Distraído, sacudió un manotazo a la pequeña cucaracha que había comenzado a campar sobre el sucio mantel de papel que tapaba la desportillada mesa del bar, en la que descansaba su raída y deslucida tartera de plástico amarillento, un agostado recipiente que contenía su almuerzo, unas raquíticas tajadas de pescadilla rebozada y un tomate cuarteado. El pan y el vino lo ponía el establecimiento, que algo tenía que ganar y que, aunque no era mucho lo que cobraban, para él, un oficinista de pocos vuelos, suponía un esfuerzo que le obligaba a regresar andando a su casa cuando se acababa la jornada, casi ya de noche, para ahorrarse el autobús.
—¡Coño! —murmuró dejando el tenedor apoyado dentro de la tartera, algo desconfiado de ponerlo en el mantel tras la visita del repugnante insecto, que ahuyentó de un manotazo—. ¿Y si probase? —se preguntó releyendo una y otra vez el anuncio, suspicaz de que fuese una estafa o un timo.
Ahora sí pinchó un trozo de tomate que removió en el fondo del recipiente para impregnarlo en la salsilla. Tras llevárselo a la boca y masticar despacio, volvió a dejar el cubierto y releyó el anuncio, mirando el periódico por la página de atrás; luego en la portada contrastó la fecha y los datos de la editorial. Quería cerciorarse de que era del día y no era una fotocopia o un bromazo de algún payaso. Y es que los había y más en lugares baratos como el bar del Rufino. En una ocasión habían desenroscado la tapa del pimentero y el salero. Jacinto tuvo que aguantarse el enfado para no organizar escándalo y perder la buena reputación de educado que tenía ante el tabernero y no dar de reír a los de la otra mesa vecina que miraban a hurtadillas con gestos de mofa. Con parsimonia hubo de apartar la sal con el tenedor y esa vez tuvo que pedir un vaso de agua al marchar para sacarse del paladar y la boca la salinidad que le había llegado con la carne en tomate de esa ocasión.
La oficina estaba cerca y en aquella hora no estaba el jefe de ventas ni el gerente. Por eso se atrevió en el despacho a llamar con el teléfono de la empresa. El gasto con la compañía telefónica era una partida gruesa todos los meses, con los tres comerciales llamando una y otra vez a sus clientes y el gerente que, cuando ocupaba su lujoso despacho, no cesaba en sus llamadas con conversaciones de casi media hora. Por eso no pensó que hacía daño ni que robaba. Era un asunto privado, sí, pero le llevaría poco tiempo saber en qué le podrían ayudar y cuánto le costaría. Luego, si había suerte y no era un timo, sería millonario.
En el bar quiso copiar el teléfono en su agenda de bolsillo, pero Rufino, que le vio desde el húmedo mostrador, sonriéndole, tomó el periódico y le quitó la página del anuncio doblándola y dándosela.
—Qué, buscando piso, ¿eh? —pero no esperó respuesta y tras darle una palmadita en la espalda, le sonrió, retiró el mantel y se alejó bamboleando su abultada barriga hacia la puerta que daba a la cocina. Jacinto le había dado las gracias y ese día pidió un café, en la barra que era más barato, para agradecer el gesto del dueño. Allí, soplando el oscuro brebaje de la taza, miró nuevamente el anuncio y se percató de que el número de teléfono tenía un dígito de más.
—¡Vaya!, ya decía yo que parecía fácil —murmuró desalentado.
Sin embargo, Jacinto era un hombre habituado a las vicisitudes y reveses de la oscura vida que le había caído en suerte y pensó aún que podría ser una errata del diario. Así y tras doblarlo de nuevo, lo guardó cuidadosamente en el bolsillo de la chaqueta. Ahora en el despacho, con la página abierta ante él, empezó a llamar probando las distintas posibilidades que se le ocurrían, apuntándolas en un papel para llevar cuenta y no repetirse. Si había algo que tenía Jacinto como virtud, era ser un hombre ordenado y constante.
