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La apuesta

¡Por fin!... Después de tanto tiempo, mi sueño se hizo realidad. Conseguí el trabajo en el interior que tanto anhelaba. La ciudad está cada vez más peligrosa. Robos, drogas y otras yerbas me hacen temer por la seguridad de mis hijos. Lo logré. Si bien la guita es un poco menos de la que gano acá, la gente de campo es diferente. Es mucho más sana. Demás está decir, que hasta la fecha de mi partida, no pude pegar un ojo. La ansiedad se apoderó de mí. Se siente algo extraño cuando se espera impacientemente, y se aproxima el momento. Cargamos todo lo que pudimos y partimos en nuestra camioneta hacia el futuro soñado. Al llegar al lugar, esté me pareció precioso. Pocas casas, muy viejas y ese pesado sopor que imprimen todos los pueblos a la siesta. Mi nueva casa estaba ubicada frente a la plaza, en diagonal a la iglesia. El asesor de la empresa era el intendente del pueblo. Era quien me entrevistó en Buenos Aires. Al ver la tranquilidad del lugar, comprendí rápidamente como era que cumplía ambas funciones.

Lo primero que me llamó la atención fue ver a ese viejo, sentado en un banco de la plaza, justo frente a mi ventana. No tendría nada raro, si no fuese que acunaba algo imaginario en sus brazos, muy suavemente. Si se tratase de una mujer diría que acunaba un niño.

Al tiempo de instalarnos y de concurrir asiduamente al bar "a matar el tiempo"; entablé confianza con el bolichero. Un gallego con más de cuarenta años en el pueblo.

Luego de un par de meses, me hicieron sentir uno mas en la comunidad. Me sentí halagado. Pero por más que me cansé de preguntar a todo el mundo por el viejo de la plaza, nadie me daba una respuesta coherente.
-Dejalo nomá. Tá loco el pobrecito -contestaban ante mi pregunta, y yo me mostraba cada vez más insistente.

Una noche de invierno, siendo yo el último concurrente del bar, se me acercó el gallego a la mesa. Mirando de reojo hacia ambos lados, y con el nerviosismo propio de quien está en falta, dijo: ¿ Quiere que le cuente?

Yo que hasta ese momento sentía un respeto muy grande hacia él, me reí con ganas. No sabía qué, podía ser tan grave cómo para que este pobre hombre tuviese esa cara...

Pero le contesté que sí, por simple curiosidad.

-No se ría, la historia que le voy a contar no da para risas -creo que mi cara reflejó un gesto adusto y avergonzado a la vez.

"Hacen como veinte años, en este mismo bar, estaban jugando al truco, seis paisanos del pueblo. Comenzó a correr la caña como para matar el frío, y no sé si usted sabe mi amigo, que el alcohol a algunos los pone alegres pero a otros les hace decir pavadas. Don Antonio Rivero, siempre fue un hombre apacible y tranquilo, nunca se metió con nadie. Pero el peludo; un borrachín empedernido y envidioso, dijo algo que terminó muy mal... como termina todo cuando alguien mueve la lengua sin pensar.

-¿Pobre no? Muy gaucho el padre, pero marica el hijo -balbuceó el peludo, mirando con malicia a Rivero.
-¿Qué decís?, ¿qué dijiste?, ¡repetilo, mierda! -gritó Rivero poniéndose de pie y apoyando el puño en la mesa.
El peludo, agachando la cabeza dijo:
-Yo nada más repetí lo que se dice en el pueblo.

Mirando a todos los presentes casi con odio, Rivero preguntó:
-¿Es verdad que eso se dice en el pueblo?
-Mire don Antonio, el Martín es medio delicadito, ¿vio? -dijo uno.
-Si nunca le han visto matar algún bicho o pelearse con otro pibe -dijo otro.
-¿Alguien le vio esas manos de señorita? -dijo un tercero, y todos estallaron en risas.

Rivero, que a esa altura dudaba que lo que estaba viviendo fuese realidad, desafió a todos.
-¡Apuesto lo que quieran, que mi hijo es más macho que cualquiera!
Pero cómo en toda reunión nunca falta el de las ideas raras, esa vez fue a Gómez a quién le tocó el turno:
-De seguro le dicen a Martín de entrar al cementerio de noche y el pibe se pone a llorar.
-¡Pero no hablés pavadas, Gómez! -profirió Rivero.
-Si el más macho de ustedes hace dos kilómetros de más para no pasar por el cementerio.
-¡Mirá que mi Martín le va a tener miedo a esas estupideces!

Ahí nomás se gestó la apuesta. Apuesta en la que algunos jugaban por la caña, pero Rivero se jugaba el honor de su hijo.

