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La carta

Hacía sólo tres meses que Marcos se había mudado a aquel apartamento de alquiler. Hacía sólo tres meses que Marta, su mujer, había iniciado el proceso de separación. Y durante estos últimos tres meses, más que vivir, Marcos sobrevivía.

Su vida sin Marta acostumbraba a ser bastante monótona: de casa al trabajo, del trabajo a casa. Y, aún cuando él intentaba animarse saliendo a tomar algo con los pocos amigos solteros que le quedaban o yendo al cine, la mayoría de las veces solo, lo más emocionante que le solía suceder era abrir la correspondencia cuando llegaba a casa.

Justamente ese fue el inicio de todo lo que aquí se va a relatar.

Ese lunes había sido un lunes cualquiera, lo que no es poco si tenemos en cuenta como son los lunes. Marcos llegó al portal del edificio en que ahora vivía, entró y lo cerró de golpe, intentando dejar fuera todas las preocupaciones que en los últimos tiempos venían persiguiéndole. Con paso cansino se acercó al buzón, recogió sus cartas y, sin mirarlas, se dirigió hacia el ascensor. Vivía en el 3 F.

Cuando por fin llegó a su apartamento repitió el ritual que día a día tenía lugar. Se quitó la ropa del trabajo, ese uniforme de traje y corbata que cada vez le aprisionaba más y se puso unos vaqueros y una camiseta. Eligió la más vieja que tenía, una con un enorme Malibú Beach bordado en la parte delantera, recuerdo sin duda del viaje de algún amigo a California, no alcanzaba a acordarse de quién. Seguidamente fue a la cocina, abrió el frigorífico y cogió la primera de las tres cervezas que cada noche constituían su particular y reparador elixir vital. Y, para finalizar su ceremonia diaria de regreso al hogar, más que echarse, se abalanzó sobre el sofá.

De esta guisa comenzó a abrir las cartas recién recogidas. Primero, la factura de la hipoteca. Era curioso, ya no vivía en aquella casa, pero la seguía pagando. Segundo, el inevitable extracto bancario que, no se sabe como, todos los días aparecía en el buzón. Tercero, una carta de los abogados de su esposa solicitando una entrevista para acabar con la liquidación. Liquidación, ¿de qué?, ¿de su matrimonio?, ¿de su juventud?, ¿de su vida? Cuarto,... ¡vaya!, la cuarta carta sí que resultaba curiosa. Estaba escrita a mano. Marcos ya no recordaba cuándo había sido la última vez que había recibido una carta manuscrita. Pero el encabezamiento aún le sorprendió más, comenzaba con un tierno Amado mío.

¿Se habría vuelto loca Marta y buscaba una reconciliación? Porque aún le dolían sus últimas palabras, escupidas más que dichas, mientras él iba metiendo las pocas cosas que le cabían en un triste par de maletas: "¡Debía estar loca cuando me casé contigo! ".

Pero, si quería una nueva oportunidad para su matrimonio, ¿no habría sido mejor una llamada telefónica? O quizá un encuentro cara a cara. Sin embargo, Marta siempre había sido muy romántica.

El corazón comenzó a latirle tan fuerte que casi podía oírlo. Bien, se dijo, habrá que leerla. Pero antes se bebió de un solo trago toda la cerveza que quedaba en la botella.

Amado mío,

Hace ya tiempo que te fuiste y aún no he recibido ninguna noticia tuya. ¿Acaso ya no me quieres? ¿Acaso ya me olvidaste?

Yo no he podido olvidar aquella noche de tu despedida, cuando beso a beso me jurabas que nunca podrías amar a otra mujer más que a mí. Es que, ¿acaso ya no es verdad?

Morí un poco aquella noche. Y cada día que pasa muero un poco más. Contigo te llevaste prendido un trozo de mi alma y todo mi corazón.

Necesito saber de ti. ¿Dónde me has dejado, amor?

Te amo tanto que una vida lejos de ti me parece una agonía y prefiero morir ahora que tener que seguir adelante. Si aún me quieres, si aún soy la luz que te ilumina, el sentido de tu existencia,... te lo ruego, házmelo saber.

Sin embargo, si ya me has olvidado y tu amor voló hacia otro nido, por favor, no me obligues a leer palabras tan duras. Si no respondes a esta carta, sabré entender.

Pero, en ese caso, no sé lo que haría. El resto de mi vida sin ti sería peor que el infierno eterno. Te amo tanto que, si me has abandonado, la posibilidad de arder perpetuamente podría ser mi único consuelo.

Te amo. Siempre tuya,

Alicia

P.D.: Aquí, en Guadalajara, los almendros ya están en flor, como aquella primavera en que nos conocimos. No puedo verlos, no puedo olerlos sin acordarme de ti y añorar tu presencia. ¿También en Madrid hay almendros? ¿También te acordarás de mí cuando los veas?

