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Las cartas no mienten

Por el Presente...

Sandra inició la cuenta regresiva del último minuto del turno anticipándose al placer de pasar la tarjeta por el checador, descolorido depositario de su libertad. Estaba por cumplir 14 años de laborar en el Centro de Salud y el consabido chaleco azul de las enfermeras había empezado a darle a su rostro la expresión de los burócratas sin vísceras.

Confinada a la sección de los enfermos contagiosos, se había acostumbrado a caminar por los pasillos respirando su propio aliento bajo el obligado tapabocas olvidandose para siempre de las sonrisas y los lápices de labios.

También había dejado atrás los tacones de 10 centímetros y el viejo consejo de la abuelita de atarse un cordón a la cintura para mantener hasta donde fuera posible el talle juvenil. Con 33 años y sin nadie que la esperara al llegar a casa estaba ya casi resignada a olvidarse de las fantasías nocturnas y aceptar a cambio las telenovelas, las lagañas y el polvo que se había ensañado con el vestido de satín negro que había comprado hace mucho tiempo esperando una ocasión especial.

Lo único que había dejado intacto en su amarga transformación era el pelo largo y negro que le había acompañado desde los 15 años. Lo conservaba brillante y dócil a base de sábados eternos envuelta en aguacate y mayonesa porque le gustaba verlo relumbrar y peinarlo como en aquellos años en que había llegado a Acuña cegada con la ilusión del primer trabajo, en una ciudad desconocida y ante la delicia del futuro incierto.

Sobreviviente de un ejido sediento y una familia de campesinos anegada todavía en los sueños de la revolución, consideró que llegar a la frontera era la cima de la libertad y se propuso cambiar su destino lanzando sus efluvios de gata a los pasantes de medicina del Centro de Salud, los ingenieros que construían la nueva carretera de cuota y hasta a los turistas que se aparecían de vez en cuando por los pasillos del mercado.

Unos meses le bastaron para darse cuenta que los universitarios no se casan con enfermeras, y que los gringos sólo vienen a beber cerveza. Lo demás no tenía que aprenderse, Acuña era la excepción del progreso fronterizo y los que habían llegado estaban en espera de la primera oportunidad que los sacara del infierno tedioso y polvoriento que los abrazaba todo el larguísimo verano.

Sandra también hubiera podido irse con los ahorros y el primer aguinaldo pero se dejó convencer con el espejismo de una plaza gubernamental que le garantizaba la seguridad laboral y el burocrático sueño de la codiciada jubilación. Todas sus compañeras de trabajo estaban sostenidas en esa verdad y ataron con ella el final de la cadena garantizandole que aunque no se casara siempre tendría las medicinas para curar las enfermedades de soltera y el vestidito en abonos.

Con los años fué más dificil pensar en salir a tomar aire nuevo; luego sus padres se fueron poco a poco convirtiendo en otro terrón más de la aridez de su pueblo y de pronto ya no hubo razón alguna para regresar al pasado.

Así se pasaron las frutas de cada estación, ignorando a Sandra y sus envidiados cabellos azulados.

Pero ese viernes, al dar las 4 en punto, las cosas iban a cambiar. Se lo habían prometido una noche antes Doña Leti y su montón de cartas resobadas.

Después de ver pasar durante años las barajitas que le pronosticaban buena salud y larga vida por fin había aparecido un rey de copas, parado justamente al lado del amor y el futuro. La precisión con que el pronóstico se dibujaba no dejaba lugar a dudas, había llegado la hora de plenitud que le tocaba a Sandra. Poco a poco fueron saliendo las promesas de aventura, pasión y una largo viaje.

-Tu vida va a cambiar -le dijo Doña Leti-. Pero cerciórate de ser tú la que sople el rehilete porque con tantas ansias que has guardado te pueden comer las entrañas sin que alcances a cerrar los ojos.

Eso último no lo escuchó y salió corriendo a preparar el terreno para que los presagios aterrizaran sin problemas.

Se frotó de pies a cabeza con aceite de almendras y se durmió temprano para que la noche se le hiciera corta.

Y ahora sólo le faltaban dos segundos para tener el derecho de correr al checador y empezar el fin de semana.

Esperó como siempre a su amiga Marisela y caminaron juntas hasta la tienda de Blanquita para comprar el queso de todos los días.

Ahí los vió bajar del camión y pedir dos cervezas. Uno era más bien bajo y con los ojos rasgados, el otro no podía describirse con las palabras sencillas que hasta entonces conocía. Mirarlo de frente era como destapar un frasco de antojos perversos. Se había dejado crecer el pelo hasta la mitad del cuello y sus labios poseían la cualidad de la humedad marina.

