Por supuesto que la explosión de los cauchos y el estruendo que produjo el impacto contra la cuneta, contra los árboles, el chillido de los frenos y todo aquello alertó a la gente del caserío cercano. Una parte de ellos, los más jóvenes y fuertes, algunos sin camisa y descalzos, subió la empinada cuesta que, a un par de kilómetros, los separaba de la carretera y se acercó al sitio del accidente. Iban curiosos, motivados por la novedad y por la posibilidad de... quién sabe... Apenas saludaron al llegar: un movimiento de cabeza hacia arriba y un comentario del tipo: “Tremendo coñazo”. Con las manos en la cintura o tras la nuca miraban cómo los destrozados cauchos delanteros flotaban en el aire, la cabina inservible... Hablaron un poco de esto y de aquello. Luego comenzaron a mirar hacia arriba, hacia la carga.
Era temprano. Tal vez las ocho de la mañana o un poco menos. Ya el chofer había llamado al español y este le había dicho que en tres o cuatro horas estaría allí con la grúa. Él mismo vendría desde Caracas por si las cosas se complicaban.
—¿Y qué lleva ahí?—preguntó uno de ellos, flaco como una serpiente y con los mismos ojos fijos y amenazadores.
—Mercancía—le dijo.
—¿Mercancía?
—Sí, mercancía.
—¿Qué mercancía?
Los demás se acercaron e hicieron un círculo en torno al chofer.
—Urnas —dijo el hombre al sentirse presionado. El ayudante corroboró con la cabeza y las cejas arqueadas.
—¿Urnas? —repitió el flaco de ojos de culebra y miró a sus compañeros—. El señor dice que lleva urnas. Qué les parece... lleva urnas... quién lo hubiera creído.
Una sonrisa irónica apareció en su rostro, le dio con el codo al moreno que tenía al lado y este comenzó a reír también. De pronto, como una seguidilla de piedras que caen por un barranco, todos comenzaron a reír, a reír y a murmurar entre ellos la original ocurrencia del chofer de la gandola y de su ayudante.
El chofer los veía con seriedad. También el ayudante tenía el ceño fruncido. Luego, al parecer, entendieron la sorpresa de los vecinos: “Urnas, ¿a quién se le ocurre llevar una gandola cargada de urnas?”. Era algo como para morirse de risa. Así que primero el chofer, y después su ayudante, se pusieron en los zapatos de los recién llegados y comenzaron a reír igual que ellos, dando por sentado que tal motivo bien podía generar unas cuantas carcajadas.
El de ojos de culebra, aún con el rostro festivo, se acercó a la carga e intentó levantar el plástico. No había letrero ni logotipo ni nada que diera una idea de su contenido. Debajo del plástico una lona cubría las cajas que a su vez estaban sujetas por gruesas cadenas tensadas a presión.
—Ya le dije que transportamos urnas —dijo el chofer de la gandola.
—¿Y va a seguir con eso? —dijo el de ojos de culebra, y miró a los demás—. Recuerde lo que dijo nuestro presidente. ¿Qué fue lo que dijo, negro?, dígalo ahí.
—Que acaparar mercancía es un delito —respondió el negro.
—Sí, eso dijo el presidente, con esas mismas palabras; o sea, que todo el que acapare mercancía es un delincuente.
—Déjese de bromas. Esos son inventos del presidente. Nosotros no estamos acaparando nada.
—¿Y por qué tanta cadena y tanta vaina? ¿No será que lo que lleva ahí es harina, aceite, arroz, mantequilla o papel de culo? Por aquí no se consigue nada de eso. Desde hace tiempo. Mi mujer tiene que hacer milagros pa’ conseguir la leche de los muchachos. Agarra el autobús y va de pueblo en pueblo, a veces hasta la capital, y llega con una miseria. Ya casi no comemos arepa ni arroz; yuca sí, por coñazo. Y cuando conseguimos algo nos cuesta un ojo de la cara, y todo es por culpa de los acaparadores como ustedes; eso dice el presidente todos los días por la televisión... Ahora díganos, ¿quién abre los candados, usted o nosotros?
—Soy el responsable de esta carga y no puedo... Ya les dije lo que transportaba. Aquí tiene, vea la factura: cien urnas con destino a Barquisimeto.