Supuso que el ocho del principio del número estaba repetido por error y marcó suprimiendo uno de ellos. Luego quitó el último dígito. A continuación, el penúltimo, que era un seis y también podría estar repetido, pero, entre todas las ocasiones, sólo consiguió hablar con una mujer que le dijo que se había equivocado.
—¡No puede ser! —se enfadó consigo mismo, atento al reloj para evitar ser pillado por los compañeros o los jefes con el teléfono descolgado—. Qué mala suerte... pero ¿cómo se pueden confundir...? Revisarán los números, me imagino, ¡qué torpes son!
La tarde transcurrió lenta y pesada, intensa de trabajo contable, tediosa. Las notas de gastos y viajes, transporte y dietas de los comerciales se habían amontonado en su escritorio y el final de mes estaba cerca. Con ello tecleaba una tras otra en el anticuado ordenador asentando las cantidades, el concepto, el nombre del compañero y la data en el diario contable. No quería pensar las monsergas que le dirían si no tenían los gastos abonados en sus nóminas el día de cobro.
Las ganas de llegar a su casa le hicieron casi correr por las calles donde había menos gente, hasta llegar a su portal. Miró el buzón y sacó la propaganda, no había nada más y juró entre dientes por la publicidad que encontraba cada tarde. Las escaleras se le hicieron eternas hasta su piso, ansioso como iba para volver a llamar al anuncio. Había pensado hacerlo desde su teléfono móvil, aunque le supusiese un gasto extra. Su economía andaba muy justita, más bien maltrecha, y evitaba el uso del antiguo aparato haciendo sus escasas llamadas desde la oficina.
Metódico, intentando dominar su ansiedad, cambió su ropa de calle por el pijama, despejó la mesa del comedor y colocó ante sí la agenda, el ajado móvil y un par de folios para anotar las llamadas. Se sentó y aún estudió de nuevo el anuncio, releyendo una y otra vez, sobre todo aquella línea que decía: “Llámenos, no lo deje”. Si hasta parecía una broma, tanta insistencia para luego caer en un error tan tonto como poner un dígito de más en el número.
Con reticencia, de forma automática, sus dedos fueron marcando uno por uno todos los dígitos, sin saltarse ninguno, sin ser capaz de imaginarse el resultado que obtendría con una llamada de diez dígitos... ¿quizá la compañía le diese un mensaje de que el número no existía? ¿Puede que, incluso, saliese un número del extranjero?
...seis, seis, cuatro... fue musitando mientras marcaba. Enseguida acercó el aparato a la oreja y esperó el mensaje que imaginaba, o quizá un pitido, o puede que el silencio.
—Ha conectado con Praeterea... —escuchó sorprendido, pensando cómo era posible que hubiera números telefónicos de diez dígitos. Pero un sentimiento de alegría le inundó creyendo que en breve estaría solucionando su problema y recuperada su presunta herencia.
Entretanto, fue escuchando con paciencia el automatismo de la empresa anunciándole sus servicios y sus buenas disposiciones, publicidad que soportó con paciencia diciéndose que merecía la pena gastar unos segundos y unos euros para cobrar unos millones...
—...por motivos de seguridad y por su propia protección —escuchó sonriendo— le comunicamos que la conversación puede ser grabada. Si admite que sea grabada pulse uno, en otro caso pulse dos... —y una musiquilla nació de la línea telefónica esperando su respuesta.
—¡Ah, coño! —se recriminó al darse cuenta de que debería pulsar alguno de los dígitos anunciados.
Su dedo pulsó el uno, tras apartar levemente el aparato de su cara con el temor de que se perdiese la comunicación.
—Ha seleccionado el uno —escuchó tranquilizado.
Y tras una ínfima pausa:
—Si ya es usted cliente pulse uno... en otro caso pulse dos... —nació la musiquilla de nuevo. Y ahora, Jacinto se apresuró a pulsar el dos, imaginándose que le harían una ficha con sus datos.
