Cuando nació Juanito Laguna la astróloga dijo que tenía buena estrella, todo debía salirle de perlas en la vida y, a lo mejor, hasta llegaba a presidente. Sin embargo había algo peligroso en él, según la misma bruja.
La madre, preocupada como toda buena supersticiosa, acosó a la vieja a pura pregunta, ella no contestaba, sólo seguía repitiendo, "hay una mancha negra en el futuro de este niño". El papa de Juanito tuvo la buena idea de sacar la billetera; el fajo de billetes nuevecitos le soltó la lengua a la vieja; empezó a hablar de sus necesidades, de que tenía que comprarse una bola de cristal nueva y que su carta astral ya estaba demasiado gastada. El señor Laguna comprendió el mensaje inmediatamente y hasta se enojó un poco porque le caían muy mal los chantajes, sobre todo cuando eran pagados en plata. Sólo al ver que su mujer le ponía cara de llanto, soltó una buena cantidad de dinero sin molestarse en contarlo, porque, después de todo, sacar cuentas de una estafa tan burda iba a aumentar su enojo en cólera.
La sabia astróloga dijo entonces que a Juanito había que mantenerlo alejado de los objetos voladores, porque el niño tenía la obvia tendencia a soñar despierto y si veía objetos voladores podían ocurrírsele ideas raras que lo apartarían de su brillante destino. Y todo esto era tan cierto e indiscutible porque las estrellas nunca mienten!
El papá de Juanito refunfuñó durante todo el camino a casa, la mamá era más bien un manojo de nervios. Se aislaron en sus pensamientos y mientras el señor Laguna se ponía colorado de la cólera por "haberse dejado convencer de ir a visitar a la vieja sin dientes", la señora Laguna hacía una lista mental de los objetos voladores conocidos de los que debía proteger el futuro de su vástago. A decir verdad, no pudo pensar en muchos, y sobre algunos no podía decidir si eran verdaderos objetos voladores o sólo objetos pseudo-voladores.
Por la noche, la señora preguntó a su marido si habría que prohibirle a Juanito jugar a la pelota, o si bastaría con pedirle que sólo la hiciera rodar por el suelo; además deberían pensar en cómo evitar que el chico quisiera participar en los festivales de barriletes de cada noviembre: "tal vez habrá que encerrarlo hasta después de Navidad cada año", decía la señora Laguna; y su esposo fruncía el ceño, incrédulo; "y yo que pensaba que me había casado con una mujer inteligente, y ahora me resulta que ésta cree hasta en santos que orinan".
Ese fue el inicio de la paranoia de la señora Laguna.
La vida familiar de los Laguna siempre había sido tranquila. El señor Laguna no ponía peros a las excentricidades de su esposa, si ella quería comprarse un vestido nuevo, le daba suficiente dinero para dos. Cuando ella comenzó a desbarrar después de la visita a la astróloga, él quiso ser igualmente comprensivo, pero se le hacía harto difícil. El día que regresó a la casa y encontró la sala olorosa a sabrá Dios qué peste, llegó a la conclusión de que las cosas se estaban saliendo de madre. Cuando su esposa le explicó que la astróloga le había dado una poción para alejar a los malos espíritus y que además le había recomendado rezarle 7 novenas a San Amancio para que protegiera al niño de las culebras y los escorpiones, perdió toda la poca paciencia que le quedaba; aventó una imagen del famoso San Amancio por la ventana, le gritó improperios a su mujer y le prohibió terminantemente volver a visitar a la astróloga, y que no se le ocurriera traer más locuras a la casa.
Así comenzó la vida clandestina de la señora Laguna; mandaba a su empleada a consultar a la vieja cada vez que a Juanito Laguna le salía un grano, un diente o cuando le subía la fiebre; tenía tres o cuatro cartas astrales escondidas bajo el colchón y hasta empezó a planificar el futuro de su hijo para que todo estuviese de acuerdo con los astros y con los santos.
La parte más difícil era mantener a Juanito Laguna alejado de los objetos voladores; la pobre señora se preguntaba cómo iba a arreglárselas para que al niño no se le ocurriera hacer un barrilete, porque para ella, los barriletes eran un verdadero peligro, daban ideas y lo mejor era reducir esas al mínimo necesario para pasar por inteligente, pero no demasiado. Qué Dios nos ampare si comienza a soñar despierto o algo peor por culpa de un descuido maternal!
La señora Laguna recuerda el día en que su marido trajo a casa las enciclopedias como una gran tragedia; aumentaban los problemas, ahora sería casi inevitable que el hijo se enterara de la existencia de objetos voladores porque uno de los tomos de la enciclopedia estaba dedicado enteramente a la aeronáutica. ¿Qué pasaría si Juanito Laguna veía la foto de un avión y comenzaba a hacer preguntas incómodas? Su padre seguro le contestaría cualquier irresponsabilidad, o hasta le ofrecería llevarlo al aeropuerto.
Así fue como la señora Laguna empezó a pensar en cuál sería le mejor manera de convencer a su hijo que los aviones no vuelan.