Camino a su casa, Rivero comenzó a recordar. Se acordó del pequeño Martín de seis meses en sus brazos, cuando murió su esposa. Lo vió aprender a caminar sujeto a sus pantalones. ¡Qué gauchito era!, si yo no podía trabajar el campo porque él se me cruzaba con la pala , queriendo ayudar... ¿Qué saben estos giles?... De las madrugadas de ordeñe y el Martincito de siete años cebándome mates. O cuando quería ese jilguero que tanto cantaba y yo le decía que a los pájaros es mejor tenerlos sueltos. ¿Y sus manos? Son suaves porque yo nunca quise que se le escarchen los dedos en las mañanas de frío empuñando la azada. Son suaves, sí. Pero no por culpa de él, sino porque yo lo quise. Pero... ¿qué mierda saben éstos idiotas?.

Llegó a su casa y Martín, de quince años, lo esperaba con la pava.

-¿Todo bien, tata?
-Todo bien, Martín. Andá a dormir que mañana te pasan a buscar.
Y allí se quedó Rivero, pensando que lo que iban a hacer no tenía ningún sentido.

Al otro día pasó el rengo con la chata, a buscar a Martín para que le dé una mano con un encargo, tal lo pactado la noche anterior en el bar. Rivero miró el reloj y dijo:
-Puntual este hijo de puta.
Martín, que en verdad pensó que este sería su primer trabajo, subió a la chata a puras palabras de agradecimiento.

...Ya de vuelta, y con la tarea cumplida (el rengo lo llevó a Martín a trabajar a lo de Íñiguez, a tres leguas del pueblo, cruzando por el cementerio):

-Che, Martín, se va a poner cabrero tu viejo. Ya es de noche -dijo el rengo.
-No se vaya a creer. Mi viejo no es mal llevado -contestó el muchacho.

Al dar la vuelta al montecito de macachines, tres cuadras antes del campo santo, el rengo, que de actor siempre tuvo buena fama, dijo que la chata levantaba temperatura. Se bajó, levantó el capó y, volviendo a cerrarlo con cara de preocupado, le dijo :
-Andate hasta el cementerio, a buscar un poco de agua.
-¿En que la traigo? -dijo Martín.
-No sé, gurí, buscate algún tacho de esos donde las viejas ponen las flores.

Mientras tanto, en el depósito del cementerio, estaba oculto el "jurado del bar", presto a verificar la reacción del muchacho. En un rincón se había sentado Rivero, estrujando sus manos, con visible nerviosismo.
-Son las siete, ya deben estar por llegar -dijo Juárez.
-Pá mi que el gurí se caga en las patas -dijo el vasco Escotegui.

Pero de pronto se sintió el chirrido de la reja de entrada. Todos callaron. Por la pequeña ventana del depósito vieron entrar al muchacho.

Martín caminó por el estrecho pasillo que queda entre las bóvedas.
-Que feo es esto de noche -se dijo.
Al llegar al final del pasillo, dobló a la izquierda. Ahí había una pared donde estaban los nichos. De pasada, se agachó a agarrar un frasco de vidrio, con flores secas. Llegó a la bomba, y echando un poco de agua en el recipiente, se puso a enjuagarlo para quitarle el verdín que quedaba en el fondo. Una vez que llenó el frasco, emprendió el regreso. Mientras volvía sintió algo raro, como que alguien lo miraba y comenzó a mirar con recelo las tapas de las tumbas. Caminó erguido, pero con paso suave. Al arribar al sector de los nichos, le pareció ver cruzar una sombra.-Debe ser mi imaginación- pensó. Pero el frío recorrió su espalda.

Y cuando transitaba por el pasillo entre las bóvedas; los hijos de Juárez, muy malos bichos los dos, quisieron pegarle un susto. Salieron a sus espaldas, gritando cómo marranos. Martín quedó clavado en el piso. Su rostro pasó del blanco nieve, al azul violáceo. Las rodillas se le doblaron y cayo al suelo cómo quien recibe un balazo.

Al escuchar los gritos, los paisanos que aún estaban en el depósito se pararon de un salto. Solo Rivero corrió hacia afuera. Al ver a su hijo caído en el piso se arrodilló junto a él. Tomó su cabeza con ambas manos y con gritos desesperados trató de reanimarlo.
-Despertáte, Martín; despertáte, carajo.
...Pero Martín nunca más despertó. ¿Vio?"

-¡El viejo! -grité.

Salté de mi silla, tirándola hacia atrás y salí a la calle. La noche afuera se me hizo más fría que nunca... Encendí un Marlboro y caminé hasta la plaza.

¡Y yo también me sentí una mierda...!

Marcelo Díez, Buenos Aires, Argentina ©2000

diezmarcelo@ciudad.com.ar

Marcelo Alejandro Díez nació un 9 de noviembre de 1967 en Buenos Aires, Argentina. Hijo de un padre camionero, tuvo la suerte de recorrer, siendo niño, la vastedad de su país. De esta forma pudo conocer diferentes culturas y comprender las arraigadas costumbres del interior de su tierra. Cursó estudios técnicos, aunque nunca se alejó de la literatura. Se confiesa admirador de Borges, Bioy Casares y Sábato.

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