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Animalito y yo

Mi animalito de plástico y de acero late setenta y cinco mil veces. Animalito me va conduciendo como si fuera él quien me llevara. Es tan raro sentir eso: ir por la calle, saludar a un vecino viejo de cuyos dientes brotan escupitajos y que animalito se sonroje y te haga pensar lo necesario. Pero me he estado acostumbrando sencillamente a que hay territorios por los que no me debo acercar cuando vagamos por la ciudad. Quiero decir, animalito y yo. Cuando vemos algo desconocido, como un ciego que misteriosamente descubre el universo, como un perro que se acerca a olfatear el poste con sus orejas predispuestas por el destino, nos cambiamos de acera y animalito me conduce como halado para que yo no tenga que ver lo que me hace daño, lo que algún día me arrepentiré de haber visto.

Hace tiempo, cuando todavía esta ciudad era el oasis de los desvalidos, la brisa se te inyectaba por las venas, las entrañas se veían desde fuera, observé en el fondo de la calle un pobre animalito desquiciado que cruzaba sin precaución los carriles de veloces flechas de acero y de lata. Era un animalito de plástico, una figura eterna como yo, desdichada y sin futuro. Me apresuré, bajé los nueve pisos con el ancla de la desesperación, patiné en el corredor, abrí la puerta y crucé como liebre los carriles hasta tener a animalito de plástico en mis manos. Pero el trailer le había extirpado el vientre y sus intestinos gemían desahuciados. Yo lo llevé, a mi animalito, por los nueve pisos de mi desconsuelo, le eché agua en el rostro, lo cubrí con mantas calientes, con la suavidad de toda mi ternura hasta que se quedó dormido, morado como yema apretada por un hilo de soga. A los dos días animalito empezó a reaccionar levemente, a pronunciar rezos hebreos y a llorar tendido todas las horas en silencio. Poco a poco resucitó de su mundo de siniestros, afectado en su conciencia por el acero y empezó a latir de nuevo, toda su soledad, todo su aliento, setenta y cinco mil veces según se grababa en su plástico gris.

Animalito y yo recorremos la ciudad, desde esos días, todo el abril, todo el febrero, excepto los días en los que llueve desde el cielo ácido químico que animalito detesta y rehuye. Pero todos los demás días, mientras existimos, somos llevados, sin saber quién por quién, a territorios prudentes, a las bahías de las flores, a otras calles. Unas veces lejos, otras cerca. Animalito me conduce a veces a su antojo pero yo lo corrijo y le recuerdo que sé más de la vida que él y que en su endeble farfarita de plástico dice setenta y cinco mil y no sesenta y cinco mil como a él se le ha metido en el cerebro. Andamos por los muros, por las viviendas de los ricos, por la historia central de la ciudad y nos metemos a veces en problemas, que yo soluciono porque soy un experto. Siempre he querido ir a la casa de una mujer que vi que me llamaba una tarde muy gris. Lo que pasa es que animalito lo sabe y no consiente.

Una tarde medio loca transitaban ángeles que perdían sus billeteras (todo esto me lo dice animalito), y paseábamos por el centro y había una casa de color crema que estaba cercada por una malla blanca e impenetrable. Estaba rodeada de un jardín estupendo con blancas camelias y un rododendro sembrado a la entrada. Animalito no se fijó quizá por donde caminábamos, pero yo alcancé a ver dentro una figura blanquecina y fría, como la silueta de una mujer muerta. Tuve la ligera impresión de que lloraba pero pronto dio la espalda y la luz que había en la casa me ocultó su rostro desde la ventana. He estado tratando de imaginarla de nuevo y animalito se da cuenta y me mira perturbado, como si le molestara que me imagine mujeres muertas. Me ha prohibido acercarme a la valla y trata por todos los medios de que caminemos por calles contiguas que no den con la casa de color crema ni por el frente ni por su puerta trasera. Yo trato, sin embargo, de disimular un poco mis intenciones, de caminar desprevenidamente por la calle de la casa crema para poder ver desde fuera si esa mujer es real o si simplemente es un cuadro que brilla desde fuera. Pero una vez que trato de acercarme, animalito me hace cambiar de acera y tiene una fuerza incontenible, animalito, hasta tal punto que puede hacerlo trastabillar a uno y hacerlo caer.