—Por favor... teclee los dígitos de su DNI o dígalos uno a uno sin la letra. Después pulse almohadilla tras acabar...
El silencio ahora hizo saber a Jacinto que el otro lado de la línea telefónica esperaba su respuesta y se apresuró a pulsar los dígitos en el teclado, despacio y tratando de no equivocarse. Seguidamente pulsó la tecla “almohadilla” mientras pensaba jocoso los nombres tan extraños que le daban a las cosas de la telefonía.
—Si desea realizar una reclamación pulse uno... si desea efectuar una queja pulse dos... si desea comunicarse con alguien pulse tres... para efectuar un traslado pulse cuatro... si desea registrar una situación pulse cinco... si desea conectar con un operador espere para ser atendido.
Ahora sonó de nuevo la música y Jacinto, incapaz de catalogar su necesidad y acoplarla en alguna de las partidas enunciadas, prefirió hablar con alguna persona para que le aclarase aquel punto.
—Nuestros operadores están ocupados, por favor espere para ser atendido...
Jacinto soportó estoico la música que ya se le venía haciendo cargante por lo monótona. Tratando de no ponerse nervioso y mantener la voz calmada para efectuar sus preguntas al previsto operador, movió suavemente el pequeño adorno de cerámica barata que había sobre la mesa del comedor.
—Le rogamos nos disculpe —manó de nuevo la voz desde el aparato, haciéndole sobresaltarse mientras miraba de reojo el reloj asumiendo que ya llevaba nueve minutos—. Nuestros operadores están ocupados y estimamos una espera superior a quince minutos. Si lo prefiere, puede esperar o llamar a partir de las doce en que nuestras líneas estarán más descargadas...
—¡Cagón la puta...! —salió el exabrupto desde la boca seca de Jacinto, pensando en la factura que le llegaría aquel mes si aguantaba otros quince minutos. Luego cerró el móvil con aspereza, desconectando la línea, y lo arrojó contra el sillón con rabia.
El móvil rebotó en la dureza elástica del mueble y fue a rodar debajo del aparador, consiguiendo que el personaje se pusiese rojo de ira y obligándolo a doblarse de rodillas para rescatar el pequeño bulto. Luego, arrepentido de su ataque de ira, lo repasó por todos lados esperando que no se hubiese roto.
Anduvo entonces por el piso doblando prendas de ropa y comiéndose una manzana, incapaz de hacerse una cena, mirando continuamente el reloj en busca de la medianoche.
Sobresaltado. despertó de su somnolencia recostado en el sillón, mirando la pantalla del televisor, que transmitía algún programa de debate entre personajes de la Jet Set. El móvil yacía a su lado y de inmediato se incorporó y fue a sentarse frente a la mesa, con sus anotaciones esperándole, mientras pulsaba la tecla de repetición del último número marcado y las agujas del reloj marcaban las doce y diez de la noche.
—Ha conectado con Praeterea... —escuchó de nuevo el anuncio apareciendo desde el auricular.
Luego, sabedor del ritmo, escuchó paciente el inevitable soliloquio de la empresa anunciándole sus servicios y su publicidad, ahora impaciente porque acabase y llegara el momento de las preguntas del sistema.
—... por motivos de seguridad y por su propia protección —escuchó otra vez algo más tenso que la primera— le comunicamos que la conversación puede ser grabada. Si admite que sea grabada pulse uno, en otro caso pulse dos... —y la musiquilla nació de la línea telefónica esperando como antes su respuesta.
Ahora con rapidez, su dedo pulsó el uno.
—Ha seleccionado el uno —repuso el móvil.
—Si ya es usted cliente pulse uno... en otro caso pulse dos... —subrayó la musiquilla. Jacinto, sin esperar pulsó el dos.
— Por favor... teclee los dígitos de su DNI o dígalos uno a uno sin la letra. Después pulse almohadilla tras acabar...
Y Jacinto, con un leve estremecimiento por el frío que ahora se había adueñado de la salita del menguado piso, pulsó con premura los dígitos en el teclado, intentando no equivocarse. Después fue la “almohadilla” la que terminó apretada por su dedo índice.