El color negro de la camisa, los jeans y las botas le daban el aire del último vaquero del desierto. Los huesos de su quijada se desbocaban en ángulos ingeniosos pero, sin duda alguna, lo que más llamaba la atención de aquel hombre era la perfección de sus cejas, como si hubieran sido tatuadas bajo la consigna de sonreír maliciosamente por sí solas.

Sandra no tuvo que pensarlo, el rey de copas acababa de llegar. Marisela notó la inquietud de su amiga y le alcanzó a susurrar: "Es demasiado guapo para tus pretensiones". Pero Sandra había empezado a perder el oído.

Abrigada por la seguridad de los presagios, se acercó a los desconocidos y les lanzó una pregunta simple, común, de esas cuyo significado real implica "ábreme la puerta, me quiero meter en tu vida".

La frase encajó perfectamente en la intención de los recién llegados por sacudirse la infamia de un viernes monótono en un pueblo de paso.

Intercambiaron nombres tan sólo por la costumbre, aunque Sandra sabía que en la superficie de sus deseos empezaba a hundirse para siempre el nombre de Saúl.

Las cervezas fueron el pretexto para esperar a la noche, luego la profecía empezó a pintarse con sus colores reales.

Sandra y Saúl ignoraron a sus acompañantes y salieron a recorrer las calles del centro mientras las ventanas se iban apagando poco a poco. En algún momento volvieron al camión de Saúl y decidieron salir de Acuña.

Llegaron a la feria de Piedras Negras y se pasearon escandalosamente por todos los puestos.

Para ese entonces, Sandra había enredado sus cabellos al cuello de Saúl formando con los dos cuerpos un amasijo de brazos, piernas, saliva y sudor que perturbaba con su pasión los ojos de los paseantes.

Todos escucharon esa noche como Sandra reía estrepitosamente pisoteando con saña la cobija de soledad conque se había tapado durante años.

Para ella Saúl era la joya que nunca creyó posible lucir en sus dedos.

Por eso prefirió aguantarse por horas las ganas de reunirse en secreto con él, y dejó que los instintos de la vanidad se deleitaran con la envidia de las otras mujeres.

Sabía que tenía las cartas de su lado, y que aquel hombre tan anhelado había llegado esa noche perfecta para sacarla del insoportable destino de la sección de los enfermos sin esperanza. Esa era la venganza que le tenía la baraja preparada para los 14 años de sueños frustados que la habían encasillado en una vida monótona. Por eso todas las carcajadas se le hacían pocas y se le volvían gritos hilarantes que opacaban ridículamente el bullicio de la feria. Los últimos que la vieron dicen que ella sóla iluminaba la noche con el brillo de sus cabellos y que sus ojos se habían desconectado del cuerpo tomando la coloración de los enfermos del hígado.

Seis días después apareció tirada en la puerta de una iglesia de Piedras.

Estaba desnuda y había perdido el habla. Las dos mujeres que la encontraron se apresuraron a cubrir con periódicos las atrocidades que se habían cometido con ese cuerpo.

Los cabellos y las cejas habían sido rapados, la espalda estaba llena de quemaduras, rasguños y moretones, le faltaban dos dientes superiores y las uñas de las manos habían sido arrancadas de cuajo.

En el Hospital Civil dijeron que había sido ultrajada y que pasaría mucho tiempo antes de que se repusiera del trauma y se decidiera a hablar.

Marisela la encontró días después gracias a las enfermeras de aquel lugar. Cuando la vió supo que sus presentimientos habían sido ciertos y regresó a Acuña con los primeros renglones de la leyenda.

Aseguró que el hombre que se había llevado a Sandra la tarde de un viernes no era otro más que el mismo diablo. Doña Blanquita la de la tienda contó que cuando los vió salir habían despedido un olor a copal y azufre que todavía se podía sentir por la noches.

Los que los vieron bailar en la feria dijeron que los cuerpos de la pareja flotaban en el aire y despedían chispas cuando se rozaban los labios. Uno de ellos hasta atestiguó que la mano izquierda de Saúl tenía uñas largas y negras.

La prensa la bautizó como "la elegida de Satán" y publicó que había pasado 6 días completos en el cuarto de un hotel de paso satisfaciendo los deseos del maligno.

Doña Leti por su parte sintió amenazado su futuro de pitonisa y salió a buscar la verdad que los labios de Sandra se habían negado a revelar.

Llegó hasta ella, le acarició la frente y buscó hacerse presente en la mirada perdida de la muchacha. Se acercó a su oído y le susurro la pregunta que ya todos le habían hecho.

