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Ayer se llamaba horizonte

Aunque nadie se había atrevido a decirlo en voz alta, no vayan a transformarse las palabras en una guadaña, desde su regreso, todos en el pueblo habían comprendido que Julio pronto moriría y estaban ya preparados para la despedida.

El anciano, seguramente, lo había adivinado mucho antes que todos ellos. Seguramente, El anciano, lo había adivinado el día mismo en que el mundo engulló a Julio.

Aquel día el horizonte estaba más cerca que nunca, tanto que todos los vecinos que se habían congregado para despedir al viajero, creían poder acariciarlo con las yemas de los dedos y sentir el humo de que estaba constituido.

Julio vestía un traje especial para conocer lugares, un traje donde quedan adheridos, como el hierro al imán, los sonidos, los olores y el tacto de las ciudades visitadas; para conservar lo demás ya tengo mis ojos.

Los vecinos se miraban unos a otros asombrados, ¿dónde ha aprendido el chico de la Paquita a hablar así? Era la primera vez que niños y hombres y mujeres y viejos lo miraban admirados y algunos hasta con una pizca de envidia. Por un momento fue despojado de su traje de labrador y se le miraba como a los de la ciudad. Incluso el alcalde había quedado en un segundo plano.

Hasta que vino su padre y con una bofetada lo convirtió otra vez en lo que era, un labrador y nada de viajeros ni bobadas de esas, pájaros son lo que tienes tú en la cabeza, ¿es que no lo ves? Tú no pintas nada allá, tu felicidad está aquí, con tu gente.

Julio sabía que a su padre no le preocupaba demasiado su felicidad, más bien pensaba en su cuerpo fornido y manos de acero y veía a cinco niños en una mesa vacía y unos campos demasiado extensos.

A pesar de todo no pudo reprimir un atisbo de duda, sintió revolverse, como un gusano, el remordimiento en su estómago. Pero recordó las promesas de tantas noches en vela. Y vio el horizonte, aquí, a su lado, alargándole la mano. Con su olor a esperanza. Y volvió a estar seguro.

¿Para qué se iba a quedar en un pueblo que ya ni veía? Sus ojos estaban sedientos de nuevos paisajes, si se quedaba el campo los convertiría en un par de higos mustios. Sí, estaba seguro.

Claro que en cuanto El anciano apareció por la plaza su confianza se redujo a un castillo de arena. Hacía tiempo que el viejo no salía de casa más que para ir a funerales y al cementerio - que en realidad no eran pocas ocasiones, pues de tan viejo que era conocía a todos los difuntos – y su presencia allí, su cara arrugada como tierra seca frente a su tupida memoria, infundía cierto respeto y plena confianza en sus palabras.

"Hijo, hace muuuchos años conocí a un joven como tú, sí, ahora que me fijo, hasta me atrevería a decir que tienes un aire a él... y al chico este, el Agustín, el pueblo le quedaba demasiado pequeño y decidió marcharse y recorrer mundo en busca de eso que llaman sabiduría. ¿Qué tontería verdad? Creer que la sabiduría está bajo alguna piedra por ahí perdida. ¿Y sabes lo que ocurrió? Pues que era tanta la grandeza del mundo que empequeñeció al Agustín. Sí, sí, vino 10 cm más bajito y con las manos, la cabeza, los pies encogidos".

Era la voz de El anciano antigua y profunda, como el pasado, y cada vez que los vecinos la oían les recordaba a las imágenes en blanco y negro del cine de verano. Nadie sabía exactamente la razón pero las palabras del viejo eran aceptadas como verdades absolutas.

Julio volvió a sentir la aspereza de su traje de labrador sobre su cuerpo de viajero. Tal vez tuviesen razón, tal vez le había sido asignado ese pueblo para recorrer la vida y no estaba preparado para afrontar el mundo. Pero "tal vez" no significa nada concreto y el mundo sí, lo significaba todo. Además el viento le empujaba con fuerza, como echándolo de una vez de aquel lugar, e incluso los pájaros se habían sumado a la emigración. Cogió su maleta repleta de quesos y fruta que su madre a la mañana temprano le había preparado entre lágrimas, y lo engulló el mundo antes de decir nada.

Ni siquiera tuvo tiempo de ver que los ojos silencios que dejaba a la espalda reflejaban ya París y Londres y Moscú. Entre las calles había surgido repentinamente la muralla China y los océanos y las montañas y los desiertos de nieve de Alaska se habían reducido y apenas estaban a dos pasos del pueblo.

Fue entonces, probablemente, cuando el raído instinto del viejo le susurró que el mundo mataría a Julio. Los demás lo adivinaron más tarde, cuando volvieron a congregarse en la plaza para recibir al enfermo...

* * * * *

La voz del Ramón se alza sobre los susurros, se está retrasando demasiado, seguro que le ha pasado algo malo; mientras la Paquita intenta sugerir algo, tal vez, se habrá entretenido en algún lugar o a lo mejor habrá mejorado, pero no, ni siquiera las palabras se atreven a ocultar algo tan evidente. El Ramón, su marido, la mira con ojos sin brillo.

Hoy los contornos del pueblo se han acentuado más de lo habitual, da la sensación de que el día se ha limpiado las gafas y ahora lo ven todo más claro. El frío de la mañana impide soñar con otro lugar, sí, tienen el presentimiento de que este pueblo es la única realidad posible.