—¿Va a seguir con esa mariquera? Una factura la hace cualquiera. Por aquí somos pobres pero no pendejos. Abra los candados o nosotros mismos los rompemos.
Los autos y camionetas que pasaban por la carretera aminoraban la marcha y veían con insistencia a la gandola averiada. Sus ocupantes fijaban su vista en la carga. No había letrero que la identificara, ya lo sabemos, pero podría tratarse, si no de comida, de jabón para lavar la ropa, o de baño, de desodorantes, de champú, de desinfectantes, de pañales, de toallas sanitarias... Así que valía la pena estacionarse unos metros más adelante y averiguar qué transportaba esa anchi-larga.
El chofer de la gandola y su ayudante se negaron rotundamente a entregar las llaves que abrían los candados de las cadenas. No cuenten con nosotros, dijo el chofer de manera enfática y dio unos pasos hacia atrás. A la sazón, vehículos de todos los modelos, marcas y colores, autobuses, busetas y hasta motos seguían estacionándose en el estrecho hombrillo formando una cola que se perdía de vista hasta más allá de un tarantín de palos donde vendían naranjas por sacos. Al poco tiempo una verdadera multitud se aglomeraba alrededor de la gandola y de su enigmática carga. Usando sus manos como visera, o la gorra o el sombrero calado en la cabeza, se preguntaban qué productos podría contener, y giraban con pasos cortos y miraban y se hacían preguntas y conjeturaban al respecto como si de una adivinanza se tratara. Algunos no pensaban en los alimentos sino en las medicinas que también escaseaban en el país para esa época: antigripales, medicamentos para combatir vómitos, nauseas, diarreas; para la diabetes, la epilepsia, el cáncer, el Parkinson; para pacientes con enfermedades de la tiroides o los riñones...Tal vez jeringas, gasas o material de sutura. La presión del de ojos de culebra sobre los demás (que insistía en que allí había harina, mantequilla, arroz, aceite y papel higiénico) fue creando una especie de ansiedad colectiva que ya estaba a punto de estallar cuando de pronto llegó una comisión de la Guardia Nacional. El chofer de la gandola respiró profundo, sin saber si alegrarse o, por el contrario, ponerse a llorar. De inmediato les contó lo sucedido. Ojos de culebra lo desmintió como a punto de morderlo. Dijo que eran unos acaparadores de alimentos (o de medicinas, gritó otro por ahí) que no querían mostrar la carga para no ser descubiertos, decomisados y encanados... ¡Abusadores! El público entonces comenzó a gritar y a exigirle a la Guardia Nacional que entregara la mercancía, que abriera la gandola, que eran órdenes del presidente, si no ellos se harían cargo del asunto. El chofer, fiel a su patrón y a sus veinte años de labores ininterrumpidas en la empresa, se negó de plano a entregar las llaves que abrían los candados (las había escondido en un sitio donde solo él podía encontrarlas) por lo que la Guardia Nacional, a empujones, decidió llevárselo detenido (también al ayudante, por cómplice) y dejar que la gente hiciera lo que le viniera en gana con la gandola y su carga. Antes de lo que dura un pestañeo el de ojos de culebra, sus compañeros de barrio y cientos de personas, ávidas de productos de primera necesidad, se subieron al monstruo de casi cuatro metros de altura. Para ello se apoyaron en los cauchos, se impulsaron con las cuerdas, se aferraron a las mismas cadenas que aseguraban la carga. Se convirtieron, pues, en expertos escaladores sin el equipo para subir una montaña. Desde abajo otros les lanzaban herramientas de todo tipo: llaves de cruz, palancas, tubos, alicates, seguetas... e intentaron romper las cadenas que sujetaban la carga. Las mujeres, a la expectativa, hacían espacio en sus maletas, morrales, carteras y bolsos varios para recibir lo que fuera, cualquier cosa, porque todo era necesario, de todo escaseaba en la Venezuela de aquellos días de la revolución chavista. De pronto un leve movimiento alertó a los que trabajaban afanosamente sobre la gandola. Algunos se miraron las caras con cierta extrañeza, otros siguieron trabajando sin darle importancia