Sandra sintió que el estomago se le quería salir por la boca. No podía creer que esa pregunta viniera precisamente de quien conoce el pasado y el futuro de los mortales.

Justamente ella debía saber ya que desde la primera noche Saúl se le había enredado en el cuerpo con el olor y la miel de las madreselvas. Que le había descubierto el malsano placer del dolor y el amor exigiéndole gritos y llantos para satisfacer los deseos de ambos.

Cómo era posible que esa mujer no hubiera adivinado en sus cartas que Sandra le había regalado a aquel hombre exquisto su largo cabello negro para que la atara eternamente a sus beleidosos antojos.

¡Sí!, esa era la verdad. Ella misma se había rapado sus cejas espesas y se las había dado a beber en un vaso de tequila para que se quedara un día más y disfrutara de la entrega sumisa de una mujer sin limitaciones.

También ella se había arrancado a tirones las uñas de las manos y se las había entregado para que la saboreara por completo.

Acaso las cartas no le dijeron tampoco que ambos se habían inyectado las venas con una sustancia lechosa y prosáica que los había hecho pegarse al techo y las paredes.

El rey de copas había estado con ella en el nirvana de los amantes dementes y ella le había pedido que la arañara, mordiera y quemara para asegurarle que su presencia estaría para siempre revolcándose en su cuerpo.

Si aquella mujer que pudo ser la única que adivinara los horrores del último día en brazos de Saúl no conocía el desenlace de la historia, entonces nadie más lo sabría.

Era mejor dejarlos creer que el diablo la había engatusado y le había arrancado el alma antes que decirles que en el último intento por amarrarlo a su cama se había roto dos dientes y se los había puesto en la bolsa de la camisa sin recibir siquiera una sonrisa de despedida.

En todo el mundo no se podrían encontrar jamás cartas que revelaran sus lágrimas sanguinolentas y su angustia de no poder entregarle también a él sus huesos y sus retazos de piel para que se la llevara lejos y la sacara de su mugriento porvenir y de aquel estúpido reloj checador del Centro de Salud, que le marcaba las horas de su vida.

Sandra no quiso ya seguir viendo la mueca imbecil de aquella mujer que le había dibujado el destino; se removió en la cama y se cubrió con las sábanas dejándole a Doña Leti una mediana sonrisa de burla.

La triste Sandra, que había creído en las promesas de una baraja, quería sentir también que el diablo la había elegido de entre todas las mujeres de este lugar y se la había llevado para gozar en sus brazos seis días de carnaval.

Cerró los ojos y supo que cuando despertara también ella creería que los dolores de su cuerpo provenían de los deseos del más allá.

Una lágrima se le escapó de pronto y su conciencia le dijo que era mejor que todos creyeran en la leyenda de una mujer seducida por el demonio, antes que descubrir que solamente había sido víctima de los efectos de la heroína y los caprichos fantásticos de uno de tantos traileros que suelen pasar por este olvidado pueblo de la frontera.

Dora Elia Rodríguez, México, US © 1998

acaciadelatrinidad@msn.com

Dora Elia Rodríguez nacida en Estados Unidos pero de padres mexicanos, es egresada de la carrera de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma de Coahuila, México. En los últimos lO años ha laborado como periodísta radiofónica en diversas ciudades mexicanas y actualmente radica en la ciudad de San Antonio, Texas, donde prepara una novela que espera sacar a la luz a finales de este año. Su quehacer literario data de los últimos 5 años, en los que ha trabajado el género del cuento y que le han valido tres premios literarios del Consejo para la Cultura y las Artes y la Casa de la Cultura de Reynosa, Tamaulipas, además de un reconocimiento de la Revista Marie Claire, cuyo jurado encabezó la periodista Elena Poniatowska. Actualmente acaba de concluir el taller literario conducido por el escritor Orlando Ortiz y el resultado de estas sesiones se publicará en un libro que reúne los trabajos producto de este grupo de escritores. Ha sido invitada también por la revista Tierra Adentro de México a colaborar en la publicación de un libro que reune a los cuentistas jóvenes de la frontera norte.

Comentario de la autora sobre el cuento:
"Las cartas no mienten" es una trilogía de cuentos hilvanados por la supertición, la soledad y la necesidad de adivinar el porvenir para vivirlo en el presente. "Por el presente" corresponde a la primera parte del cuento y mezcla en una nocne la angustia de una mujer sin esperanzas con los temores de un pueblo desgastado. El cuento fué creado durante los trabajos de un taller literario y presenta en cada una de las tres partes los rasgos que distinguen a las ciudades de la frontera norte de México. Persiten en cada historia la infelicidad, la depresión y la soledad que acompañan a la generación de los 90.

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