Sólo los niños tienen aún fuerzas para decir que Julio volverá con las fiebres amarillas o con alguna picadura de escorpión o, mejor aún, volverá con los ojos colgando y... eso, eso, con el estómago en la mano; ¿A que sí papá? ¿A que sí?

Los ojos del padre, como los de todos los vecinos, están hipnotizados por aquella línea de allá al fondo, la que el día pasado se llamaba horizonte, y hoy asemeja un alambre tembloroso en el que la vida trata de mantener el equilibrio.

El anciano, que sale de casa rumbo al cementerio, se para un momento a escuchar al médico, el segundo más sabio del pueblo, que asegura que la enfermedad que trae Julio será probablemente un fuerte dolor de barriga y, ya sabéis, un par de pastillas de ácido acetilsalicílico y otra vez al Amazonas.

Y las campanas comienzan a tañer casi con miedo. Dos horas de retraso. Desde que el Ramón y la Paquita recibieron la carta de su hijo el reloj se ha desequilibrado por completo; ayer demasiado perezoso, hoy demasiado rápido... Dios mío, dos horas y el mundo no me devuelve a mi hijo. Y las campanas gritan, ya más confiadas, histéricas, que queda menos para la... ¿qué es aquél punto de allá?, El cuerpo del Ramón deja de ser de mármol, ¿es...?¿Es...?, No sabe si decirlo o no, porque ¿y si resulta que no es? La Paquita empequeñece los ojos centrando la atención en el punto del... de allá al fondo. ¿Es..., es Julio?

Es Julio. Pero no trae las fiebres amarillas, ni picaduras de escorpión, ni ojos colgando, ni dolores de barriga... todos miran al anciano admirados.

Al Julio la grandeza del mundo lo había empequeñecido.

* * * * *

Hoy las campanas, sin variar la voz metálica de todos los días, han reafirmado las predicciones de los vecinos. Y, lo cierto es, que el único efecto que han provocado ha sido un mal disimulado sentimiento de orgullo. Por lo demás nadie da muestras de sentir la muerte del Julio. Se comportan como si hubiese muerto ya el día en que regresó.

El anciano se ha negado a asistir al funeral. La Rosa, su nieta, le ha asegurado que tras la ceremonia se irán todos los vecinos al bar (el único del pueblo) a tomar unos vinos y El anciano, no tan firme esta vez, ha respondido que no irá aunque se lo pida el alcalde.

Tampoco le han servido a la Paquita sus ruegos, el Ramón no está dispuesto a pedir perdón a El anciano. Ese hombre despreció a mi hijo, Paquita, un Fernández insultado de semejante modo, ¿que el mundo era demasiado grande para el Julio? ¡Es él el que está demasiado arrugado para el mundo!

El Ramón estaba plenamente convencido de que el Julio no se había reducido sino que le había crecido el alma hasta tal punto que da la sensación de que el cuerpo le queda dos tallas más pequeño, nada más que eso.

Y la verdad es que cuando regresó, al Julio se le escurría una especie de niebla entre las pestañas, los agujeros de la nariz y de las orejas. Como si lo rodeara una nube.

Llegó caminando muy despacio y deshaciéndose a cada paso en humo. Su interior estaba tan repleto de esa sustancia blanquecina que le costaba trabajo respirar.

Trataba de coger aire con cuidado y en la menor cantidad posible -siguiendo las recomendaciones de los curanderos de África- para no quedarse hueco como una casa abandonada. Después retenía el oxígeno todo lo que su cuerpo se lo permitía y expulsaba, al fin, aliviado, su aliento a incienso.

Pero todo esfuerzo era vano: cada vez que hacía sitio en sus pulmones huía más niebla por los ojos.

La cuestión es que El anciano jura que el Julio falleció porque al haberse reducido casi hasta el tamaño de una hoja seca el viento de octubre se lo llevó a la línea del fondo.

El Ramón, sin embargo, pone a sus antepasados, muy honrados por cierto, no como el viejo ése, por testigo de que fue el alma del Julio la que de tanto dilatarse se escapó del cuerpo y se desvaneció en el horizonte como una nube más. Mientras el cuerpo, también como uno más, quedaba en tierra entre los vecinos.

Íñigo Barbancho, España © 1999

vbarban@clientes.euskaltel.es

Íñigo Barbancho nació en San Sebastián en 1982. La afición que ya desde muy pequeño mostró por la literatura se ha transformado con el tiempo en auténtica pasión, disputada únicamente por el piano, su gran reto. Ha tenido el honor de recibir los siguientes premios: mención en el concurso "Koldo Mitxelena", por el relato breve "Benen memoriak" (Memorias de Ben, 1996), primer premio de poesía "Koldo Mitxelena" en su categoría por "Zilarrezko aingeruak" (Ángeles de plata, 1998), segundo premio de la fundación Gregorio Ordóñez por "Askatasunaren hegoak" (Las alas de la libertad, 1998), primer premio "Mari Karmen Alzueta" por el cuento "Ilargiaren zimurrak" (Las arrugas de la luna, 1998), y el premio Urruzuno de Poesía, que convoca el Gobierno Vasco, por el poema "Soinu izoztuak" (Sonidos helados, 1999).
Entre sus escritores favoritos destacan Isabel Allende y Ray Bradbury, por su magia y su entusiasmo y por haber llegado a sus manos en el momento oportuno.

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