al hecho. Había sido algo como un temblor de tierra que no duró dos segundos, que pudo ser producto de la rotura de alguna de las cadenas; y una de las cajas, tal vez, atiborrada de “harina, aceite, arroz o mantequilla”, se movió un poco por el desnivel en que había quedado la carga y eso dio la sensación de que la gandola completa se había estremecido. Era una posibilidad. Eso pensó la mayoría. Pero se trataba de algo mucho más serio. Después de aquel leve temblor, mas la generosidad de un aviso que un hecho intrascendente, el terreno cedió y la gandola se convirtió en una gran bala que comenzaba a precipitarse por el barranco. Algunos de los que estaban sobre la carga trataron de sujetarse a las amarras pero fueron despedidos con violencia, otros se lanzaron al vacío con la ilusión de no sufrir más consecuencias que la de una pierna rota, otros perdieron el equilibrio y cayeron al pavimento como muñecos de trapo. Muchos murieron, algunos aplastados por los cauchos traseros de la anchi-larga que aún se encontraban en buen estado. La gandola, en su descontrolada caída, arrastraba árboles, derrumbaba casas, atropellaba a algunos de los que se habían acostumbrado a vivir sin harina, leche, arroz, aceite o mantequilla, y se hacía invisible en la nube de polvo y escombros que dejaba a su paso. Aún no había obstáculo que la detuviera y ya las escenas eran terribles: cuerpos en el pavimento, dentro de la cuneta, sobre la tierra aún húmeda por el rocío de la mañana, entre las calles del pequeño poblado... Los gritos de dolor hacían ecos en las colinas cercanas y teñían de rojo las yerbas altas del monte. Finalmente la gandola se detuvo al chocar contra la pared de la iglesia recién remodelada, las cadenas se rompieron, también las cajas, y la mercancía que transportaba quedó expuesta al público muy cerca de la placita del pueblo.
Horas después llegaron las ambulancias, los bomberos, la grúa, el español dueño de la carga, la Guardia Nacional con el chofer y su ayudante; desconcertados. El pueblo entero (o lo que quedaba de él) y las mujeres con sus bolsas vacías, devastados por el dolor, se congregaron frente a la iglesia y rezaban devotamente. El español, en un acto de sincera generosidad, donó la mercancía que transportaba la gandola.
A todos asombró que de las cien urnas no faltara ni sobrara ninguna.
Heberto Gamero Contín, Venezuela © 2023
hebertgam@gmail.com
Heberto Gamero Contín nació en Venezuela en 1952. Ha sido galardonado con importantes premios literarios en su país (Concurso Anual de cuento del diario El Nacional 2008 y finalista en el mismo concurso en 2011). Recientemente ha publicado Los zapatos de mi hermano (Editorial Equinoccio de la Universidad Simón Bolívar, 2010), Cuentos de pareja y otros relatos (Casa Nacional de las Letras Andrés Bello, 2010), Caracas-Ushuaia (Monte Ávila Editores, 2012), Taller Aprende a escribir un cuento (Círculo de Escritores de Venezuela, 2015), la trilogía sobre Escritores, Pintores y Músicos (Cersa Editorial, España 2016). Otras publicaciones: Inventores, Dos regalos, Más allá de una marca, Tras la puerta de abril, Quién dijo que Dios no sabe de negocios y El franciscano entre dos tierras. Durante diez años dictó talleres y conferencias a beneficio de la Fundación Aprende a Escribir un Cuento (FAEC). Actualmente reside en Madrid.
Lo que el autor nos contó sobre el cuento:
Algo que pareciera absurdo en cualquier país desarrollado del mundo, fue posible (y aún lo es) en nuestra querida Venezuela. Un camión de grandes proporciones se accidenta por el camino. La carga que transporta no sufre daño alguno, permanece intacta y protegida por lonas y cadenas. Carros y motos se estacionan en el hombrillo de la carretera. Vecinos del pueblito cercano se aproximan sigilosamente, a la expectativa. Son muchos los que se congregan alrededor del camión preguntándose qué mercancía transporta. No les satisfacen los argumentos del chofer. Es cuando la necesidad los obliga a descubrirlo por ellos mismos y a cualquier precio.
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