Yo hace unos días que no pensaba en la casa crema, pero con esta lluvia ácida de noviembre que nos encierra en el cuarto a leer un rato y a mirar la calle desde el noveno piso, se me ha venido la idea de escaparme un día sin la presencia celosa de animalito para explorar lo que me puede tener destinado la Hora en esa casa. Lo tengo todo planeado. Son setenta y cinco mil veces animalito. Él siempre pregunta. La idea es que él se tome una poción de leche con almendras y se quede quieto un rato, yo lo arropo. Sí, son setenta y cinco mil veces, con t.

Él se va quedando dormido y yo me escapo bajo el fuerte aguacero de químicos. Para cuando animalito despierte y no me encuentre ya va a ser demasiado tarde porque yo voy a estar muy cerca de la muerta preguntándole si la Hora ha dispuesto algo. Sé que tengo una intención traicionera y que se va a poner a aullar como animalito sabe hacer y luego me castigará con su indiferencia por un año o más hasta que se purgue la pena, pero tengo que hacerlo.

Y la tarde está quieta con la ruidosa sensación de golpeteo en los ventanales y en el tejado. Está lloviendo ácido químico que nos quema la piel y animalito está tranquilo y desentendido. Ahora me voy colando por el comedor, bajo sigilosamente las escaleras de los nueve pisos y salgo a la calle que arde químicamente. Camino a toda velocidad por los agujeros en los que se convierten las calles estas seminoches hasta que llego a la casa crema. Una vez allí contemplo una efigie de roca a la entrada, algo como una rata de cuero que me mira con recelo como exhalando de sí su propio color gris. ¡Es animalito que me espera ensopado bajo el umbral! Voy corriendo hacia él tratando de entender su visión pero él me detiene. Animalito siempre sabe hacerlo y me conduce rabiando hacia la calle. Me arrastra con una fuerza que no puedo resistir y empiezo a arrepentirme de todos mis pecados, especialmente del pecado de la libertad, porque animalito me enseña con su lección de fraternidad mientras su plástico azul y gris se va desvaneciendo cada vez que cae una gota de agua desde el cielo.

Esta noche no trataré de hacerlo, no lo haré de nuevo. Animalito, estoy tratando de curarte las heridas en tu farfarita de plástico y de acero. Trato de ser noble, trato de besarte y me pongo encima una frazada nueva con todo este silencio de la casa encima de los ocho pisos. Que duermas, animalito. Pero me salgo corriendo de en medio de mis sábanas y bajo corriendo los nueve pisos hasta el hall donde la puerta es ajustada con un frío pasador; salgo precipitadamente por las calles en penumbra atropellando mi propio aliento hasta llegar a la casa crema donde la figura de la mujer con su rostro cubierto de cera y dos ojos brillantes como el zafiro me llama. Es tan sólo un sueño, sólo un sueño. Animalito reposa cansado, malherido. Seguramente me odia y desconfía de mí serenamente. Su trompita cerúlea respira mil veces mientras duerme (animalito se inventa todos esos números para sentirse vivo) y todavía en noches tristes como estas, se le escapan rezos hebreos y estará soñando que me escapo.

De hecho, yo también sueño que me escapo y que la dueña de la cara de pasta que me mira a través del vidrio me llama con su mirada pero yo no puedo hacer nada. Los dos nos despertamos constantemente como si tuviéramos fiebres altas y revisamos que cada uno esté en su propio puesto, cuidando su propia intención. Animalito es una desfigura que padece bajo las telas, creo que no sobrevivirá. Él siente mi lástima y se da la vuelta hacia el muro y yo, con la escasa luz de la luna frágil que atraviesa las nubes, me doy cuenta que en su cáscara de plástico y metal ya no se lee con claridad cuántas veces late animalito.

Se vuelven a cernir pesados recuerdos de la ciudad; animalito y yo sabemos lo que es la ciudad en los días de neblina, lo que es la plaza llena de brisa y la gente intercambiándose besos. Animalito y yo vagando para siempre en zigzag, dando circulitos sueltos hasta llegar y subir los nueve pisos y descansar de todo, acostumbrándonos a la dependencia del otro. Ojalá no dejes de latir, para comprarnos una nueva pomada y caminar juntitos, animalito siempre halándome con su irrefrenable totalitarismo recién aprendido, prohibiéndome cosas por temor considerado a que nos hagan daño.

Felipe Rodríguez, Colombia, © 2004

goddiness@hotmail.com

Felipe Rodríguez es un escritor aficionado nacido en Cali, Colombia, en 1984. No ha tenido más formación profesional que la cátedra constante de su autocrítica. Considera que el cuento debe cumplir siempre el papel de perturbar a través de imágenes y ritmos, y que no existen reglas para su elaboración. Sobreestima los relatos cortazarianos a los que le gusta llamar Cuentos.

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