Hacía cien años que trabajaba en la escuela norteña, una pequeña universidad perdida en las praderas de un estado tan al norte que a menudo el pueblo pensaba que le pertenecía a otro país cuyas fronteras compartía. No sorprendía encontrar el nombre de un célebre candidato foreño en las papeletas de las elecciones presidenciales. Les daba igual que uno de otro país les gobernara a que uno de los miles de gente adinerada de las tierras petroleras les dictara las leyes y les indicara la naturaleza de su patriotismo.
A veces la profesora Cassandra se creía metida en un bosque encantado aplastada entre sus estantes polvorientos de libros y diccionarios de consulta. Apenas miraba los noticieros ni escuchaba la radio porque estaba atrapada en su oficina por un montón creciente de papeles escritos en letra gótica o Times New Roman o Arial desde punta 6 a punta 16 según la necesidad del alumno por ocupar páginas vacías o por la exigencia de la exactitud y concisión. Tarea: En 10 palabras o menos diga la significancia mítica del hecho de que el ahogado más hermoso del mundo se llame Esteban en vez de Fred. Tarea: Escriba 10 páginas explicando por qué el señor muy viejo no salió volando en la primera semana con esa familia codiciosa. Así que terminando con un montón de ensayos de estudiantes ávidos e insomnes se volvía a otro lado para comenzar a repasar y criticar otro montón de ensayos de otros estudiantes aburridos y dormilones. Se perdía en las frases borgeanas de los estudiantes brillantes como si estuviera en un tren que corría velozmente por los laberintos sutiles de sus cerebros. Sólo llegando al final del ensayo, como un preso exhausto y sediente, daba la profesora con la salida. En tales casos, le sorprendía saber que ya había perdido la hora del té o el episodio de su favorita telenovela leyendo los papeles en su oficina. En casos menos felices, las frases de los estudiantes eran más como un barco golpeado por la marea de un mar remoto y oscuro; las olas chocaban contra la popa y el barquito se iba a pique en aguas profundas y aceitosas. La profe tenía que pararse tantas veces para aclarar, diagnosticar y dar recomendaciones en estas aventuras marítimas que al final no le importaba haber perdido la hora del té por la marea que se había metido hasta en sus huesos. Ni le daba un bledo haber perdido el próximo episodio de la telenovela ya que no iba a poder fijar sus ojos en ningún punto estable de la pantalla después de tanto alboroto.
La pobre Cassandra. No sabía por qué estaba atrapada en su torre de marfil. Había nacido en otro pueblo con otro destino en otra época. Nació la hija única de su madre y la mayor de siete hijos de su padre. Su madre se había casado tan joven y se había divorciado igualmente tan joven apenas nació la pobre Cassandra que era difícil saber quien era la madre y quien la hija. La madre de Cassandra necesitaba de tanto cariño de su hija y la hija se maduró tan rápido sólo para que pudiera cuidar de su madre. Su madre no entendía por qué le gustaba tanto la escuela a su Cassie, pero Cassie le hubiera podido explicar que sólo en la escuela se sentía niña y no tenía que encargarse de cuidar de los otros. Cassie limpiaba la casa y le explicaba a su madre lo que debía hacer y escuchaba los cuentitos y contestaba las preguntas de su mamá. Si se debe comprar un coche o pagar el alquiler o si se ve mejor con el pelo suelto o el pelo arreglado en grandes donas por su cabeza o si debe llamar a Raúl o esperar que Raúl la llame a ella. Cassie le decía que pagara el alquiler o no tendrían las dos donde vivir y que le convenía el pelo suelto porque le suavizaba los huesos de la cara y seguramente no debía llamar a Raúl puesto que éste ya estaba casado y no le gustaría nada a su esposa saber que conocía a su mamá. La pobre mamá.
