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El asesinato de Lady Gloucester

El que dice la verdad, puede estar seguro que tarde o temprano será descubierto”. Oscar Wilde

Tenía que matarla. Su adorada tía, la exuberante, deliciosamente anticuada, la sonriente y maniática Lady Constance Gloucester, ignoraba que sus días estaban contados.

Corría el año de 1839. Su Graciosa Majestad la Reina Victoria había subido al trono dos años antes, iniciando lo que sería el reinado más largo de la historia de la Gran Bretaña. La Era Victoriana conocería también la máxima expansión del Imperio Británico por todos los continentes.

Lady Constance residía en invierno en Londres, en su “manoir” de Merrion Square, elegante zona a la moda. Su sobrino, futuro y presunto asesino Sir Robert Gloucester, era ya el último de su estirpe.

Sus padres habían fallecido sin dejar otro vástago que el propio Sir Robert, puesto que la única hermana de su progenitor, Lady Constance, estimó a lo largo de su vida que las relaciones con un representante del sexo opuesto constituían una frivolidad, además desprovista de higiene.

Obedeciendo a sus padres, que consideraban que el enclenque de su hijo necesitaba endurecerse para afrontar las vicisitudes de la vida y los imperativos de su rango, Sir Williams fue enviado desde muy joven a la Portora Royal School de Enniskillen, en Irlanda. En aquel inhóspito lugar se acostumbró a la soledad forzosa. Allí se forjaron los primeros atisbos de su carácter taciturno y huraño.

Años después, un coche de postas le condujo al Trinity College de Dublín, donde cumplió con sus obligaciones sin brillar en ninguna disciplina, limitándose a lo indispensable.

La fortuna de sus padres le permitió terminar sus estudios en el distinguido Magdalen College de Oxford. Allí adquirió los modales adecuados y una cultura superficial, integrándose más tarde en la puritana sociedad londinense sin ilusiones.

A la muerte de sus padres una docena de años antes, el último de los Gloucester conoció por fin una existencia tal y como la había soñado. París y sus Cabarets, Florencia, Roma, Siena, Hannover, Berlín y San Petersburgo acabaron lenta pero inexorablemente con su generosa herencia.

Regresó amargado, prácticamente arruinado, y con una gonorrea persistente. Su carácter se ensombreció al conocer sus primeras dificultades financieras serias. Su mayordomo le abandonó después de medio año sin sueldo, y las facturas se acumulaban sobre el bargueño.

Cuando Sir Robert decidió abreviar la vida de su tía era ya un hombre maduro de más de cuarenta años. Ancho de vientre, alto pero sin gracia, un principio de atrofia ocular daba a sus ojos un lejano pero furioso parentesco con los saltamontes. Los favoritos rizados que adornaban sus sienes constituían su única concesión a la fantasía.

Lady Constance Gloucester confesaba tener setenta y nueve años, aunque probablemente se rejuveneciera de media docena. Perpetuamente teñida con el pelirrojo rabioso de su juventud, Lady Constance era una mujer robusta y de carácter. De mal carácter cuando se la contradecía. Distraída pero de una agudeza proverbial, sus meriendas eran un divertido y apreciado acontecimiento de la nobleza londinense.

Sir Robert la odiaba cordialmente, como sólo pueden odiar los ingleses. Sobre todo desde que su queridísima tía le hizo perder una excelente oportunidad de redorar su blasón, desposando a la encantadora, y sobre todo muy rica, Honorable Miss Leonor Campbellville.

Su padre, el Barón de Campbellville, podía remontar sus orígenes a la época de Guillermo el Conquistador. Su fortuna, colosal como decíamos, se componía de extensas propiedades agrícolas, de participaciones en compañías marítimas en pleno auge, y de un elevado porcentaje de acciones en la muy seria empresa de seguros fundada por Edward Lloyd en 1688.