Marcos tuvo que leerla un par de veces para acabar de entender qué significaba todo aquello. Obviamente no era de Marta. Debía haberse dado cuenta de que aquella no era su letra. ¡Qué razón tienen los que dicen que el amor es ciego!. A él, la idea de volver con su todavía esposa le había nublado la vista y la razón.

Pero, ¿quién podría ser Alicia? Rebuscó ansioso entre los papeles que había ido tirando al suelo mientras abría las cartas y, al final, encontró el sobre. Como imaginaba, había sido un error, el destinatario era un tal Alejandro Huidobro García y Marcos había penetrado de forma casual en su intimidad. No tenía remite.

¿Qué podía hacer? En circunstancias normales habría bajado donde el portero y, después de disculparse por su torpeza al no haberse asegurado antes de que la carta era para él, le habría dejado la responsabilidad de que llegara a manos de su legítimo dueño.

Sin embargo, esta carta había hecho que Marcos recuperase un poco la confianza en el amor eterno y verdadero, esa confianza que dejó junto con sus libros y sus discos cuando abandonó aquella casa que aún seguía pagando. Y se sentía obligado a resolver aquello personalmente. Tenía que asegurarse de que Alejandro recibiera esa angustiosa misiva e impedir que dos vidas se destrozaran por un caprichoso error.

Bajó corriendo a donde estaban los buzones de todo el bloque de apartamentos, sin ni siquiera esperar al ascensor. Los miró de arriba abajo, de izquierda a derecha, varias veces, pero por ninguna parte aparecía el nombre que buscaba. Algunos carecían de identificación, por lo que se dirigió hacia el despacho del encargado. Si existía un Alejandro Huidobro García, sin duda él lo sabría.

-Matías, se ha producido un lamentable error. He abierto y leído una carta que se encontraba en mi buzón, pero que no estaba dirigida a mí y quiero entregársela a quien corresponde.

-No te preocupes, Marcos. Déjamela aquí y yo haré que el portero revise los buzones para ver de quién es.

-Ya lo he hecho yo y su nombre no aparece por ninguna parte. La carta está dirigida a un tal Alejandro Huidobro García, ¿te suena quién pueda ser?

-Pues la verdad es que no me suena de nada. Pero como aquí entra y sale tanta gente... Espera, vamos a mirar en el libro de registros. Si en este edificio vive tu hombre, lo encontraremos.

Revisaron uno a uno los 72 apartamentos del bloque, ocho apartamentos por planta, nueve plantas. Comprobaron el nombre del titular del alquiler y del resto de las personas que vivían en cada uno de ellos. Afortunadamente el encargado era un hombre muy minucioso. Pero Alejandro seguía sin aparecer. Cuando terminaron eran las nueve de la noche, la jornada de Matías había sido superada con creces.

-Mira Marcos, me da la sensación de que este señor que buscas no vive aquí.

-Quizá, pero tengo que asegurarme. Créeme Matías, es algo muy importante.

-Como quieras, pero ya hemos revisado todos los ocupantes que viven en el edificio. ¿Qué se te ocurre que podríamos hacer ahora?

-Creo que ya sé cuál es el error, hemos estado mirando los inquilinos actuales de los apartamentos, pero seguramente es uno antiguo, de los que se han marchado recientemente. ¿Podríamos mirar un poco hacia atrás?

-Lo siento, pero yo me tengo que ir. Si tan importante es para ti, toma. En este libro están los residentes de los últimos cinco años. Pero, por favor, ten mucho cuidado con él. El libro no debería salir del despacho.

-Muchas gracias, Matías. No te preocupes. Seguro que no tardo mucho en encontrarlo. Y mañana tendrás de vuelta el libro.

De regreso a su apartamento Marcos abrió la segunda botella de cerveza e inició su labor de rastreo. Fue hacia atrás en el libro, empezando por el último mes. A las seis de la madrugada había recorrido los últimos cinco años sin encontrar al escurridizo Huidobro. ¿Dónde estaría?

Acabando ya la novena cerveza, una por planta, empezaba a darse por vencido. Era como lo de la aguja en el pajar. Jamás lo encontraría. Quizá debía romper la carta, olvidarse de todo y continuar con su vida de rutina. No, no podía hacer aquello. Debía continuar adelante, averiguar qué sucedía con Alejandro y, si en realidad él la había olvidado, no dudaría en ir hasta Guadalajara a consolar a la pobre Alicia. Hasta tal punto se habían introducido en su vida.

