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Barba Roja

Unas cuantas estrellas irrumpen en el firmamento, refulgen centelleando, inconscientes de lo que sucede. Aquí abajo, junto al sauce llorón, sentado sobre el césped americano del parque, miro la oscuridad del cielo. Son cerca de las diez y pocas personas deambulan en las veredas alumbradas por los postes. Aquellas luces amarillas tornan todo de un color hepático, casi biliar, y la naturaleza verde de mi entorno se transfigura. La brisa es suave, aunque a veces pasa rápida, otras, lenta, como si fuese una chiquilla que ha salido a caminar así, tan de noche, sin permiso de su mamá.

La luna se ha puesto temprano hoy, y no sé por qué. A lo mejor porque ya es muy tarde y se ha ido a dormir. El sauce gime a mi lado, lanza uno que otro suspiro contenido. No lo miro porque sé que solloza y nunca me gustó verlo así. Sus ramas y hojas lucen más tristes que nunca y le digo que se calme, que ya sabíamos ambos que este día llegaría.

Desde aquel sábado a las diez de la mañana cuando mi abuelito me trajo y dijo, "mira, ¡qué sauce llorón más llorón!" Y él rió y yo reí y tú también reíste. Desde entonces fuiste el único sauce sonreilón y después de clases, junto a mi abuelito, venía a jugar contigo. Me trepaba sobre tus ramas, saltando de aquí para allá, colgándome de una soga que te puse. Decías, "hay que jugar a Tarzán o a Jim de la Selva" y me invitabas a trepar. Espantabas a los pájaros y reíamos harto hasta que mi abuelito se aburriera de verme medio loco, hablando solo, riendo desquiciado entre ramas espesas. Luego iba a casa y en la noche regresaba hasta antes de las diez, ya sin abuelito y con permiso de mamá. "Hasta las diez, ¿ah? Ni un minuto más". Venía acompañado de la luna y jugábamos largo rato. "A las escondidas no", decías, porque no sabías esconderte. "A los piratas, a los piratas", gritaba la pecosa luna y se disfrazaba de pirata con un parche en un ojo. Te convertías en barco y yo en el capitán Barba Roja, pero que esta vez no la tenía porque me había afeitado. Y navegábamos a través del mar verde del pasto. La pecosa, trepada al mástil nos avisaba de potenciales víctimas: parejas en busca de algún rincón oscuro, algún despistado de regreso a casa, jóvenes yendo hacia una fiesta... Allí izábamos la bandera que no teníamos. La luna se disfrazaba en lo alto de calavera y atacábamos sin misericordia. Nuestro motín solía ser enorme: besos a punto de ser dados, carajos y mentadas de madre, piedras que una señora iracunda nos arrojó, miradas matadoras y hasta un llanto. Este último constituía nuestro tesoro más preciado. Fue por una alta traición de las condenadas estrellas que nos delataron. Señalaron a la luna y nos alumbraron tanto, que nos descubrieron un grupo de muchachos a los que les estábamos robando su ida a una fiesta. Uno se trepó y me hizo caer. Me golpeó duro. A mi amigo sauce le arrancaron ramas y a mi amiga la luna la amenazaron con un puño. Ella, pobrecita, se desmayó. Esa noche, en una botellita guardé un poquito de lágrimas que tuve que hacer salir nuevamente con una cebolla porque las que había dado ya se habrían evaporado de seguro. De mi amigo, tomé unas cuantas lacrimales hojitas y la pecosa, todavía hipando, nos dio un rayito de luna que guardamos en un espejo. Ese tesoro lo escondimos bien escondido en una isla terrosa. Ahí enterramos el tesoro de Barba Roja y su tripulación. Hice un mapa que oculté en la rama más alta del sauce reilón. Abajo firmamos los tres: “No coger hasta el fin de los tiempos”.

Y el fin de los tiempos fue hace una semana, un viernes por la noche en que la luna se puso temprano también. Ese día fue el fin de los tiempos, cuando a mis veinticinco años, vi que la luna sólo es un asteroide y que mi barco solamente es un sauce llorón. Trepé al árbol y al tratar de alcanzar el papel, me pareció que la rama extrañamente se alargaba. Finalmente lo alcancé y bajé. Fui hacia el terral y desenterré una pequeña lata de chocolates. Retorné para estar bajo el sauce y me senté. Del interior de la lata saqué una botellita que apestaba a sal, un espejo barato y unas hojas resecas... Los guardé nuevamente, fui hacia un tacho y los arrojé.

Han pasado siete días desde aquella vez hasta hoy. Miro otra vez la noche y luna se ha puesto temprano. A mi lado el sauce gime y ya no le digo que se calme, porque sabe como yo por qué estoy aquí. Me ha visto mirar la soga que una vez de niño colgué en sus ramas. Espero a la luna, pero ella no se levanta. Ya se ha de haber acostado, pienso, y le hago un adiós con la mano. Las estrellas brillan indiferentes. El sauce se mueve fuerte a pesar de que casi no hay viento. Estira sus ramas, las esconde, las aparta para que no trepe. Es inútil, subo. Cojo la soga. Hago el nudo alrededor de mi cuello, “Adiós, amigo”, le digo y salto a donde ya no hay dónde pisar. Salto hacia aquel lugar del que nunca debí salir... El sauce clama, trata de que su rama a la que está atada la soga ceda, intenta asir mis pies con sus otros brazos, pero no puede, es torpe y grita. Grita tan fuerte que la luna se despierta e intenta ayudarle y ambos gritan pidiendo auxilio. Pero es en vano. De las casas vecinas algunos curiosos responden a un ruido singular, extraño. Asoman a través de sus ventanas y no ven nada, solo una noche tranquila, un parque desierto alumbrado por unos postes de luces amarillas... A la distancia se pierde una voz infantil que vocifera indolente: “Virar a estribor. Izad las velas. Pecosa, no te olvides, la bandera debe verse desde lejos...”

José Luis Torres Vitolas, Perú, España © 2005

jltorresvitolas@yahoo.es

José Luis Torres Vitolas, nació en el Perú y actualmente vive en España. Estudió Ingeniería Industrial y después siguió un Máster en Literatura Hispanoamericana en su país. Allegado al cómic, al cuento y la novela, busca con ahínco no la palabra exacta, sino la palabra modesta, simple, aquella que puede llegar directa y sin ambages al lector, con quien tiene un afán muy grande de conversar alguna tarde. Ha obtenido algunos premios y colaborado con diferentes revistas literarias. Ha publicado el libro de cuentos “Hasta la próxima semana” (Altazor, 2001) y los quince volúmenes que componen la “Colección Héroes y personajes” (El Comercio, 2004). Ha sido el director de la revista de Cómics “La Inocente Hecatombe” y ha trabajado con paciencia, optimismo y esperanza en el Proyecto Yaycuy Camuy, que busca re-crear una de las zonas pobres de Lima, la capital de Perú.

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