Lo único que salvó a Juanito Laguna de convertirse en un perfecto imbécil fue que su padre lo matriculó en un colegio de jesuitas. El señor Laguna decidió que era mejor para su hijo el ser alejado --a la fuerza, de ser necesario -- de los devaneos de su mamá, porque a pesar de los esfuerzos de la señora Laguna por mantener en secreto las prácticas esotéricas a las que sometía periódicamente al niño, todo termina sabiéndose. El señor Laguna comprendió que era imposible para él vigilar la educación de Juanito Laguna si casi nunca estaba en casa, y que el chico, dejado a merced de la loca de su madre --el señor Laguna ya estaba absolutamente convencido de que su esposa tenía pajaritos en la azotea -- se volvería igual de loco que ella. Los jesuitas eran la solución perfecta.
Juanito Laguna llegó al internado con una maleta de cartón y suficiente ropa interior como para no tener que preocuparse durante dos semanas; su madre quiso empacarle un cargamento de novenarios y pócimas contra el mal de ojo, pero su padre revisó la maleta y tiró todas las previsiones maternas al fuego. Sin embargo, Juanito Laguna logró llevarse una medalla de San Amancio oculta dentro de un calcetín, la guardó cuidadosamente y le rezaba unas cuantas oraciones diarias hasta el día en que decidió volverse anarquista. Después de su rebelión la echó a la basura.
El internado era otro planeta bien lejano al de mamá. Aunque la disciplina era estricta y todo marchaba coordinado con un horario, nunca faltaban los pleitos de patio, las escapadas de misa, las carreras de zompopos, además estaban los famosos objetos voladores que tanto temía la señora Laguna y que su hijo conocía sólo por rumores.
Los niños eran aficionados a los aviones de papel, en las horas muertas del día volaban planeadores, pipilachas y jets desde las ventanas o en los pasillos. Desde el primer momento, Juanito Laguna quedó encantado con los aviones, pero como buen tímido, no se atrevía a preguntar siquiera el nombre, mucho menos cómo se hacían o por qué volaban.
En el colegio había tres o cuatro fabricantes reconocidos de aviones de papel, Juanito Laguna trató de espiarlos para aprender sus secretos "profesionales", pero ellos eran muy cuidadosos; no hacían aviones a vista y paciencia de todo el mundo, en primer lugar, porque los curas tenían algo en contra de los aviones --no miedo a las ideas fantasiosas que podían suscitar, sino aversión a la basura de restos de avión de papel en los pasillos y el patio bien cuidado del internado -- . En segundo lugar, los fabricantes de aviones eran un club exclusivo, casi una sociedad secreta de desafiantes de la disciplina. Esta sociedad se mantenía vendiendo aviones de papel a los muchachos menos valientes. Es cierto que desconocían el significado de palabras como "patente" y "monopolio", pero la forma en que habían patentado y monopolizado el mercado de los aviones de papel era digna de cualquier transnacional; fijaban sus precios según la economía de mercado.
Cuando Juanito Laguna quiso comprarse un avión de papel, se dio cuenta de que el asunto ese de la oferta y la demanda estaba muy por encima de su chelín de Navidad, y que los fabricantes no estaban interesados en el trueque. Después de darle muchas vueltas a su problema, tomó la primera decisión razonada de su vida, iba a robarse un avión.
Juanito Laguna nunca había robado ni un alfiler de cabecita en toda su vida; no tenía idea de como podría robarse un avión sin que nadie lo descubriera. De ajuste, sabía que cuando lograra su objetivo, no podía jugar con el avión en público, porque si alguien lo descubría, se le armaba un bonito lío.
Pasó maquinando días enteros, su plan maestro estaba casi listo, era simplísimo. Tal vez hasta pudo ser exitoso, pero un martes de tantos llegó su mamá de improviso. La señora Laguna vio una de las batallas aéreas de los pasillos del segundo piso del internado y le dio un ataque de hipertensión que casi la manda a platicar cara a cara con los grandes astrólogos del siglo XIV. El señor Laguna -- que a su modo todavía la quería un poco --, sacó a su hijo del colegio, más por miedo a que su esposa se pusiera de veras grave, que por temor a la influencia nociva de los aviones de papel. Sin embargo, Juanito Laguna ya estaba perdido en un universo de aviones y otros objetos voladores. Quién sabe! tal vez un día su mamá hallaría una colección de 500 fotografías de aviones bajo el colchón.
Jinotepe, abril-mayo, 1996
C. Michelle Medina, Nicaragua © 1996
cmedina@ns.uam.rain.ni
Cynara Michelle Medina, Nacida en Jinotepe, Nicaragua, es estudiante de Relaciones Internacionales en la Universidad americana de Managua. Estudió tres años de medicina en la Universidad de Rostock en Alemania, esta experiencia le permitió viajar y conocer el mundo desde nuevos ángulos. Escribe cuentos, aunque confiesa que desconoce las técnicas literarias mínimas y cree que eso es un limitante, aunque no un imposible para la trasmisión de ideas, sobre todo, de humor.
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