Regresar a la portada

Cerraduras

Estamos todos en el fondo de un infierno,
cada instante del cual es un milagro

E.M. CIORAN

* * * * * *

MIRO A TRAVÉS DEL OJO de la cerradura y veo a una mujer madura –alcanzando esa frontera marchita que es la menopausia– sentada en la cama de una habitación en penumbra. Tiene la cara surcada de arrugas, una de esas caras irreductibles, ajadas por el tiempo, que jamás se dignan en integrarse con el paisaje, y acaricia un retrato con ambas manos, casi arañándolo, presa de una impaciencia incontrolable. Los ojos –oscuros, impregnados en una luz confusa– son un pozo de aguas profundas; las sienes hierba cana, zuzón aletargado por el invierno. Ahora que su única hija ha muerto los días transcurren lentos y extraños. Suspira, sin dejar de acariciar el retrato, y se yergue repentinamente, poseída por una fuerza descomunal, agitando la lámpara de araña del techo. Sueña con sus manos pequeñas y su sonrisa irrompible, a todas horas.

Pero el cordón umbilical se ha roto definitivamente.

Se incorpora, sintiéndose vieja e inútil, y recorre la habitación empujada por la ansiedad. Se detiene ante el tocador. Se sienta en una silla de mimbre y se cepilla el cabello lentamente, con la mano izquierda, imitando los gestos elegantes y precisos de su hija. La voz de un hombre –"me voy, no me esperes para cenar"– atraviesa la puerta cerrada. Una voz pausada y nasal, carente de misterio, apática, demasiado lenta para la vida. Sin responderle, concentrada en sus miserias, abre un joyero y levanta el doble fondo de terciopelo: la foto de un joven de gesto orgulloso y rostro simétrico, algo taimado, una carta de amor moteada de lágrimas, un poema de grafía alterada por el dolor ("Te quiero con ese extraño avanzar de las mareas/ silencioso y disciplinado/ víctima de un absurdo plan tan antiguo como el tiempo/ de un dueño invisible/ de una luz que enturbia nuestros abrazos/ Te quiero desde la órbita imposible de un despertar varado en un océano de cansancio/ Te quiero a través de los cuerpos que pupila, corazón y cerebro/ fabrican para nosotros/ Te quiero/ a pesar de todo/ pero no hay poesía en la traición"), una caja de preservativos, un número de teléfono anotado en una grasienta servilleta de cafetería. Revisa estos objetos con la minuciosidad de un arqueólogo y luego los guarda. Vuelve a la cama y, abatida por una mano invisible, por un viento interior, se deja caer. Ahora, fría como una misa televisada, desorientada como una princesa sin un espejo, aferrándose a un pasado que se desmorona, buscando oxígeno en los recuerdos, paladeando un jarabe de hiel (el jugo de la derrota), sin ilusiones, sin camino, puede sentir la aplastante soledad humana, el estómago vacío de Dios. Porque, ¿de qué le sirve a una madre rota el sabor de la primera cereza del verano? ¿Puede importarle algo el deterioro de la capa de ozono? ¿Las consecuencias devastadoras del sida en África?

Se necesita mucho dolor para no sentir nada.

El tic tac del reloj asesina toda esperanza en el cuarto cerrado, sembrado de motas de polvo y mariposas disecadas, atrapado en una atmósfera de levadura.

Arroja el retrato contra la pared, provocando un ruido ensordecedor, desasosegante, como de trenes chocando en la niebla, y sale del cuarto con un único pensamiento:
–No existe cobijo para esta tormenta.