—Si desea realizar una reclamación pulse uno... si desea efectuar una queja pulse dos... si desea comunicarse con alguien pulse tres... para efectuar un traslado pulse cuatro... si desea registrar una situación pulse cinco... si desea conectar con un operador espere para ser atendido.
Otra vez nació la música que Jacinto escuchó armado de paciencia, pidiendo a su suerte que esta vez los operadores estuviesen libres.
Ahora sonaron unos leves crujidos apareciendo del aparato y una voz clara de hombre le hizo dar un respingo de alegría, bloqueando su capacidad de pensar por lo inesperado.
—¡Buenas noches! Le habla Tadeo López... ¿en qué puedo ayudarle?
Pero Jacinto era incapaz de recordar lo que tenía que decir y su voz se estranguló en su garganta.
—¡Buenas noches! ¿Me está escuchando?
—¡Oh, sí... sí; perdone! ¡Buenas noches! Verá, quería hacerle una consulta porque no sé en que opción se puede incluir mi problema... —pudo articular al fin, intentando que su voz sonase lo más simpática y melosa posible.
—De acuerdo, caballero... ¿me puede dar antes su DNI, por favor...?
Jacinto estuvo a punto de perder la serenidad... ¡qué coñazo!, ¿pero no se lo he dado ya antes?, pensó.
—Sí, sí; ¡es el cinco, cero... —fue cantando los números lentamente de aquel número que todos tenían desde la edad más temprana. Un número que te identificaba para toda la vida y que, si deseabas tener una cuenta bancaria, o cobrar una nómina, o tener servicios de agua, luz, teléfono y pagar un alquiler de una vivienda y... no podías evitar tenerlo.
—Bien, caballero. ¿Es la primera vez que contacta con Praeterea?
—Sí; no soy cliente aún... por eso yo...
—No se preocupe, caballero, dígame ahora su nombre y sus dos apellidos para abrirle una ficha...
Con lo que Jacinto, resignado y olvidándose de la factura de teléfono que le vendría aquel mes, consciente de que el trámite era inevitable y que el tiempo gastado le obligaba a seguir adelante, fue respondiendo una por una a todas las preguntas del operador, tratando de contener la creciente enajenación que le tensaba las cuerdas bucales y le secaba la garganta. Sus ojos, ahora, colocados en la esfera del reloj que sonaba sobre el aparador, fijándose con un sudor frío en la aguja grande que ya estaba cerca del número diez. ¡La una menos diez!... sufrió pensando en que a las seis de la mañana debería saltar de la cama... sin saber aún a qué hora acabaría la consulta y mirando las cosas que tenía por el medio y que habría de recoger.
—Bien, caballero, ¿puede decirme ahora cuál ha sido el motivo de su llamada? —escuchó Jacinto con alegría, pensando que ya estaba a punto de conseguir su objetivo.
—Pues es que yo tengo una tía que ha fallecido hace ya poco más de un año y me ha dejado heredero de un inmueble y una herencia importante...
—Sí, continúe que le estoy escuchando —repuso la voz de Tadeo—. ¿Cómo se llamaba su pariente?
—¿Mi tía?
—Por supuesto... —afirmó el operador.
—Se llamaba Jacinta... —y enunció detrás los apellidos de la finada, sintiendo cierto orgullo al recordar que él se llamaba Jacinto porque ella así lo pidió a sus padres.
—Y pretende comunicarse con Jacinta, ¿es así?
—¿Cómo?
—¡Que pretende comunicarse con Jacinta! —insistió Tadeo.
—No, no... pero si ella es la fallecida... —aclaró creyendo que su interlocutor no le había entendido y que tendría que comenzar de nuevo a narrarle la historia.
—¡Claro, claro! Eso ya lo he entendido, pero lo que no acabo de comprender es por qué desea nuestra colaboración...
