remate.

* No lo creo, lo que pasa es que jamás confió en ella.

* Ah, y como explicas el cariño que le tomó a una serie de vértebras plásticas unidas.

* ¿Puede que tengas razón?

La cara de Saturnino escuchando la verdad, se puso inexpresiva por causa del gas que ya inundaba toda la habitación. Poco a poco se entregaba a la lividez de un muerto; sin embargo, algunas energías recorrían su cuerpo; la mano se deslizaba hasta la columna plástica. Tomándola férreamente, se levantó con la fuerza de la espalda que siempre tuvo. Rápidamente abrió la puerta, encaró a los médicos con garabatos inventados en ese momento, y repentinamente el utensilio sintético del hospital se fue contra la cabeza de los profesionales, dejando la pared manchada de sangre y muerte. Luego trajeron una camisa de fuerza para Saturnino, la cual no pasó de moda hasta el último día en que permaneció en el manicomio.

de tanto escribir he decidido parar
y continuar mañana o ayer

Cristian Patricio Camus Contreras, Chile © 2001

cristiancamus0@hotmail.com

Nacido el 9 de octubre de 1981 en el seno de una familia unida, el autor fue muy inquieto en su infancia, razón por la cual viajó por diferentes colegios; a temprana edad comenzó a trabajar con su padre en la construcción de estructuras metálicas; después, en las vacaciones de verano, buscaba trabajos temporales, en los cuales se desempeñaba con el agrado de quien, a fin de mes, debe estirar la mano, para el justo calzar de una migaja.
Su relación con la literatura se basa en prosa llena de significadosignificado; que de tanto girar en vueltas, marea las palabras y vuelca esa lógica tan lejana. Su problema fue el recurrente descender por la escalera, y continuo pintar de preguntas, de esas caras que no entendían por qué él preguntaba la razón de su haber descendido. Murió el día en que lo enterraron bajo las sábanas, pero su fortaleza lo hace despertar cada mañana.

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Regresar a la portada