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Café interruptus

Me fastidia que cuando me siento en la mesa de un bar o de un café vengan a molestarme todo tipo de vendedores y pedigüeños. Si estoy en la mesa solo es porque quiero estar solo. Por eso cuando estaba en la mesa de aquel café de Madrid tomándome un cortado me dio mala espina cuando lo vi acercarse a mi mesa nada más entrar. Qué me irá a vender o cuál será su historia para mendigar, me pregunté, pero antes de que tuviera tiempo de pensarlo, me dijo muy cortésmente: "Perdone que le moleste pero estoy escribiendo una novela y me gustaría saber si ha tenido en su vida alguna experiencia impactante que me pudiera contar". El tipo tenía unos 50 años, el pelo algo blanco y un ceceo muy desagradable que no sé si era un acento andaluz o un defecto de habla. Su pregunta, aunque me cogió de sorpresa, me resultó doblemente irritante. Venía a molestarme y sacarme del ensimismamiento voluntario en que el regusto del café cortado me había sumergido. No había derecho a preguntar algo así por más que el local de mesas de mármol tuviese cierta fama bohemia y decimonónica de lugar de tertulias de escritores y de emborronacuartillas. Además, si yo tuviera una experiencia tan marcante como la que él buscaba, no se la iba a contar a un extraño así de buenas a primeras. Y si él quería escribir una novela, que se buscase sus propias ideas en su mollera, pero que no anduviera por ahí vampireando ideas de otros. Se ve que le puse tan mala cara que se fue inmediatamente sin casi esperar a que yo hiciera un terminante gesto de negación con la cabeza que quería también decir "déjeme en paz". El hombre se movió entonces varias mesas más adelante a lo largo de la pared de espejo, claramente ignorando a una chica que tenía cara de estudiante americana de hispánicas que había leído en alguna guía que ese café era una lugar en el que había que pedir una horchata, como en su día lo hicieran Galdós o Lorca. Aunque no podía escuchar bien por la distancia y el ruido del ambiente, adiviné la misma pregunta, con las mismas palabras y el mismo ceceo. La diferencia fue que esta vez el de la mesa le respondió, y en unos segundos el vampiro movió la silla y se sentó mientras escuchaba lo que le contaba el de la mesa con gran movimiento de manos. Entonces vino el camarero y le preguntó qué quería tomar. Algo debió de pedir porque el camarero tomó nota. Así que ése era el truco, tomarse una copa o un café gratis pues con toda seguridad el narrador de la experiencia traumática iba a pagar la consumición ya que él había sido, implícitamente, el que lo había invitado a sentarse. El truco era fingir interés en lo que le contaban y disfrutar el gusto del café. O quizá era un doble timo y tomaba café gratis y sacaba ideas para su novela al mismo tiempo.

Esa noche, antes de dormirme, siguió molestándome el recuerdo de aquel hombre que tomaba un café gratis mientras le chupaba a otro sus experiencias vitales con las que luego escribía su bestseller. En la lucidez del duermevela ideé una venganza ejemplar. El tiempo que estuve en Madrid seguí yendo por el café en cuestión algunas tardes, pero el individuo no volvió aparecer hasta una semanas después. Evidentemente no se había fijado en mí mucho la primera vez –y por qué había de hacerlo– pues se aproximó a mí con el mismo ceceo, y con las mismas palabras me preguntó si había vivido alguna experiencia traumática o impactante, para una novela que estaba escribiendo. Afirmé con la cabeza y empujé con el pie la silla para que se sentara, lo que hizo inmediatamente. El camarero interrumpió para ver qué quería el recién llegado, que pidió lo mismo que yo estaba tomando. Empecé a contarle un folletín en el que yo había abusado sexualmente de un niño, al que luego había matado y descuartizado.

Ante su atento silencio, le conté cómo mi pasión por ese tipo de experiencias seguía en mí, que no podía dejar de hacerlo. Esa noche tenía arreglado un encuentro con un menor que había conocido por internet y al que había convencido de que se fuera de casa. Terminé mi historia diciendo, “y ahora me disculpa pues a las ocho he quedado con el niño en el estanque del Retiro.” Me levanté de repente y dejé un billete que cubría de sobra la consumición de los dos y me marché sin mirar para él, que se quedó sentado en la mesa, incapaz de moverse por lo que había oído. Probablemente el café se le había cuajado en el estomago.

Luego dejé Madrid y olvidé el asunto. Tres meses mas tarde, cuando estaba en la cafetería del aeropuerto de Barajas haciendo tiempo entre dos conexiones tomándome un café prepagado de máquina, el mismo tipo volvió a aparecer en mi vida. Era él, no cabía duda. Todo parecía una repetición de la escena de unos meses antes en el café. Se acercó a mi mesa, pero al llegar, en vez de mirarme o dirigirme la palabra, se limitó a poner sobre la mesa un papelito y una especie de relojito de pilas en forma de pirámide con muchos colores. Aún sin mirarme, fue por las otras mesas ocupadas repitiendo la misma operación. En el papelito decía algo de que era miembro de una unión oficial de sordos y que esta era una forma autorizada de recaudar dinero, que sólo pedía la voluntad por el relojito si me gustaba. Noté de lejos que llevaba una tarjetita colgada del pecho con foto y todo, de aire muy legal, que lo identificaría como miembro del colectivo de sordos y por tanto autorizado a ejecutar su trabajo en la cafetería del aeropuerto. Arrugué el papel y lo eché dentro de la taza vacía de café, me metí el relojito en el bolso de la chaqueta y me fui de la cafetería antes de que él terminara su ronda por las mesas, por supuesto sin dejar ningún dinero en la mesa.

Marisa Pérez y Pérez, España, México © 2011

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