—Pues, desde luego no le voy a enviar ninguna comunicación... ¿ya me dirá cómo... si ella está —dudó, pero olvidó su prejuicio para no crear más confusión en Tadeo—, está muerta, claro!
—Por supuesto... nosotros nos ocupamos de cosas así, entre otras muchas... —salió la respuesta llena de un tono indignado, como si Jacinto hubiese dudado de sus capacidades laborales.
—Mire, Tadeo... no entiendo muy bien eso, pero lo que yo necesito es que me ayuden a conseguir que la herencia de Jacinta llegue hasta mí... porque no se puede imaginar lo complicado que me está siendo conseguir que los abogados, los notarios, los gestores y los bancos...
— No, no; ¡no, Jacinto! —volvió a intervenir el operador—. Nosotros no nos ocupamos de esas cosas. Usted sólo tiene una alternativa para utilizar nuestros servicios, que es enviar un mensaje y comunicarse con ella. Todas las demás cosas no se las podemos hacer porque no forman parte de nuestro sector de mercado, ¿comprende?
—Pues no, no entiendo nada...
—¡Vamos Jacinto, le noto algo cansado... es que, usted, está vivo, ¿entiende, ahora? —nació la explicación algo subrayada de aspereza.
—¿Qué quiere decir?
—Praeterea es una gestora entre la población que ya ha terminado su estancia en el planeta de los vivos... y los propios vivos... —escuchó Jacinto empezando a considerar que aquello era un bromazo de algún cretino y que le iba a costar un ojo de la cara—. Nosotros hacemos multitud de gestiones entre los que ya gozan de la vida eterna y algunas pequeñas cosas con los que todavía viven... como enviar mensajes, consolarles... y cosas de carácter consultivo, anímico y afectivo. Pero, desde luego, no hacemos gestiones ni trámites de cosas terrenales... así que no podemos hacer nada por usted, Jacinto. Si desea que le demos un recado a su tía... —hubo una leve pausa— eso sí lo podemos hacer y es gratuito... ¿Desea que le digamos algo a la tía de usted?
—¡Pues mire —dejó contar hasta diez para calmar su enfado—, déle recuerdos de parte de su sobrino el arruinado! Ah, y váyanse a la mierda... —añadió colgando el teléfono aún más enfadado, dejándose caer en el sillón consciente de la hora y cuarto que llevaba de gasto con la compañía telefónica.
Todavía un sentimiento de impotencia se apoderó de él y, lleno de autocompasión, dejó que las lágrimas rodasen por su cara.
Se despertó aterido cerca de la hora de levantarse. El sillón le había acogido toda la noche, pero sin nada con lo que taparse, excepto un mugriento cojín, y la salita estaba heladora y Jacinto casi tiritaba.
—Será posible —dijo carraspeando al recordar la escena del teléfono—. ¡Qué gamberros y qué sinvergüenzas hay por esos mundos! Ya verás el facturón que me van a cargar en la cuenta corriente —volvió a recriminar mientras se incorporaba para ir al dormitorio.
Ya a punto de marcharse a la oficina miró el teléfono abandonado en el suelo junto a la pata del sillón. Curioso, lo tomó en sus manos y viendo que aún le faltaban unos minutos para la hora de salir, pulsó la tecla de repetición lleno de rabia y con ganas de decirles a aquellos juerguistas lo que pensaba de ellos.
—Servicio gratuito telefónico. El número marcado no existe... —escuchó atónito.
Con un gesto de estupidez retratado en la cara, miró el móvil, que ahora emitía un tono de comunicando:
—Ti... ti...ti...ti...
Pero Jacinto, estupefacto, insistió con la tecla de repetición y arrimó de nuevo el auricular a la oreja.
—Servicio gratuito telefónico. El número marcado no existe... ti... ti...ti...ti...
¡Que cabritos!, se dijo mentalmente. O sea, que la bromita es de la compañía de teléfonos... ¡cabronazos! Seguro que ha sido para cobrarme todo el tiempo que estuve anoche liado con la mierda de su guasa, siguió retorciendo los recuerdos mientras subía al autobús con destino a su trabajo.