Cuando Sir Robert recordaba la cita que había tenido lugar al principio del otoño pasado en Merrion Square Manor, su ptisis visual se agudizaba y su dolencia mingitoria le causaba una insoportable sensación de quemadura.

Aquella malograda tarde de octubre la rosaleda de su tía lucía sus más esplendorosos y fragantes frutos. Sir Robert había escogido precisamente ese lugar por considerarlo el más apropiado y romántico para solicitar la mano de la heredera.

Lady Constance y Miss Leonor estaban sentadas en un banco de madera ornado con recargadas volutas. La sombrilla de la hermosa hija del Barón de Campbellville creaba una interesante intimidad a sus delicados rasgos, realzando la pureza de su cutis del que sobresalía una mirada risueña.

Pero cuando Sir Robert empezó a recitar su estudiado monólogo, Lady Constance le interrumpió con un gesto seco de su abanico, intimándole a que guardara silencio.
—¡Despotricas, querido sobrino! ¿Cómo pretendes cortejar a nuestra deliciosa invitada sin habérmelo consultado? Te habría respondido sin ambages que dicha pretensión no merece mi aprobación en absoluto. Deberías cuidarte primero esas inconfesables dolencias que te trajiste de Egipto.
—De Europa, querida tía, creo que me dañé los ojos en San Petersburgo —consiguió susurrar Sir Robert.
—¡De la India si quieres, pero no me interrumpas!
Lady Constance tomó la mano de Miss Leonor.
—Querida mía, no tomes en serio los desvaríos de mi sobrino. La pasión le ciega, cuando no es el brandy. A propósito, ¿tu madre sigue bordando esos maravillosos motivos?

Sir Robert abandonó la rosaleda cabizbajo, furioso y avergonzado, meditando ya sobre la manera más acertada de que su única pariente en vida se convirtiera muy rápidamente en su última pariente muerta.

La Honorable Miss Leonor Campbellville desposó poco después al heredero del Duque de Fairnsbury, al que recompensó con siete adorables hijos.

Y Sir Robert acumuló un odio intenso hacia su pariente, al responsabilizarla del fracaso de su estrategia, lo que le condenaba a vivir de la generosidad de su tía, hasta que se dignara reunirse con el Creador de todas las cosas.

Reunión a la que Lady Constance Gloucester no tenía prisa alguna en asistir, determinada como estaba a festejar cuanto menos la segunda mitad del siglo, lo que acontecería once años más tarde si Dios se lo permitía.

Acuciado por los acreedores, Sir Robert pasó en revista los medios más conocidos para abreviar la existencia. Desechó enseguida las armas blancas. Entre su acuciante glaucoma y sus nervios desechos temió equivocarse de víctima o, peor aun, herirse a sí mismo por inadvertencia.

El fértil espíritu de Sir Robert exploró distintas eventualidades sin que ninguna le convenciera. Citaremos algunas para ilustrar sus elucubraciones: simular un desgraciado accidente le ocupó enfebrecidas noches en vela. Siguieron una inesperada caída en las escaleras, un fatal estrangulamiento con uno de sus pañuelos de seda, las aceradas zarpas de un tigre malayo mientras visitaba el zoo que tanto estaba de moda, y hasta el fortuito derrumbamiento de un torreón de su palacete al regresar de su cotidiano paseo por la rosaleda.

Sir Robert analizó después tanto los venenos conocidos como los más exóticos: ácido clorhídrico, bicloruro de mercurio, arsénico, belladona, estricnina, cicuta o euforbia, por solo nombrar algunos.

Al borde de una crisis de nervios, encontró la solución cuando ya desesperaba. Tanto tembló de alegría que su enfermedad inconfesable terminó ensuciándole la bragueta. Cometería lo irreparable durante el week-end de la semana siguiente.

