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El cocinero

No podía con el sentimiento que le producía una sociedad que veía tan injusta y desigual. Hacía un tiempo que compartía la vida con esa gente y sin embargo por momentos no lograba entender la realidad cotidiana. Le costaba menos aceptar sus costumbres religiosas que no compartía, pero que respetaba, que ver una inequidad social tan terrible que no creía que tuviera nada que ver con lo cultural, y que la sublevaba. Pero que además había que testimoniar para poder dimensionar, era inútil escribir cartas y libros que buscaran describirla. Había que verla con lo propios ojos y sentirla, en el aire y en la piel.

En la misma ciudad, la mugre que todo lo invadía, el olor persistente que destilaba, las criaturas descalzas en las puertas de las taperas hechas con paja y telas de colores, las paredes cubiertas de excremento de vaca que luego utilizarían para cocinar, convivían codo a codo con casas fortificadas de altos paredones por igual, algunas más ostentosas, otras sencillas.

Contrahechos y deformes mendigaban tenaces y apremiantes en las calles, y sus maneras a la vez graciosas y dulzonas disentían en todo con su aspecto.

Cuando, extrañado, un visitante preguntaba por qué la mayoría de los suplicantes eran discapacitados, la explicación habitual era que sus padres los deformaban desde chiquitos porque su destino iba a ser mendigar a los ricos y turistas, y de ese modo causarían más impacto.

Ella nunca lo creyó, pensaba que era una excusa que los estigmatizaba para justificar que no había ni el mínimo servicio o atención a los más pobres y porque era repulsivo pensar que fuera la única salida que encontraban para sobrevivir.

Qué perverso argüir que un padre debía recurrir al extremo de arruinar físicamente a un hijo, para provocar la conmiseración ajena.

Algunos, más conspiradores, o realistas a su ver, decían que había organizaciones de mendicidad que traficaban a los chicos para mendigar; trabajo esclavo; los enviaban lejos y si querían huir los dejaban en ese estado donde además de quedar discapacitados, servían de ejemplo a los que llegaban después. Sara nunca pudo corroborar si estas historias eran verdaderas, pero sí era creíble, la trata de personas es un negocio lucrativo en todas partes.

Pensaba en todo esto mientras miraba el circo callejero circundante camino a la fiesta, vendedores ambulantes, motitos por doquier, mendigos, autos, micros que llevaban gente colgando y sentada con animales y bultos, camiones con gente en los estribos o acostada en los techos con la carga, carros tracción a burro, y hasta camelleros con sus bestias compartían la calzada sin ton ni son, mano y contramano, como mejor les pareciese.

En un cruce de calles el chofer había literalmente pasado la rueda del auto sobre los pies de un hombre tratando de frenar para no atropellarlo. Despacio, sí, y el auto era liviano ¿Pero cómo se explicaba tamaña torpeza? Lo que más la fastidió fue que el individuo sólo hizo una mueca, no hubo un ademán de enojo, ni dolor…Esto es lo que la angustiaba más. Esa resignación y el gesto mesurado y servil en el pueblo humilde frente al pudiente o al extranjero.

En ellos se mezclaba sin embargo, a veces, un silencio y una mirada hostil que unidos a esa pasividad contenida, el tan sólo imaginar que estallara helaba la sangre.

Salió de su ensimismamiento en el momento que se abría el portón de la residencia. Los guardias miraron dentro del auto y dieron el visto bueno. Todas estas familias tenían siempre guardas en la puerta, de hecho ellos siempre debían tener un “chofer” lugareño. No les permitían manejar, y hubiera sido una locura, si pensaba tan sólo en lo que vivió en el camino desde de su hotel hasta la casa del festejo.

El banquete había sido servido en el jardín. Todo era soñado, como surgido de un cuento de las Mil y una noches.

Los anfitriones enseguida acudieron a darle la bienvenida y la acercaron a un grupo sentado en el jardín. Luego de los saludos de rigor, inmediatamente la llevaron hasta donde estaba el buffet para que eligiera lo que gustara.

Había seis mesas dispuestas, en las que bandejas profundas y bien llenas con sus respectivos calentadores de cobre, mantenían la comida a la temperatura justa durante toda la fiesta. Un sistema cómodo y llamativo donde se podía elegir lo que quería comer durante toda la velada. Aún así estaban los mozos y los cocineros, unos llevando y trayendo incansables lo que cada quien quería, los otros parados, inalterables y solícitos, por horas frente a los servicios, cuidaban que todo estuviera a punto y con buen sabor.

Era ya la media noche. La música sonaba en el aire, las risas y las conversaciones promediaban una fiesta que a todas luces era un éxito. Algunos ya estaban dentro de la estancia principal, pero muchos permanecían en el parque, los sirvientes llevaban bebidas aquí y allá.