Antes de caer abatido sobre la cama pensó que quizá el error no estuviese en el piso, sino en el número. Pudiera ser que Alejandro viviese en el 3 F de alguno de los otros edificios de la calle. Pero eso lo dejaría para mañana. Porque una cosa tenía clara, al día siguiente no iría a trabajar. Dedicaría todo su esfuerzo a encontrarle. Al fin y al cabo le habían hecho volver a sentir ganas de vivir.

A las 11.00 Marcos estaba de nuevo en pie. Después de desayunar y ducharse llamó a su empresa para alegar una hipotética indigestión que le había impedido dormir durante toda la noche. Sí, con seguridad mañana estaría bien y de regreso. No, no necesitaba ningún médico, sólo reposo y descanso.

A las 12.00 Marcos estaba en la calle. Empezó mirando todos los buzones de los edificios con número impar. En aquellos sin identificación no dudó en llamar al apartamento correspondiente y preguntar por Alejandro Huidobro. Tampoco perdió la oportunidad de hablar con el portero, allí donde había. Sin éxito en sus pesquisas, continuó con los números pares.

A las cinco de la tarde, sin ni siquiera haber parado a almorzar, había recorrido cada uno de los edificios de su calle sin encontrar rastro de Alejandro.

Tomando un café con un bollo en una cafetería del barrio llegó a la única conclusión posible. En su calle la mayoría de los apartamentos eran de alquiler y estaban ocupados por gente joven, estudiantes y recién llegados que habían encontrado su primer empleo. Normalmente el dinero no abundaba y era frecuente el compartir piso. Tal vez Alejandro viviera en uno de aquellos bloques, pero el nombre que aparecía en el buzón fuera el de algún compañero. Marcos pensó que no podía ir piso por piso preguntando por él. Debía diseñar una nueva estrategia.

Algo más reconfortado después del café, decidió ir al locutorio de Telefónica en Gran Vía. Imaginaba que habría algún otro más cercano, pero quería tener la seguridad de encontrar la guía de teléfonos de Guadalajara. Afortunadamente, pensó, el primer apellido de Alejandro no era común y, con un poco de suerte, todos los Huidobro de Guadalajara serían familia.

Tuvo suerte al encontrar rápidamente un taxi libre porque había empezado a llover mientras él se encontraba en la cafetería y, en Madrid, cuando llueve, hacerse con un taxi es casi una misión imposible. En media hora estaba cómodamente arrellanado en un sofá azul chillón, hojeando la guía telefónica. Como esperaba, los Huidobro de Guadalajara no eran muy abundantes. Encontró sólo tres. Se metió en una de esas estrechas cabinas y comenzó a llamar.

En la primera llamada no tuvo suerte, la amable señora que le atendió le aseguró que no conocía a ningún Alejandro Huidobro y que difícilmente sería pariente de su marido puesto que éste no era de Guadalajara y había llegado allí procedente de Almería.

Sin embargo, con la segunda empezó a sentir un atisbo de esperanza. Le contestó una mujer que, a juzgar por la voz, pasaba escasamente de la treintena. Creía recordar que Alejandro Huidobro era un primo lejano suyo por parte de padre, que vivía en Madrid y que, según tenía entendido, era abogado con un despacho bastante próspero en plena calle de Alcalá. Sintiendo cierta confianza, Marcos le preguntó si conocía a Alicia, la novia de su primo. La joven, algo más áspera, dijo desconocer la vida sentimental de su pariente y colgó.

Bien, tenía una pista. Había perdido la oportunidad de conseguir el teléfono de la familia Huidobro en Guadalajara, pero seguiría el indicio del bufete. Pidió una guía de Madrid y en efecto allí encontró, debidamente resaltado, a Alejandro Huidobro y Socios – Despacho de Abogados.

Sin perder un solo minuto, llamó. Respondió una secretaria que le confirmó que Don Alejandro Huidobro era el socio principal del bufete. Marcos solicitó una entrevista, pero amablemente se le indicó que eso sería imposible puesto que el señor Huidobro sólo atendía a grandes clientes. En cambio podían citarle con su socio, el señor Alcántara, para la semana siguiente.

-Créame, señorita, necesito hablar con el señor Huidobro en persona. Es algo vital que no puedo comentarle a nadie nada más que a él. Por favor, se trata de un asunto urgente. Dígale que es sobre Alicia, de Guadalajara.

-Espere un momento, por favor.

El minuto escaso que estuvo esperando se le hizo eterno. No había contado con la dificultad de hablar con el propio Alejandro. ¿Qué haría si se negaba a recibirle?

-El señor Huidobro es una persona muy ocupada, pero le dedicará cinco minutos de su tiempo. Sólo cinco minutos, ni uno más.

-¿Podría ser ahora? Verá, estoy en la Gran Vía y puedo acercarme en un momento a su despacho. Según veo por la dirección, ustedes están muy cerca de la Puerta del Sol.