Cassandra nunca tomó la decisión pero después de pasar todos los años de la primaria y luego de la secundaria y entonces los cuatro años de la universidad en su mismito pueblo cuidando siempre a mamá, algo insólito ocurrió. Su mamá ya no le hacía las preguntas de antaño porque se las hacía al señor muy viejo que siempre lloraba la muerte de su esposa de 40 años en su cerveza en el bar en la esquina de la cuadra donde vivían. Poco a poco, la mamá se había desilusionado con Raúl I y Raúl II y Raúl III y aunque el señor llorón, cuyo nombre era Ronaldo, no se parecía nada a las estrellas de Hollywood a menos que se incluyera a Popeye, tenía unos ojos de perro triste y una voz que le arrullaba a la mamá de Cassie y le decía que ya no tenía que trabajar más ni preocuparse por el alquiler ni el corte de pelo porque él la amaba así tal como era y para siempre y siempre. Cassandra se encontró en un momento de decisión, pero una decisión para sí misma, no para su mamá y decidió que una vez casada la mamá, ella estaría libre a hacer lo que quisiera.
Pero Cassie ya tenía el hábito de decirles a otros lo que debían o tenían que hacer y ya que no sabía nada de la política porque aún entonces nunca escuchaba las noticias y nunca le interesaba Time ni Newsweek, sabía que no podría hacerse presidente y ni era muy alta ni bien coordinada en lo físico, por ende no podría ser policía tampoco. Mientras pensaba en lo que quisiera ser continuaba tomando cursos y cuando se acabaron todos los cursos en su pueblo, salió para el próximo pueblo y tomó los cursos en esa universidad y esos profesores hartos de encontrarla siempre en los pasillos fuera de sus oficinas con este libro u otro, con una lista de comentarios y sugerencias para el programa de estudios y una lista de libros de consulta que la biblioteca necesitaba sin duda en su colección, la enviaron por fin a la universidad de las universidades donde los profesores se reunían una vez al principio del semestre con los alumnos y les daban una tarea para el curso y no los veían otra vez hasta el último día de exámenes para recoger las páginas numeradas y engargoladas en paquetes de colores. Y cuando Cassie por fin entregó sus papeles todos ordenados con página de título, prólogo, epígrafes, agradecimientos, tabla de contenido, introducción, capítulos, conclusión, epílogo, bibliografía, índices, apéndices y envueltos con una cinta azul y roja, se dio cuenta de que no había más cursos ni otras universidades. Le quitaron su cédula de estudiante perpetua y como si fuera una excomunión le cerraron las puertas de la biblioteca asegurándole que las cartas de recomendación estaban en el correo.
Cassandra pensaba que enseñar era la profesión más noble que pudiera hacer cualquier persona. Sólo era mejor la profesión de ser estudiante. Y luego un día conoció a Patti. Patti tenía una cara redonda con dos ojos enormes que miraban sin parpadear por períodos increíblemente largos mientras miraba a Cassandra, quien frente a la clase hacía sus preguntas, recomendaciones, explicaciones, con el talento de un malabarista proyectando las últimas estadísticas de los desaparecidos en la pantalla, tocando canciones de protesta de Silvio Rodríguez, y analizando video-clips de Y tu mamá también. Todos los otros alumnos, menos Patti, estaban moviéndose las cabezas de arriba abajo mirando en estéreo el vertiginoso show de la profe Cassandra. Todos, menos Patti, escribían a veces con ambas manos los apuntes que iban a necesitar para el onceno examen parcial del curso. Todos, menos Patti, sudaban con el esfuerzo de seguir la lógica brillante de la yuxtaposición de dadaísmo, surrealismo, sandinismo, y post-postmodernismo en la nueva obra de Anita Anabel Allendábamos Pum. Patti se sentaba mirando sin parpadear pero con una expresión de tranquilo entendimiento cristalino en la cara que le asombraba a Cassandra.