* * * * * *

MIRO A TRAVÉS DEL OJO de la cerradura y veo a una mujer encorvada afeitando a su esposo. El filo de la navaja se desliza por el cuello y el mentón hasta llegar a un labio inferior, húmedo y amoratado, que se descuelga sin vida. La mujer le habla cariñosamente, como a un niño enfadado, mientras tensa la arrugas de la mejilla y secciona una barba cana e hirsuta. No puede evitarlo: una gota de sangre se desliza por un rostro que hacía volver la vista atrás y que ahora se encuentra reducido a una masa de carne inútil. Un cuerpo hermoso y solemne, de ideales acendrados y personalidad cautivadora, al que, por no quedarle, no le queda ni la dignidad del suicida: el cuerpo de un juez atrapado por una enfermedad de nombre impronunciable que nubla la vista y los sentidos, de un germen que asesina la lucidez, toda ilusión. Cuando termina, le masajea la cara de abajo a arriba, con su after shave preferido, y besa su frente herida, a penas rozándola; días atrás, se asustó al no reconocerse en el espejo y se golpeó en la huída con el armario del baño. Le quita el batín de seda japonesa (regalo de su último cumpleaños), desnudándole en un silencio quebradizo y, tumbándole en la cama, boca arriba, le coloca una cuña de metal bajo los genitales. Vierte agua templada y gel sobre un barreño de plástico y una esponja y limpia un cuerpo nervudo jaspeado de pecas y decadencia, dedicando especial atención a los pliegues de las articulaciones y el sexo. Tras secarlo concienzudamente, le cambia el pijama y le pone las zapatillas. Más tarde, deja caer la aguja de diamante sobre un disco gastado y, como cada mañana desde hace seis largos años, la "Danza húngara Nº 3" de Brahms se expande por el cuarto. Alzándolo de las axilas, lo coloca en posición vertical y entrelaza su mano a la suya, abrazando su gruesa cintura al mismo tiempo. El hombre mueve los pies pesadamente, sin prestar atención al ritmo ni al compás, fuera de toda armonía, como si se arrastrase por un lodazal. La mujer guía y dirige toda la operación. Es sólo un brillo, un destello que se diluye en sus ojos zarcos, de un azul abrasado, sin vida, lejos del bien y del mal, pero, por un momento, la luz de aquel viaje a Grecia le devuelve la esperanza: la sombra de un diciembre apasionado eternizándose en su cerebro, la sensación de inmortalidad al salir de puerto, el gentío agitando pañuelos blancos y derramando lágrimas de envidia o tristeza, las gaviotas, la fría brisa de la mañana y sus modales toscos, zafios hasta la exageración para un hombre de leyes, su mano poderosa –una mano de dedos tallados en bronce y uñas devoradas en el tedio de un despacho sin ventanas– acariciando el hueco de la nuca, la pequeña orquesta de jazz comandada por un pianista ciego, el baile, el capitán haciendo los honores con una condesa rusa, la risa y el alcohol, el silencio del camarote alterado por la música de los amantes, noches de cama con sabor masculino y dulzón, el sabor de la vida. No hay nada mejor que la vida. No hay nada tras la cortina de la vida.

Se aparta de él –acaba de orinarse y continúa bailando, ajeno a todo sufrimiento– y desea fuertemente que muera en mitad del sueño.

* * * * * *

MIRO A TRAVÉS DEL OJO de la cerradura y veo a una enana velando el cadáver de su madre. Cuatro candelabros de hierro iluminan tenuemente la sala, una habitación umbría de altos techos poblados por manchas de humedad y jeroglíficos de moho. Una flor seca y un escapulario dorado reposan sobre la mesilla de noche, el único mueble que acompaña a la cama. Un halo de olor acre y desagradable (el aroma del naufragio) envuelve el cuerpo sin vida de la muerta, todavía joven y hermosa, que tiene el cabello recogido en una trenza color mostaza, los labios agrietados por la enfermedad y las manos –manos de uñas largas y afiladas moteadas por restos de esmalte barato– cruzadas sobre el pecho; el semblante, pálido y sin arrugas, es una obra de arte impoluta esculpida en mármol por un loco o un genio.

La enana –sentada sobre la cama, a su lado– le acaricia la mejilla delicadamente, mientras se esfuerza por odiarla: hasta en el final, bajo el yugo inabarcable del invierno perpetuo, parece reprocharle su existencia.

–Aquí está, madre, sin gritarme, sin avergonzarse de mi presencia, hermosa, dulce y tranquila, cuando en vida sólo tuvo para mí desprecio y brutalidad –le increpa furiosa–. ¿Dónde están sus hombres? ¿A dónde se fueron aquellos hombres de sienes plateadas y bucles rubios, aquellos hombres corpulentos y delgados, bebedores y abstemios, empleados de banca y tahúres, engreídos y simpáticos a los que, bajo ningún concepto, podía yo saludar? Capté el mensaje alto y claro, madre: de un vientre tan bello nunca pudo salir nada deforme. Se desprendió de mi cordón umbilical con asco y me ignoró: ignoró al bebé que lloraba de hambre en la cuna, ignoró a la niña que jugaba sola lejos de la vista de la gente, ignoró a la adolescente que se formulaba preguntas en el silencio de la madrugada, que mutaba a mujer en un cerco de amargura. Madre, rompió la más sagrada ley de la naturaleza: repudió a la sangre de su sangre. Me convirtió en el muñeco repugnante donde desahogar sus iras, en la criada eficiente e invisible de su pensión para hombres.