De repente, un tumulto se genera de la nada. Sara, que permanecía en el jardín, escuchó gritos que no eran de chanzas o alegría. Corrió instintiva hacia ellos, pero se vio atropellada por los otros invitados que corrían en sentido contrario. Entre ellos, una tea, un bonzo humano, agitaba errático los brazos, como marioneta, dando alaridos despavoridos que herían la noche. Costaba comprender lo que pasaba. La mayoría huía y lo acusaba de arrojarse sobre ellos. Alguien instintivamente gritó "¡Agua, agua!" Otro le arrojó el líquido de la jarra que sostenía y el contenido de su vaso. Allí recién reaccionó el resto, buscaron mantas, lo atraparon y lo envolvieron tirándolo en el suelo. Horrible, dantesco, inenarrable. Una chispa había saltado con una ráfaga de brisa en el impecable Salwar Kameez blanco del infeliz. Él se agitó para apagarlo pero le tomó el turbante y entonces, las telas livianas e inflamables se prendieron infernales y quedó atrapado sin remedio. Podría haberse ocasionado un desastre general, pero la gente del servicio pudo sofocar el fuego que ya prendía la carpa multicolor que demarcaba el sitio del servicio de comidas.

Lo llevaron de inmediato al nosocomio más cercano.

Fue la conversación de buena parte de la noche. Nadie quiso irse. Atónitos por lo sucedido, costó recobrar la calma. Todos se quedaron para saber cuál era el diagnóstico del pobre cocinero. Lo habían dejado en la guardia del lugar, escoltado por un ayudante, para que lo curaran.

De a poco se fue calmando la angustia, se empezaron a contar distintas anécdotas de otros sitios en los que cada quien había vivido. La mayoría eran agregados militares, diplomáticos, cuadros de distintas multinacionales, grandes empresarios y representantes culturales del lugar.

A medida que pasaba el tiempo y las noticias tardaban, la calma se restablecía. Todo empezó a fluir más alegremente. A ella todo esto la hacía sentir incómoda después de semejante desgracia, pero no quería marcharse sin saber algo del quemado.

Promediando la madrugada, volvió el dueño de casa que había regresado al hospital en busca de noticias. Lo había encontrado en el mismo sitio, tirado en el piso envuelto en sábanas, nada le habían hecho. No habían tenido tiempo de atenderlo, y ni siquiera le habían dado las primeras curaciones...

Hizo un escándalo, logró que vinieran a buscarlo para su atención, pero en realidad no tenían lugar suficiente, ni tampoco los insumos necesarios para algo más que las curaciones de primeros auxilios. Indignado, se volvió a la fiesta.

A las pocas semanas el infortunado cocinero ya no era objeto de conversación en ninguna reunión.

A duras penas Sara logró enterarse que el pobre tenía más del setenta por ciento del cuerpo quemado, y que con la precaria atención recibida, no había habido mucho más para hacerle, cuando le tocó en suerte que lo atendieran al pobre infeliz.

Se supo que murió después, pero ni siquiera muy bien la fecha, dejando una familia numerosa, sin seguros ni coberturas, por supuesto…

Eso sí, todos habían lamentado cuán desafortunado accidente, y qué terrible destino. Gajes del oficio, que le dicen…

Estela Posada, Argentina © 2011

esm_posada@hotmail.com

http://www.poetasdelmundo.com/Poetas/6428/Estela%20Sara%20Mar%C3%ADa%20%20Posada

http://estelaposada.blogspot.com/

Estela Posada nació en La Plata y vivió desde la primera infancia en la veraniega ciudad de Mar del Plata, en la costa provincial de Buenos Aires, Argentina. Diplomada en la Alianza Francesa como Traductora e Intérprete –Catequeta–, ceramista, pero por sobre todas esas cosas, autodenominada poeta.
La pasión por la lectura y la escritura la acompañó desde la infancia, casi compulsivamente. Escribir es para ella una necesidad de proyección hacia los otros, pero con una terquedad reticente a la hora de compartir. El género privilegiado, la poesía, que desde siempre siente como lenguaje natural y comprende todo su universo.
Perfila la escritura como posibilidad abierta y concreta, recién en la vida adulta, luego de haber cerrado otras etapas y a partir de la asistencia a la metodología de taller, al descubrir la urgencia de una palabra que ya dicha quiere volar y transmitirse... Explora entonces el camino de andar con otros a través de la participación en diversas antologías locales.

Lo que la autora nos dijo sobre el cuento:
El cocinero nace como una estampa de viaje a mitad de camino entre realidad y fantasía, a través de las fuertes impresiones recibidas de una cultura que es tan magnífica y atractiva, como lacerante, para el espíritu occidental. Es un intento primerizo de acercamiento a la prosa, de quien hasta aquí sólo escribió a lo sumo prosa poética.

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