El día del fatal desenlace Lady Constance festejaba su onomástica con un bucólico pic-nic en el cuidadísimo césped de su propiedad a orillas del Támesis. Medio centenar de invitados se repartían sobre las alfombras tejidas con motivos orientalistas. La tía de Sir Robert, alegre y confiada, ingería uno tras otro y casi sin masticar los sándwiches de pepino con mermelada de fresa que aficionaba tanto.

El vidrio, desmenuzado y mezclado a la mermelada entre las rodajas de la cucurbitácea, conocida ya en la India desde tiempos remotos, tomó el camino de su estómago, en el que no tardó en provocar una fatal hemorragia.

Los cálculos de Sir Robert habían sido exactos. Al atardecer, Lady Constance palideció por momentos, desfalleciendo entre sus invitados justo a la hora de la copita de Sherry.

El doctor Pooter, convocado de urgencia, diagnosticó una indigestión sin mayores consecuencias, pero el estado de su paciente se agravaba de hora en hora. Los invitados se retiraron, salvo evidentemente Sir Robert, quien asistió a su querida tía con una devoción digna de encomio.

Al caer la noche, el doctor Pooter constató que la tensión de Lady Constance descendía brutalmente. Unas enérgicas friegas seguidas de una generosa lavativa no aliviaron los síntomas en absoluto, pareciendo incluso precipitarlos.

Pasadas las veintidós horas, el doctor Pooter informó a Sir Robert que las constantes vitales de Lady Constance, inconsciente y en coma, le hacían temer en breve un trágico desenlace. Al ver las profundas ojeras, los lagrimones que corrían por sus mejillas y los rasgos demacrados del desgraciado sobrino, el doctor le aconsejó que saliera un poco a tomar el aire. El fallecimiento de Lady Constance era una simple cuestión de tiempo.

Sir Robert se dirigió a las caballerizas, discreto lugar en el que podría dar rienda suelta a la incontrolable euforia que le invadía. Al despuntar el día se convertiría en el único heredero de la esplendorosa fortuna de la difunta Lady. Naturalmente, se trasladaría a Merrion Square Manor para administrar desde allí las numerosas propiedades de la difunta, así como sus intereses diversos.

Había cometido el crimen perfecto sin despertar sospechas. Decenas de testigos estarían encantados de afirmar que se había comportado en todo momento como un sobrino ejemplar. Sir Robert no pudo retener una risa histérica ni tampoco unas gotitas de orina, aunque en este caso ambas fueran de dicha.

Sir Robert se acercó al establo en el que se encontraba Mistic Irina, la yegua preferida de Lady Constance. Era un animal de elegantes proporciones y de pelaje ruano rosado, de cinco años de edad. El heredero de Lady Constance la sacó por las riendas y la admiró con placer de experto. Se imaginó participando en el Derby de Londres con ella, enriqueciéndose con sus victorias.

Mistic Irina poseía un olfato fuera de lo ordinario. La colonia perfumada a sándalo con la que Sir Robert acostumbraba rociarse la indispuso sobremanera. Tampoco le gustó que un presuntuoso desconocido acariciara su grupa, familiaridad que solo consentía a Lady Constance.

La yegua esperó a que Sir Robert se encontrara a la distancia oportuna. Cuando la estimó adecuada, le propinó al presunto heredero una terrible coz en la que puso toda la fuerza de sus poderosos miembros.

La atrofia ocular y la gonorrea dejaron de molestar a Sir Robert por el jamás de los jamases. Su hueso frontal se reunió con el occipital, aplastando en camino el cerebelo. El óbito de Sir Robert se produjo sin remedio.

Lady Constance se recuperó milagrosamente. La lavativa del doctor Pooter había excitado sus intestinos, precipitando la digestión y la expulsión de los elementos nocivos.

Debido a su edad le costó recobrar sus fuerzas, pero once años más tarde, tal y como lo había calculado, pudo festejar la mitad del siglo a lomos de la hija de su inolvidable Mistic Irina...

José S. Isbert, España, Francia © 2019

jose.spitzer.ysbert@gmail.com

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