Nada más verla, nada más cruzar el umbral de la puerta de la casa de beneficencia, acompañada por la hermana–portera de voz inexistente y ojos esquivos, se ha llenado de odio: preciosa hasta el final, exuberante en su delgadez, refulgiendo en la penumbra de la habitación como un icono religioso. Un pensamiento trashumante la deja sin fuerzas: al igual que las bombillas aumentan su resplandor y luego se desvanecen, se iluminó antes de morir.

Aunque sabe que ha muerto sola y medio loca, en la más absoluta miseria, lejos de sus vestidos fabulosos, de sus perfumes franceses y de sus joyas, de sus hombres solitarios y sus placeres rápidos en un bazar sexual abierto las veinticuatro horas, bajo un crucifijo de madera arrasado por la carcoma y los rezos, en la habitación de una casa de amparo, consciente en su agonía, retorciéndose entre sábanas usadas y mugre, todavía siente su presencia altiva e irritable, imagina su sonrisa de ultratumba antes del castigo. Y eso la sobrecoge: la semilla del temor no necesita luz para germinar.

–No, basta ya, madre, cuando crucé esa puerta prometí que no volvería a intimidarme. Escapé a un mundo mejor, me exilié de su compañía y del muérdago de sus ojos turbios y, como padre, encontré la felicidad –le recrimina con un tono de voz impregnado en desesperación–. Y, ¿sabe qué le digo, madre? Espero que se pudra en el infierno.

Sin mirar atrás, sintiendo un alivio indescriptible, se aleja con paso firme y sale del cuarto hacia la vida, mientras las velas se consumen en una danza anárquica y derraman riachuelos de cera.

* * * * * *

MIRO A TRAVÉS DEL OJO de la cerradura y veo a una mujer desnuda asiendo un violonchelo como a un amante apocado. Frente a ella, un gran espejo hexagonal le devuelve su imagen, inmóvil, petrificada en un suspiro; una cortina roja, pesada como un muro, aisla la habitación de la luz y el ruido. Tiene los ojos cerrados –ojos de pestañas cobrizas y rizadas, de párpados delicados y venosos– y respira pausadamente. El cabello rasurado al uno le da un aspecto de indefensión. Una hembra de lóbulos cristalinos, pubis laberíntico y piernas largas rematadas por tobillos de porcelana china que desembocan en unos pies pequeños. Una boca grande –de modelo consumida por las drogas, los hombres y la noche– retiene el silencio en un rictus de serenidad. Sus pequeñas manos parecen una prolongación del arco y el violonchelo. Desde su oscuridad, espera el momento adecuado, la décima de segundo mágica que infle las velas de la inspiración. Nada perturba ese rostro cincelado por dioses o demonios, ese rostro de piel pálida y nariz oblonga. De repente, rompe su mutismo y abre los ojos, iluminada por una luz indescifrable, por un néctar de sonidos y colores (licor de almas), y, siguiendo con fervor la partitura fijada en un atril invisible, extrae del instrumento notas que recuerdan aromas silvestres, aromas lejanos, aromas misteriosos: música refrescante para el alma de los que no esperan nada. Utiliza la improvisación como llave que abre la puerta entre dos mundos, como antídoto contra la locura. Se enfrenta a la pieza sin planes ni estratagemas, prisionera de su libertad, combatiendo, con una armonía indestructible, sus miedos, sus inquietudes, buscando el púrpura de la noche eterna, el clímax de su zigurat particular y, cuando parece alcanzarlo, una fuerza desconocida destruye su concentración y le arroja a la realidad. En una sola nota descendente toda la tristeza y el desencanto, toda la vejez y la enfermedad, todo el cansancio y el peso de la Historia, el reflejo de un millón de tardes de hastío en el agua clara, de despertares solitarios, de traiciones inesperadas, los dialectos del tiempo desvelados en una única nota inacabada, el tórrido e imparable camino hacia la muerte.

Se deja caer al suelo entre sollozos, firmemente abrazada a su amante, sintiendo la náusea de la impotencia, víctima, una vez más, de su propia imperfección.

