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La caída

Le pareció como si la lona se levantara del suelo y fuera a pegarse contra su cara. El bullicio de la gente había desaparecido como por encanto; excepto por los latidos de sus sienes, no oía nada. Las luces daban vueltas a su alrededor como si estuvieran en un tiovivo. Se sentía relajado y a la vez extremadamente cansado. Quería cerrar los ojos, pero algo en su interior le decía que no podía ser.

No sabía donde se encontraba, ni quien era. Su cuerpo estaba dolorido, pesado contra la lona. El sonido se fue aproximando a sus oídos desde muy lejos, lentamente; primero como un murmullo, después fue creciendo hasta convertirse en el rugido de cientos de gargantas.

-Uno…

Desde su ángulo de visión vio a un hombre que le señalaba con el dedo. Sus piernas parecían larguísimas y su cabeza muy pequeña, como si hubiera sido un garbanzo colocado en un torso sin hombros. Vestía una camisa de rayas blancas y rojas y le miraba expectativamente. Sus labios se movían, pero él continuaba sin poder oir.

-Dos…

Entonces creyó escuchar una voz.
-¡Chato! ¡Chato, levantate!- alguien dijo en la distancia.

"Chato….Chato." ¿Era ése su nombre? Sí, ahora parecía recordar...

Había sido un muchacho delgado, pequeño, muy poca cosa, y tal vez por eso los niños mayores, los matones del barrio, la habían tomado con él. Siempre que le veían, cuando iba a la escuela o jugando en la calle, en los arrabales de Buenos Aires donde se había criado, le habían perseguido para zurrarle.

El peor había sido el Cacho, un muchacho cuatro años mayor que él. Se había defendido como había podido, con los puños, dando patadas, mordiendo, pero siempre había terminado en el suelo. Cuando llegaba a su casa, con la cara llena de moretones y la camisa hecha jirones, su padre le daba otra paliza por haberse dejado pegar.

Tres…

-¡Chato, levantate boludo!

Reconoció la voz. Movió la cabeza ligeramente a un lado. Al ras de la lona vio la cara pálida de Tolín. Una mueca de dolor, ansiedad y frustración en su semblante. Tolín, su entrenador.

"Mirá, pibe, vos no servís para el box", le había dicho el día en que se presentó en su gimnasio por primera vez. "En el ring no se pelea como en la calle, ¿me entendés?"
"Demé una oportunidad", había suplicado con ojos llorones.

Había entrenado más duro que nadie: saltando a la cuerda por horas, haciendo sombra, abdominales con el balón medicinal, más sombra…

"…así, gancho, derecha, derecha, usá tus pies… más rápido, boludo, más rápido, no estás bailando una milonga maricón, ahora con la izquierda, con la izquierda pibe, con la izquierda, más rápido, aquí no venimos a rascarnos las bolas…"

Cuando corría por las calles, detrás del automóvil de Tolín, que despedía humo por todas las partes, el Chato se veía, en su carrera, escapando de la miseria y de los arrabales; del barrio maldito.

Cuatro…cuatro…cuatro…

Tolín, dándole un abrazo y llorando de emoción, le había dicho: "va a ser tuyo, pibe. Vas a ser el campeón del mundo de los pesos medios."

Había viajado a Las Vegas, donde se iba a disputar el campeonato, acompañado por toda su gente: Tolín, Ricardo Aroza, su apoderado, su masajista Pepote, un par de ayudantes, su padre, ahora todo orgulloso de su hijo, su madre, familiares, amigos -muchos de ellos aquellos que le pegaban de niño- y gente de todas las partes de Argentina, para ver pelear a su ídolo.

Cinco…

Su contrincante, un negro americano que nunca había perdido un combate, le había mirado profundamente a los ojos tratando de intimidarle mientras el árbitro les daba las instrucciones: nada de golpes bajos, ni codazos, ni trampas…

Había sonado la campana y el Chato se había lanzado hacia el negro con el resentimiento acumulado durante todos aquellos años en los que había pasado hambre, insultos y maltratos. Había golpeado el rostro de su contrincante, sin sentir en su propia carne el martilleo que el otro hombre le infligía.

Un asalto, dos, tres, cuatro… Sonaba la campana una y otra vez y el Chato saltaba al ring como un toro. No oía ni veía nada a su alrededor, sólo aquel rostro moreno cuyas pupilas, negras como tizones, brillaban bajo el foco encima de sus cabezas.

Seis…

Era el round diez. El Chato estaba sentado en su esquina. Pepote dándole un masaje rápido por el pecho y los brazos. El doctor tratando de cerrar el corte en una de sus cejas, que ya estaba hinchada. Sonó la campana y el Chato fue hacia su oponente, que ya le esperaba en el centro del cuadrilátero. Intercambiaron una serie rápida de golpes poco efectivos y entonces el norteamericano cometió un error dejando su defensa baja. El Chato lanzó un derechazo al mentón del hombre dejando al descubierto su propia defensa por cuestión de décimas de segundo. Nunca supo lo que pasó. El puño izquierdo de su contrincante le asentó un contundente uppercut en la barbilla y cayó al suelo.

-¡Chato! – se oyó el grito desesperado de Tolín desde su esquina.

"Levantate mariquita. Levantate y veras como te doy otra trompada" -oyó decir desde el suelo al Cacho, el eco de aquella voz del pasado; la cabeza dándole vueltas.

Siete…

El Chato comenzó a levantarse.

Ocho…

El Chato estaba de pies, mirando a Tolín, sonriendo, seguro de sí mismo.

-¿Cuántos ves?- le dijo el árbitro mostrándole los dedos.
-Tres- contestó el Chato.

En el centro del ring el negro le miraba fijamente, tratando de amedrentarle, pero al Chato no le impresionó. Se había levantado. El combate era suyo.

Adolfo Robles, España, Estados Unidos © 2002

oaktree_103@yahoo.com

Adolfo Robles nació en Cádiz y vivió en Madrid, España, hasta los 24 años. Emigró a Toronto, Canadá y más tarde a Nueva York, EE.UU. Vivió tambien en Las Vegas y en la actualidad reside en Fort Lauderdale, Florida. Es escultor, en todos los medios, y desde hace dos años escribe seriamente. Ha escrito una treintena de cuentos o historias cortas, y en la actualidad está trabajando en su segunda novela. Forma parte de un grupo de escritores hispanoparlantes llamado Narrativa sin Fronteras.

Lo que el autor nos dijo sobre el cuento:
La mayoría de mis cuentos surgen una vez que escribo un par de palabras en el ordenador. Esas mismas palabras son las que me toman de la mano y me ayudan a desarrollar la trama del cuento. "La caída" no fue una excepción. No soy exactamente un aficionado al boxeo; mis conocimientos sobre el tema son, por lo tanto, mínimos. De todos mis cuentos "La caída" es, tal vez, el más corto.

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