-De acuerdo pero, por favor, sea rápido. Le insisto en que Don Alejandro está muy ocupado y no suele hacer concesiones de este tipo.

Concesiones, concesiones… pensaba Marcos mientras corría a la maldita oficina. Le hablaba de Alicia y él consideraba una concesión escucharle.

Una vez en el bufete todo fue muy rápido, le metieron en una sala elegantemente amueblada, con cortinajes de terciopelo y caros sofás de cuero. Le dijeron que esperara un momento y, al poco tiempo, apareció un joven de unos 35 años, traje de chaqueta, corbata y zapatos todo italiano. Y el pelo, como no podía ser menos, cuidadosamente engominado.

-Antes de nada me gustaría advertirle que le he recibido por mera curiosidad. Estoy muy ocupado y este tiempo que le dedico a usted se lo estoy robando a otros asuntos, con seguridad, mucho más importantes. Dígame, ¿qué era eso tan urgente que tenía que contarme?

-Vengo a hablarle de Alicia, Alicia de Guadalajara. ¿La recuerda?

- Lo siento, pero no sé de qué me está hablando. No conozco a ninguna Alicia y, además, no he estado en Guadalajara en mi vida.

-¿Cómo? ¿Que nunca ha estado en Guadalajara? Lo siento pero creo que eso no es posible. Usted debió vivir allí hasta hace poco tiempo.

-Mire, no sé si esto es una broma de mal gusto o un lamentable error. Yo jamás he estado en Guadalajara, si bien es cierto que mi familia paterna procede de allí.

-Pero, entonces, ¿no es usted Alejandro Huidobro?

-Sí, mi nombre completo, si tanto le interesa, es Alejandro Huidobro Campoamor.

-¿Campoamor? Debería ser García, Alejandro Huidobro García. No entiendo nada.

-Créame, yo tampoco. Alejandro Huidobro García era mi padre pero, lamentablemente, falleció hace dos años de un ataque al corazón. Él sí que nació y vivió en Guadalajara, pero cuando tenía 27 años se vino a Madrid, fundó este despacho, se casó con mi madre, Elvira Campoamor y nunca más volvió por Guadalajara. ¿Satisfecho con esta explicación?

Marcos, que empezaba a sentirse mareado, entendió entonces todo lo que estaba sucediendo. De repente comprendió el sentido de aquel absurdo. Metió la mano temblorosa en el bolsillo derecho de su chaqueta y sacó la carta. Fue entonces y sólo entonces cuando advirtió que aquella carta, su carta, había sido fechada un lejano día de primavera del año 1958.

Montserrat Murillo, España

doble_eme@LatinMail.com

Montserrat Murillo Barbero nació en Córdoba (España), inaugurando la década de los 70 (8 de enero). Desde el momento de su nacimiento demostró el carácter "teatral" que la habría de acompañar a lo largo de su vida, puesto que sacrificó la fecha inicialmente prevista y con gran significación (24 de diciembre) para ir a nacer el día del cumpleaños de su madre.
Desde muy pequeña hizo gala de una avidez desmedida por la lectura, que la ha llevado a acumular gran cantidad de información perfectamente inútil, puesto que, a falta de algo mejor, lee hasta la parte trasera de los botes de champú.
También durante su infancia demostró inclinación por la escritura, lo que la llevó a confeccionar un cuaderno con cuentos en los que las princesas, con corona y jeans, iban de discotecas. Ella misma se encargó de ilustrarlo con rudimentarios dibujos hechos a lápiz y rotulador.
Contra todo pronóstico, incluido el suyo propio, se licenció en 1993 en Ciencias Económicas y Empresariales y, desde 1994, trabaja en una multinacional norteamericana dedicada al entorno informático.
Puesto que su imaginación, afortunadamente, continúa activa, intenta canalizarla a través de historias inventadas que unas veces se ven plasmadas en papel y otras, las más, se quedan en meros pensamientos.

Lo que la autora nos comentó sobre el cuento:
Cuando yo leo una novela o un cuento casi siempre me suele gustar más el fondo que la forma, es decir, soy capaz de sacrificar un estilo literario pulido por un buen argumento.
"La carta" surge precisamente de una idea que aparece en mi cabeza una noche, en el momento previo al sueño, y que considero original: una carta de una mujer enamorada que llega con 30 años de retraso, a una persona equivocada.
El relato se queda justo en el momento en que el protagonista descubre que la carta ha estado 30 años esperando para llegar a sus manos. Como lectora no me gusta que las historias se agoten hasta el final y, por eso, como "autora", prefiero que quienes leen lo que escribo sean los que encuentren el final más adecuado.

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