No se había fijado antes pero Cassandra al mirar a Patti se dio cuenta de que el efecto que buscaba en los estudiantes era uno de asombro. No estaba satisfecha Cassandra con el entendimiento de sus alumnos; quería impresionarles. Pero Patti no parecía nada impresionada. Al contrario parecía estar esperando algo más de Cassandra. Se notaba que la alumna con sus ojos fijos y su cara redonda y su pelo bien atado en una simple colita de caballo estaba esperando y esperando o mejor dicho anticipando y anticipando. Pero ¿qué podría estar esperando de Cassandra? La profe revisó sus apuntes que dejaba al lado en el escritorio y casi nunca seguía porque siempre dependía de la inspiración del momento y organizaba sus ideas como si estuvieran en el aire rodeando la cabeza hasta que las atrapara en su análisis para presentárselas a los alumnos agradecidos. No, no había olvidado nada esencial. Todos los apuntes confirmaban el contenido sobre el cual ya había despotricado más de 50 minutos ante la clase. Mentalmente recorrió la lista de actividades y satisfecha notó que las había hecho todas. Al fin y al cabo, entonces ¿qué querría esa joven con los ojos tan grandes que parecía todavía expectante?
Al día siguiente Cassandra caminaba de la biblioteca con sus brazos repletos de libros sobre el significado del color gris en la poesía picaresca, gauchesca del siglo XIX en Argentina cuando con el rabo del ojo notó que Patti caminaba en la misma dirección un poquito detrás y que ella también tenía un montón de libros obviamente de la biblioteca. Cassandra aflojó su velocidad y fingiendo que tenía una piedrita en su zapato izquierdo, se lo quitó y en el mismo movimiento de bajar la cabeza miró detrás para leer los títulos de los libros de Patti. Aunque los títulos en los brazos de Patti estuvieran al revés, Cassandra tenía también mucha práctica en leer los papeles de los estudiantes desde arriba abajo mientras tomaban el examen averiguando que no se estaban copiando, y por eso pudo discernir unos de los títulos perfectamente bien. Los colores de la argentinidad, Entre el negro y el blanco: La poesía heroica, Los símbolos cromáticos en la literatura argentina, y Lo poético del color gris en Martín Fierro. Casi se tambaleó Cassandra al leer los títulos; ésos fueron los libros que la bibliotecaria le había asegurado que no estaban disponibles.
Esperaba Cassandra ansiosamente el term paper de Patti. De los veinte estudiantes en el curso, cinco se habían retirado apenas supieron el tema del term paper, 13 habían pasado los últimos tres días tomando cafeína directamente en forma de pastilla para acabar con el proyecto y uno había pedido asilo en la capilla gritándole al Pastor ecuménico que la profesora Cassandra era el anticristo. Sólo Patti entró en el aula con sus ojos relumbrantes y frescos que no parpadeaban; caminó directamente hacia el escritorio de la profesora y puso en la superficie junto a los proyectos teñidos con café y sangre y manchas de sudor amarillas una carpeta de plástico gris amarrado con una cinta de color de rosa.
Los dedos de Cassandra temblaban mientras recorrían ligeramente la seda de la cinta y en ese momento la joven le miró con esos ojos inmóviles y le sonrió de modo tan enérgico que Cassandra casi fue rebotada para atrás por la sorpresa. Cassandra recogió todos los ensayos amontonados en el escritorio doblando las esquinas en su apuro por salir del cuarto. Encima del montón ubicó la carpeta de Patti dejando desplomarse los cabos de la cinta de color de rosa por los lados de los otros ensayos. Los apretó contra su pecho con tal fuerza que sintió las grapas en sus antebrazos. Anunció el fin de la clase y salió antes que los alumnos pudieran ponerse sus mochilas.
