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El Cerro Sordo

—Vine a Valparaíso porque se suicidó mi hijo.

Me miraba con indiferencia casi.

—¿Quiere que le traiga la carta?
—No, una botella de vino. Cualquiera.

Quise corregirme, decir que vine a la hermosa ciudad a visitar la casa del poeta, a participar de la feria del libro, a turistear como un europeo de pantalones grises y piel infantil, a esquivarme de la muerte y de la intemperie. Sólo me salió un gruñido. Insistió:
—¿Cómo?

Una pizca de decoro:
—Vino blanco. Nada más. ¿Tienes hijos?
—No, señor. ¿Desea algo para comer?

Lo volví a considerar. Resbalé en la piedra lisa de los recuerdos.
—Ulises tenía dieciocho años, más o menos tu edad. Este año se presentaría al Ejército. Este año empezaría a ser, como dicen ustedes, adulto. Era dulce. Era como yo en cierto momento de mi juventud, pero luego resultó ser como ahora soy.
—Le dejo la carta –bajó la mirada y el tono–.Tengo diecinueve.

Los días te piden templanza.
—Tráeme un pescado, entonces. Cualquiera. La misma edad de Ulises.
—Mi pareja estaba embarazada, pero se nos ha muerto el niño a los cinco meses de embarazo –susurró.
—Mejor me traes dos botellas, por las dudas.
—El pescado, ¿cómo lo quiere?, ¿a la plancha?

Dicen que en Chile está el mejor salmón.

—No importa. ¿Qué se hace cuando se nos muere un hijo?
—Seguir viviendo, ¿no? Siempre se puede tener otro. ¿A punto?
—Bien cocido. Tengo cincuenta casi. La muerte a esta edad no es ninguna invitación a nada. La muerte es el preciso recordatorio de la muerte.
—¿Desea algo más?
—Volver a los diecisiete, después de vivir por un siglo —dudé si sonaba adentro o afuera—. Ver la ciudad ¿Qué pasó acá? Era decadente y ahora quiere ser moderna. Graffitis por todos lados. Hipsters. Restaurantes veganos. Turistas contentos.
—Progresó, la ciudad progresó.
—Me da asco el progreso. En mi país, el progreso mata demasiada gente todos los días. Prefiero la decadencia.
—¿De dónde es usted?
—Vivo del otro lado de la cordillera. ¿Qué importa?

Me mira como a un hongo en el queso.

—¿Cómo te llamas?

No me contestó. Salió con un paso muy distinto a su mirada perdida.

Cuando volvió, equilibraba indiferente en una mano una bandeja con un pescado que apestaba y en la otra una botella de Sauvignon Blanc. Descorchó la botella y vertió con pericia su líquido en la copa. Creí ver una mosca hundiéndose en el medio del chorro helado.

—Mientras me sigas sirviendo y yéndote y volviendo a cada rato, será imposible sostener contigo una conversación.
—Estoy solo para servir las mesas, señor. ¿Quiere algo más?
—Ni idea de lo que quiero. Los que sirven las mesas tienen que decir sí para todo y a todos, por eso te busqué. ¿Cómo me dijiste que te llamabas?
—No te dije. No se lo dije, señor.
—Dale, tutéame.
—Es que estoy trabajando y no creo que sea conveniente.
—No me hagas caso. Los borrachos somos así. Vete a trabajar.
—Como quiera.

¿Por qué no me pregunta nada? ¿Por qué cada palabra que pronuncio resulta ser una piedra tirada al vacío? ¿Por qué no me contesta?

—Qué haya desistido él, que se haya anticipado, que me haya ofrecido su imagen colgando sobre el vacío, ¿no es suficiente para que uno quiera tirarse desde el alto de uno de estos cerros?
—Lo siento. ¿Quiere que le traiga agua?
–Mi país tiene ahora un presidente que hace elogios a Pinocho, ¿te das cuenta? De un día a otro, todo se va a la mierda, uno está viejo y la muerte nos acecha. Mejor me traes ron añejo. Hay uno que se llama Santiago.
—¿Una dosis?
—Una sobredosis.
—Permita que le pregunte: ¿acá se ha suicidado su hijo?

El trago de ron me hizo recordar Nicaragua, en el silencio en el bar vacío del lunes. Países que no existen.

—No, se mató en nuestra ciudad, en otro lado. Acá sólo buscaba un cerro bien alto. O valor para seguir. Pero dondequiera que uno mire, sólo hay grafittis y jóvenes contentos por haber llegado a la montaña sagrada de los imbéciles.
—Lo siento.
—¿Sabías que los cerros de tu país se construyeron sobre cuerpos de inocentes, de dictaduras ancestrales? ¿Que cada vez que la tierra tiembla nace una docena de dictadores y que los pocos humanos que valen la pena se van antes, porque algo está podrido en Dinamarca? ¿No tienes nada más fuerte que el ron? Hablemos en término de botellas, no de copas ni de vasos.
—Ahora mismo le sirvo algo.

Volvió con media botella, aguardiente, pisco, qué sé yo. Joven como los perros de abril. Moreno y de ojos chicos.

—Déjame la botella. Tienes un aire familiar.

No me contestó. Salió mascullando palabras inaudibles. No todo es la sangre.

—En un rato más cerramos el local, señor. ¿Quiere que le llame un taxi? ¿Está en algún hotel?
—Jesús, ¿eres tú? Siéntate a mi lado, para el trago de la compasión que finalmente nos ha de salvar de la nada.
—No soy Jesús, ni hijo de usted. Tome lo que quiera, pero deje de tratarme así, que eso se vuelve insoportable, le pido.
—¿Cómo?
—Señor, váyase a su hotel. No tengo nada a ofrecerle. No conozco a su hjjo, no lo conozco a usted. No puedo ayudarlo. Lo siento. Eso se vuelve molesto.
—Tráeme la cuenta, por favor. Estaba rico el pescado.
—Cómo no, señor.

Se fue otra vez con su aire ancestral. Me miró otra vez como a un queso exótico. El humo de los neumáticos en llamas desde una protesta en el Puerto me veló los ojos con furia.

Wilson Alves-Bezerra, Brasil © 2023

wilson.alves.bezerra@gmail.com

Wilson Alves-Bezerra nació en São Paulo, en 1977. Es poeta, narrador, traductor y profesor de literatura en Brasil. Escribe sus textos en portugués, español y mezclando idiomas –portuñol, spanglish y desesperanto. Tiene libros de poesía publicados en Brasil, Portugal, Colombia y El Salvador. Fue galardonado con el Premio Jabuti, de la Cámara Brasileña del Libro, en 2016, por su poemario Vertigens (Iluminuras, 2015). Como traductor, Alves-Bezerra publicó, en portugués, obras de Horacio Quiroga, Alfonsina Storni, Luis Gusmán y Sergio Bizzio, entre otros. Es docente del Departamento de Letras de la Universidad Federal de São Carlos, donde imparte clases de grado y posgrado. Actualmente dirige la editorial universitaria EdUFSCar.

El cuento “El Cerro Sordo” se escribió originalmente en castellano, para publicación en la revista La Juguera Magazine, de Valparaíso, Chile, tras una rápida visita del escritor en la ciudad para la presentación de su libro Cuentos de zoofilia, memoria y muerte (LOM, 2018).

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