* * * * * *

MIRO A TRAVÉS DEL OJO de la cerradura y veo a una mujer anclada en la moda de otro tiempo, maquillándose ante un espejo de bolsillo. El espejo le dice que nunca fue bonita. Intenta borrar el paso del tiempo con varias capas de maquillaje apelmazado. Pero no es suficiente. Lleva un vestido rojo atardecer que se ciñe a sus caderas y a sus pechos –erguidos y voluptuosos en el pasado, que ahora se descuelgan como fruta podrida, lejos de la efervescencia de la juventud, avergonzados de su antigua lozanía– y parece sonreírle a una copa de vino. Un gran escote en forma de uve muestra las manchas de la vejez y el sol. Brinda a la salud de Gregory Peck, bebe un largo trago y golpea el vaso contra la mesa; los posos del vino se quedan impregnados en el carmín y una saliva oleaginosa se desliza por la comisura de sus labios. Se dispone a ofrecer a la sociedad seis horas de su tiempo libre. El teléfono de la esperanza es un método como cualquier otro para combatir las espinas de la soledad; una forma más de fortificarse contra el fracaso. Medio borracha, con la mirada chispeante y sincera, se levanta y hace café. La cocina –demasiado grande para una sola persona– refulge en una oscuridad tan sólo alterada por la llama del calentador. El silencio, esa ausencia de voces y ruido, parece sobrecogerla. Se sirve un café largo, le agrega un chorrito de anís casero y regresa junto al teléfono. En el cenicero, restos de carmín acunan a cinco cigarrillos consumidos. Termina un crucigrama sin demasiado interés –"sexta letra del alfabeto griego", ZETA–. Camina inquieta con sus zapatos de tacón, rehuyendo su imagen en el espejo, sintiendo un cansancio inexplicable, esperando. Regresa por el camino de la bebida y se sirve varias dosis. Un pensamiento obsceno, sacrílego, atraviesa su cabeza: besar en la boca al hombre que, desde el crucifijo de bronce, preside la habitación, lamer la herida del costado y arrancarle el taparrabos, seducirlo, poseerlo en la plenitud de su calvario.

–¿Esta mentira es la vida? ¿Esta falacia? ¿Por qué nos arrastramos como serpientes por un sendero plagado de aristas cortantes? ¿A dónde se fue mi buena estrella? –se lamenta en voz alta, con la cabeza fijada entre las manos.

Se acerca al teléfono negro y desea con todas sus fuerzas que alguien llame. Alguien con una historia triste y sórdida, no importa que sea hombre o mujer. Alguien que se desaga en llantos y necesite su apoyo, su conversación. Porque ella aconseja, escucha, orienta... es una brújula en un mar de confusión; un mar que, en realidad, también arremete contra ella.

Cuando suena el teléfono contesta acariciando el gatillo de una pistola cargada que, tarde o temprano, tendrá que utilizar.

* * * * * *

MIRO A TRAVÉS DEL OJO de la cerradura y veo a una mujer inclinada sobre una máquina de escribir. El flexo –un círculo de luz ambarina– ilumina volutas de humo y ráfagas de palabras que, como por arte de magia, surgen de la nada, empujadas por unos dedos ágiles y huesudos, sin anillos, esculpidas para una absurda posteridad. Multitud de párrafos masacrados y frases ilegibles violan las cuartillas de papel reciclado, que se amontonan en la parte izquierda de la mesa y en la papelera de rejilla, convertidas en minúsculos satélites.

Escribe: "Le sonríe maquinalmente, sin ganas, y a cambio recibe otro abrazo desconfiado. Ha cedido en sus pretensiones, en su pequeña rebelión. Porque las mujeres le temen al fórceps oxidado que todo hombre lleva dentro".

Escribe: "Los partos, el paso del tiempo y el desamor la convirtieron en una mujer anfibia, una mujer que indistintamente podía vivir en el ostracismo de una tierra baldía de sentimientos o sumergida en un doloroso mar de lágrimas y desdicha".

Escribe: "Hombre y mujer están condenados a no entenderse, a desangrarse en la gélida bañera del amor. El sufrimiento de dos mundos opuestos abre el camino, un camino cuyo final siempre se hace solo y desnudo".

Remarca estas frases con un rotulador rojo y luego las estruja entre sus manos.

Comenzó el relato preguntándose "¿qué hay tras las puertas cerradas?", pero únicamente escribe sobre el esfuerzo: el esfuerzo de una madre por recuperar a su hija fallecida; el esfuerzo de malvivir con un marido víctima del Alzheimer; el esfuerzo por superar el recuerdo de una madre cruel y despiadada; el esfuerzo por vencer la mediocridad; el esfuerzo por escapar de la soledad, el hastío de los que esperan. Escribe sobre los seres que mejor conoce: las mujeres. Y utiliza las cerraduras como nexo entre su imaginación y la realidad. Porque, ¿qué es real y qué no lo es? Alguien dijo:
–"Una vida no existe si no es narrada y fijada en el papel".

Oscar Sipán Sanz, España © 2002

oscarsipan@wanadoo.es

Para enviar un comentario sobre este cuento pulsar [AQUI]

Para ver lo que los lectores han dicho sobre este cuento pulsar [AQUI]

Regresar a la portada