Atrapada en la oficina, Cassandra no quería leer ese ensayo 'encintada.' Lo separó de los otros ensayos académicos y lo puso en el cajón del escritorio al lado de la computadora. Se sentó en su sillón y abrió el primero de los ensayos de los otros alumnos con su pluma roja en la mano y el diccionario a su codo. Aunque se llevó estos papeles a casa para continuar trabajando en ellos, no se llevó la copia de Patti. La dejó encerrada en el cajón. Después de terminar con la calificación de estos ensayos, sabía que tenía que enfrentar la carpeta de plástico de la niña de los ojos. ¿Qué habrá escrito esa chiquita que la examinaba como si fuera un bicho en la clase de entomología? ¿Habrá escrito una denuncia de las ideas de su profesora sugiriendo seguramente una teoría insólita que cambiaría la historia de la historia de la literatura?
No. No quiso leerlo. Se lo devolvería sin leer. A ver lo que diga Patti. Metió la carpeta entre los papeles editados en rojo y amarillo y el próximo día barajó y tiró los papeles como si fueran platillos voladores a sus dueños respectivos incluso la carpeta medio pesada de la Patti que Cassandra tuvo que tirar con impulso mucho más fuerte para garantizar que llegara a manos de la joven. Hubo unas murmuraciones, uno de los estudiantes se puso a llorar, pero la mayoría estaba sentada mirando y contando el número de errores con sus calculadoras de bolsillo. Cassandra esperó, esperó a que Patti abriera la carpeta y descubriera que su profesora no había escrito nada, ningún comentario, ninguna corrección. Tendría que entender que la profesora no había leído su ensayo, su ensayo en su sobre plástico con la cinta atada justo en el centro con su color de rosa diciendo "ábreme, ábreme, mira qué bonita estoy." Pero Patti dejó la carpeta en la mesita de su pupitre y cruzó las manos encima de la cinta y le dirigió su mirada de ojos grandísimos a la profesora. "¿Por qué no abrió la carpeta? ¿No le interesaba su calificación? ¿Estaba tan segura de sí misma que no dudaba que Cassandra le había dado una calificación de 100%?" Incrédula, la profesora también fijó su mirada en Patti por varios momentos hasta que el alumno que lloraba se sonó las narices y luego, como si se hubiera deshecho el hechizo, Cassandra se dio media vuelta hacia la pizarra para escribir el tema del próximo ensayo.
La próxima semana Patti caminó hacia el escritorio y depositó una carpeta de plástico con una cinta igualmente tan rosada como la anterior. Cassandra la miró atentamente tratando de descubrir cualquier señal de diferencia entre este paquete y el anterior. Parecía igual de grueso, igual de peso. La cinta estaba atada con su nudo justo en el mero centro del paquete igual que en el otro. Cassandra echó un vistazo rapidísimo al reloj en la pared, recogió los papeles torpemente y los fue metiendo apretadamente en su maletita y se puso a correr a su oficina dejando a los estudiantes atrás con una expresión boba en la cara, claro en la cara de todos menos la de Patti.
Abrió la puerta de su oficina y siguió el laberinto entre los libros apilados en el suelo, la mesita ovalada que servía de confesionario para sus discípulos, los papeles fotocopiados de las materias de los últimos 75 años y los de los futuros 75 años hasta por fin dar con su pequeño pedazo de escritorio limpio frente a la computadora donde siempre calificaba sus ensayos. Se puso a leer uno tras otro los ensayos trasladándolos de su maletita a una bandeja que decía "ya." Sólo le quedaba el ensayo de Patti. Lo sopesó en las manos, miró su cinta y el revés de la carpeta tratando de ver por el papel de cartón las letras envueltas. Vencida por la curiosidad le quitó la cinta y abrió la carpeta. Sin retirar los papeles, la profesora levantó apenas la esquinita izquierda de la primera página y pudo ver una palabra: "laberintos." Dejó caer el papel y cerró la carpeta.
