Regresar a la portada

Aquí el horizonte

El rumor es el mismo.

Aun después de tanto tiempo esa voz infaltable de cada tarde repite su soliloquio bien aprendido. Pero no es un rumor placentero. No para Elsa. A ella le parece una voz necia que murmura una y otra vez un nombre imposible de olvidar. No necesita entonces que se lo recuerde el ruido de las olas con ese gemido de lascivia, cuando la playa es embestida por el océano durante el fornicio marino de cada tarde: Paaabloo, Paaablooo.

Un verde discreto se torna gris en las pupilas de Elsa.

Sus ojos, nublados como el cielo, no reflejan el azul profundo del mar. En ellos el agua del Caribe se percibe opaca y deslavada, “como mi alma”, murmura Elsa antes de callar y no emitir palabra durante un largo rato. Entonces, sus párpados ya no se cierran; su vista busca tras cada ola el cabello negro, el calzón amarillo, la sonrisa de Pablo, mientras éste parece zambullirse bajo las crestitas marinas que fustigan la playa [¡mira madre, mira!] para salir luego, agitando ambos brazos [¿viste eso vieja?] en busca de la mirada complacida de mamá.

Pero ese avejentado mirar no encontrará lo que persigue, como no lo halla desde hace ya tiempo.

“¡Es suficiente Pablo!, ¡suficiente!, ¿ya tú me oyes?”, diría asustada Elsa si Pablo tuviera aún siete años y se encaprichara en quedarse jugueteando, de manera peligrosa, entre la humedad salada que hoy no se cansa de jadear ante los oídos de la anciana.

Paaabloo.

“¡Es suficiente Pablo!, no quiero escucharte más”, espetaría llorosa la vieja si Pablo tuviera 20 años y se encaprichara en dejar todo y seguir a Lucía, la chica extranjera que algún verano llegó a vacacionar, no sólo en la casa blanca del malecón viejo, sino en la piel morena y en la vida de Pablo.

Pero no es así.

Pablo no está jugando en las olas porque ya no es un niño. Tampoco está sentado con su vista fija en la mueca extendida del horizonte, pensando en Lucía y en la distancia y en su propia miseria.

Hoy no.

Elsa está sola y la imagen de su hijo es sólo un recuerdo que flota y se hunde con la apariencia de un chiquillo feliz entre las olas; es una presencia que se aspira en la brisa; a veces quema los pies cuando toma forma de arena y siempre está presente en el sonido del mar.

Paablooo.

Pablo solía mirar el horizonte durante muchas horas al día. Salía corriendo de la fábrica de cigarros en donde trabajaba para instalarse en la punta del arrecife más ancho. Desde ahí veía hacia el poniente; tocaba, con el tacto visual de sus ojos verdes, el ansiado horizonte lejano y también ajeno; volaba, desde tierra, sobre la contraparte líquida del cielo a la cual todos nombran mar. Pablo le llamaba “piel de Lucía”, porque en esa húmeda entidad veía el rostro y la carne de ella, su cuerpo todo; miraba las olas como senos multiplicados y siempre continuos, gráciles, atrayentes, al igual que el horizonte largo e idéntico al cabello de su anhelada mujer.

Por eso se animó a construir la balsa. Lo hizo a la manera de los antiguos marinos, siguiendo los consejos de Eliseo, viejo pescador venido a obrero de la fábrica de cigarros.

Sólo el viejo Eliseo y Elsa conocían la motivación verdadera que tenía el muchacho para querer expatriarse. Sabían de Lucía. Comprendieron siempre por qué Pablo atendió los consejos de navegación clandestina de Eliseo y desoyó los gimoteos de su madre, sin importarle que su propio nombre fuera manchado con el estigma de la traición a su pueblo. A la vieja le duelen esos recuerdos. Y no puede olvidar.

“¡Ahí, ahí viene Pablito!” se sobresalta. “Allá, esa silueta… es mi hijo, mi niño”, Elsa agita sus canas y su corazón de vieja; sabe que Pablo retornará por ella, él prometió hacerlo. Por eso lo aguarda sentada en esa silla de bejuco a la sombra de un árbol uva de playa.

Pero Pablo quizá no vuelva; nadie regresa dos veces y dicen que él ya lo hizo una mañana, entre astillas, restos de cuerdas y piquetes de aves en su cuerpo abotagado, ungido por la piel líquida de Lucía, por esa entidad furiosa a la que algunos siguen llamando mar.

Es otro niño el que ahora emerge del agua y se pasea frente a los ojos de la vieja, mientras corre y agita sus bracitos hacia el cuerpo erguido de otra madre; es otro hombre el que repara las amarras de unas redes sin peces; ambos son tan parecidos a Pablo, semejantes, como todos los hombres que tornan del océano, piensa Elsa.

Y espera, seguirá esperando.

Paaabloo.

El Caribe murmura el nombre de alguien que, dicen, está bien muerto. Pero Elsa está convencida de que no es así, Pablo no puede estar muerto. Y se dice para sí que ella tampoco puede estar muerta, aunque su cuerpo y su corazón hayan perdido la vida algunos días después del primer regreso de Pablo; la vieja sabe que ahora mismo el polvo de sus huesos, confundido con la arena, y el vaho de su penar imperceptible, son un testimonio de que la vida no puede acabarse; de que la vida es una parábola de las olas y nada más.

José Luis Enciso, México © 2003

jlenciso@msn.com

José Luis Enciso nació en 1976. Es mexicano. Ha publicado cuentos en los periódicos Siglo XXI y Excélsior de la Ciudad de México, así como en la revista literaria Minotauro Digital, en España. Obtuvo Mención de Honor por el relato Retrato del Diablo en el Tercer Concurso Nacional Interuniversitario de Cuento Casa del Lago. En julio de 2000, participó en el encuentro de jóvenes escritores Narrativa Emergente, organizado por el Instituto de Cultura de la Ciudad de México. Fue finalista en el certamen internacional de relato breve Valle de Punilla, Argentina, con la ficción breve Indiferencia. Es autor de Freud en la nota roja y actualmente colabora como reseñista en el Fondo de Cultura Económica, México. Prepara además el volumen de relatos Los condenaditos y una investigación sobre el periodismo literario de Vicente Leñero.

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Regresar a la portada