—Miraré después por el ordenador el cargo que me han hecho estos cerdos —susurró ante la mirada algo curiosa de la mujer que viajaba frente a él.
El camino hasta el concesionario se le hizo corto a pesar de la lluvia fina y fría que se desplomaba desde el cielo gris. Su pensamiento sujeto en la idea de consultar en el ordenador su cuenta de teléfono.
—¡Qué raro! —musitó más tarde escrutando sus cargos telefónicos sin encontrar el importe de ninguna llamada en la noche anterior...
Manolo Madrid, España © 2021
manolomadrid@gmx.com
Manolo Madrid, seudónimo literario (es marca registrada), nació en Madrid el año 1944. Reside desde 1989 en Zamora. Realizó los estudios de Maestría Industrial del Automóvil, Ingeniería Técnica Industrial e Informática Superior en Madrid. Actualmente es pensionista y dedica su tiempo exclusivamente a escribir, recitar y participar en eventos culturales.
En 1987 escribe el primer cuento, “El Reloj”, obteniendo el accésit del VII Certamen Comarcal de Arganda del Rey. Seguidamente escribió “El Umbral”, con el que obtuvo un nuevo accésit. Posteriormente, con “Larga Noche”, quedó seleccionado en los Cuentos de la Granja en Segovia.
Manolo Madrid empezó a escribir con dedicación formal en el año 2002.
Ha sido colaborador de la revista mensual de la “Asociación Cultural La Senda” durante tres años. En Valladolid colabora desde su creación en la revista Atticus, en papel y en el formato digital desde su creación.
En el año 2005 fue jurado del “Certamen de Relatos Cortos Café Compás de Valladolid”.
Ha sido integrante del Grupo Poético Almena de Zamora. Ha sido miembro de la Asociación de Escritores de Madrid desde su creación hasta el año 2018. Es miembro del Ateneo de Valladolid.
En noviembre de 2011, la Casa de José Zorrilla de Valladolid, dependiente de la Concejalía de Cultura de Valladolid, le ha bautizado poeta en razón a la calidad y cantidad de su obra poética.
Es colaborador constante de los medios sociales y en “Facebook” publica, desde el año 2007, un poema diario con varios dibujos y fotografías propios.
Es un reconocido rapsoda de su propia obra e imparte más de 15 recitales cada año en Portugal y España.
Ha publicado numerosas obras en prosa, incluyendo novelas, ensayos, relatos y cuentos cortos: Despertar para un Sueño,
Oda a Beatriz,
Yo, también me los toco,
Mulumby,
Viajar con lo puesto,
Cartas para mi prima Andrea,,
Epístolas desde el tedio,
Leyenda de las sombras alargadas en los campos castellanos,
El privilegio de la víctima,
Los conciertos de San Juan,
La Seducción tribal,
Los Invitados,
Fantasías de Halloween,
Metáforas del más acá,
Terrazas de verano,
Auspicios y vaticinios,
Agua de mi alberca,
Tres cuentos,
De las noches y los días y La maleta de Dios.
También ha escrito numerosas colecciones de poesía: Hablemos del viaje, Recopilatorio 2002 -2010 (inédito), Alegorías plásticas (inédito), Insondables cielos y Poemas para un destierro.
Otra faceta de Manolo Madrid son las conferencias de Cosmología que ha impartido, (tres en la Casa de José Zorrilla de Valladolid) y otras tantas sobre la “Autoedición, consejos para escritores noveles”.
Manolo Madrid concurre con gran frecuencia a las Ferias del Libro de importantes municipios de León, Valladolid, Madrid y Badajoz.
Son de propiedad los dominios: manolomadrid.com, manolomadrid.es, manolomadrid.eu. Manolo Madrid es marca registrada.
Un conjunto de más de 100 vídeos de sus actos literarios y de otros poetas reconocidos se encuentran en Youtube en la página: “escritormanolomadrid”.
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