Al día siguiente les repartió los ensayos uno por uno mirando a cada estudiante con una mirada de desafío. Todos se sorprendieron de tal tratamiento tan especial e individual. De hecho sus padres estaban pagando un dineral para que sus hijos recibieran la mejor y la más particular de las educaciones posibles. Se merecían la atención. Uno de ellos hasta se irguió en su silla felicitándose silenciosamente por el privilegio que esto significaba. Cassandra se paró frente a Patti y demoró unos segundos en presentarle su carpeta con la cinta doblada varias veces, pero suelta, encima de la carpeta. No se alejó mientras Patti recogió el envoltorio y la cinta de color rosa y cuidadosamente empezó a amarrar una vez más su paquetito. Viendo que Cassandra todavía estaba parada frente a ella, Patti pausó y le dijo con una sonrisa que se extendió de pronto desde su oreja izquierda hasta su oreja derecha, "Gracias, profesora."
Cassandra no pudo pensar en qué decir menos, "De nada." Parpadeó dos veces, se dio media vuelta y regresó a la pizarra frente a la clase.
Hubo tres carpetas más amarradas con una cinta de color de rosa antes de que terminara el año escolar. En cada caso Cassandra no quiso leer el ensayo. En cada caso al devolverle la carpeta esperó una reacción de parte de Patti pero en ningún caso hizo comentario alguno la joven. Parecía contenta de aceptar de la profesora la carpeta con su cintita.
Vino junio y el fin del curso. Cassandra escribió las calificaciones en papel de pergamino con tinta púrpura que se hacía de sangre seca. Pero dejó vacío el lugar para la calificación de Patti. Esa tarde cuando regresó a casa notó que había algo pegado a su puerta. Al acercarse a leer la notita, se fijó en una cinta de color de rosa en el papel arrollado. Era una carta de la Patti de los ojos. Cassandra miró por el porche y a todos lados pensando que iba a ver los ojos de la joven. No había absolutamente nadie.
Cassandra abrió la notita metiendo la cinta rosada descuidadamente en su bolsillo y leyó la letra pequeña y perfecta de la joven:
Profesora Cassandra,
Le quiero agradecer por haber leído mis cuentos originales. Me alegro de que no le haya molestado que mi protagonista, la profesora Rulfina Borgilia Marquesina de Quirogelio de Allende, se parezca tanto a usted. Aprendí muchísimo en su clase.
Sinceramente,
Patti
Cassandra dejó caer el papelito en el porche, se arrodilló frente a su maletita y sacó todos los papeles hasta encontrar el proyecto final de la clase entre los cuales agarró el de Patti. Jaló demasiado fuerte el cabo de la cinta de color de rosa estirando aun más el nudo de modo que no pudo deshacerlo. Metió la cinta en la boca y con los dientes cortó por fin el lazo. Se le cayó la carpeta abriéndose en la caída y dejando caer todos los papeles. Barajó entre los papeles buscando la primera página donde leyó con una voz trémula la primera frase: "Hacía cien años que trabajaba en la escuela norteña, una pequeña universidad perdida en las praderas de un estado tan al norte que a menudo el pueblo pensaba que le pertenecía a otro país cuyas fronteras compartía."
Becky Boling, Estados Unidos © 2002
Bboling@carleton.edu
Becky Boling es profesora de literatura latinoamericana en Carleton College, en Northfield, Minnesota, en los E.U. Casada con un poeta-profesor de inglés, D. E. Green, vive con su hijo y su esposo en un pueblo pequeño. Todas sus demás publicaciones son de tipo académico pero frente a la naturaleza debidamente seria de tales estudios y análisis le parece un descanso ameno la oportunidad de escribir cuentos.
Al enseñar una clase sobre el cuento en América Latina, se decidió a escribir su propio cuento en castellano. Había leído en la clase con los estudiantes los cuentos de Horacio Quiroga, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Gabriel García Márquez e Isabel Allende. Ya que era su intención compartir este cuento con sus estudiantes, se esforzó por evocar de modo respetuoso pero paródico algunos aspectos de estos cuentistas. Siendo profesora, le parecía lo más normal escribir una sátira académica en que una profesora -una Cassandra moderna--se encara con el dilema del aula.
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