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El bombero

Hace ya varios años un rayo provocó un incendio muy grande, el más grande que nunca se había producido. Al principio, cuando era pequeño, la gente lo miraba y pensaba “Ya vendrá el bombero”. “Ya le habrán avisado”, decían otros, y seguían andando tan tranquilos. El fuego se extendía, y como todos confiaban en la venida del bombero, nadie temió nada hasta que empezó a acercarse a sus casas y todos comenzaron a asustarse. Un niño pequeño dio cuenta del error a todos los vecinos, que, enrojecidos de vergüenza, le mandaron llamar. El bombero llegó finalmente entre aplausos y vítores: “¡Llegó nuestro salvador! ¡Que lo apague, que lo apague! ¡Si lo apagas te daré la leche que quieras!”. Y al oír eso, todos quisieron contribuir. Unos prometieron quesos y fresas, otros jamones y mojama. El bombero, visto que todo el mundo le daría lo que quisiera, pensó en una artimaña para que el trabajo durara un poco más.

Lo primero que intentó fue apagar el fuego con pisotones y palazos; el fuego, que nada sabía de las verdaderas intenciones del bombero, se rió intensamente. ¿Qué intentas bomberillo, no ves que soy muy grande y muy fuerte? A lo que el bombero respondía “Ya te harás más pequeño, sólo es cuestión de tiempo”. Y viendo trabajar al bombero todo el pueblo estaba contento, así que le dejaban lo prometido cerca de su campamento y éste se lo comía. Días más tarde, el bombero, viendo que no conseguía nada, lo intentó con agua. Convenció a la gente del pueblo para que desviaran una parte del río y así le fuese más fácil tomarla; el pueblo accedió y el río llegó hasta el campamento del bombero, que para retrasar la operación tomó unas cubetas y empezó a sacar agua. El río, largo y ancho como él solo, se rió de él. “¿Qué intentas bomberillo, no ves lo profundo que soy?” A lo que el bombero respondía “Ya te irás vaciando, sólo es cuestión de tiempo”. Y como la gente lo veía trabajar sin descanso acarreando las cubetas de aquí para allá, le dejaban más comida en su campamento para que antes se pudiese recuperar.

Y así continuó el bombero durante semanas, hinchando su barriga, que era tan grande como la del fuego, y su maldad, que era tan profunda como profundo era el río.

Al pasar varios meses y ver que el fuego se debilitaba, el bombero pensó que si lo apagaba totalmente su suerte acabaría, por lo que tramó un plan para seguir en su campamento a cuerpo de rey. Pensó que si no hacía nada el fuego se iría extendiendo a otros pueblos y así ya no tendría más problemas, así que se situó a las puertas del incendio y se quedó sentado mirando cómo ardía el monte. Una anciana le preguntó, ¿Qué haces que no trabajas?, a lo que el bombero respondió “Señora, ¿acaso es usted bombero?, vuelva a casa y confíe en mí”. Y la señora, confiada, volvió a casa. El monte siguió ardiendo y las encinas, los pinos, los alcornoques y los castaños más viejos se hicieron cenizas. Un grupo llegó hasta el campamento del bombero y le hicieron la misma pregunta que la anciana, a lo que el bombero respondió “Señoras y señores, ¿son acaso ustedes bomberos, tiene alguno de ustedes estudios quizá? ¿Entienden algo sobre dinámica de fluidos o de termodinámica de electrones positivos?” Todos callaron, pues nadie sabía de qué demonios estaba hablando. “Entonces, por favor, regresen a sus casas, continúen trabajando y háganme llegar, como hasta ahora, todo lo que necesite”. La gente volvió a casa aunque no las tenían todas consigo, algo estaba sucediendo. El bombero, henchido de satisfacción, volvió a sus tareas, es decir, a no hacer nada mientras comía y comía haciéndose cada vez más grande; comió tanto que su cuerpo empezó a cambiar, ahora parecía más un enorme queso que un ser humano. El tiempo seguía pasando y el fuego seguía extendiéndose hasta que por fin llegó el día en que no hubo nada más que quemar, y el fuego se fue del pueblo para instalarse en el pueblo vecino.

Todo había ardido: los montes, las cosechas, los bosques, las casas, ¡hasta el río se había evaporado! Todos los vecinos del pueblo, abatidos como estaban, marcharon al campamento del bombero para pedir consejo. Estando éste dirigiendo el traslado del equipo, pues no podía apenas moverse, vio la marabunta y se dirigió a ellos de esta forma: Queridos vecinos, tengo que irme para seguir con la lucha contra el fuego, un enemigo común que debe unirnos a todos..., y dijo otras cosas más que la gente del pueblo no entendió...por ello, no dejen de enviar su ayuda al campamento y mis ayudantes se encargarán de hacérmelo llegar; en ésto, el niño que vio el incendio antes que nadie, preguntó algo tan sencillo que llamó de nuevo la atención de todos, ¿Cómo vamos a enviarte nada si todo se ha quemado? Y es así que todos empezaron a mirarse mutuamente, luego a cuchichear, después montaron corrillos y más tarde el alcalde se subió a un banco y les habló a todos: Convecinos, creo que el bombero nos ha tomado a todos por tontos; el bombero trató de defenderse de tal modo: Vecinos todos, ¿por qué discuten? El fuego está apagado, si ya no hay nada que pueda arder ya no hay nada que deban temer, y si no hay nada que deban temer, ¡tienen que estar alegres! A medida que el bombero hablaba iba cerrando los carros y amarrando los sacos que había ido llenando durante ese tiempo. Ya nadie le escuchaba sino que le miraban; le miraban con el odio que enciende la ira contenida del que se sabe engañado. El canalla apenas podía moverse por toda la comida que se había zampado, ya no era un queso, ahora era un enorme tonel que luchaba por respirar. Una vez que ya todos estaban enterados del engaño quisieron darle una lección que nunca olvidaría. Empezaron a reunirse y hablaron sobre lo que podrían hacer. Y siguieron hablando. Hablaron sobre un castigo ejemplar que demostrara al pillastre que a la gente no se le engaña de una forma tan vil. Ya el bombero estaba a las afueras del pueblo, pero ellos siguieron madurando su plan, porque sería perfecto, justo y necesario. Todos estaban reunidos en la plaza, celebrando la idea que habían tenido y enorgulleciéndose de lo justa que era la vida, que daba a cada cual lo que se merece. Y allí continúan, en la plaza, orgullosos de sí mismos, con las calles cubiertas de ceniza, y sin nada que llevarse a la boca.

Elías Vargas Moya, España, Alemania © 2013

evargasmoya@gmail.com

Elías Vargas Moya es originario de Huelva, España, aunque actualmente reside en Duisburg, Alemania; licenciado en Filología Hispánica, empieza a escribir cuentos porque ha llegado a la conclusión de que lo único que puede hacer por este mundo es llenarlo de magia. No puede cambiar la economía ni puede cambiar a las personas, pero sí puede hacer más llevadera la vida de los que le rodean. Quiere ser el tercer hermano Grimm y, algún día, llegar a escribir algo tan perfecto como "El soldado y la muerte".

Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
"El bombero" es un simple espejo. No tiene ninguna complejidad lingüística ni literaria porque sólo es un poco de fantasía apoderándose del mundo.

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