Quién hubiera dicho que de una alacena saldrían a la luz cuerpos encartonados en lugar de carnes embutidas y panaceas de espuma presas bajo vidrio. Tal vez, y esto sería una de las causas, los desterrados se empotran por despecho en este cerebro electrónico y dictaminan el curso de las historias, el ritmo de vida y los hábitos de los personajes. Sin embargo –y creo que son conscientes de esto–, como aquí la desterrada soy yo, conmigo no se meten. Me permiten transportarme en el tiempo y en el espacio hasta llegar a ese allá que está lejos, al otro lado del océano y en el culo del mundo. En un país que un español una vez bautizó, no con en un lugar de la Mancha, sino con un en el coño sur. No creo que la ciencia alcance lo que tanto me fascinaba cuando joven: viajar a la velocidad de y dentro de un rayo de luz, como el famoso Mr. Spock de ojos achinados y orejas de lobo. No, no lo creo, y tampoco lo espero, es algo que no necesito. Estoy aquí escribiendo y pensando en mi allá pero, y esto es algo muy extraño, cuando estoy allá ese viaje es a la inversa. De aquí partieron para allá los míos. Y nunca regresaron a su aquí. Eran desterrados allá donde yo nací.
Cuatro paredes que se esfuman cuando uno deja volar la imaginación en alas del recuerdo. Cuatro paredes que encierran el universo entero, un Aleph que sobrevivió los bombardeos, ésos que nunca me tocó vivir porque aún no era parte de este mundo. Y me pregunto si en este aquí una niña judía se encerraba a jugar con sus muñecas, tal como lo hago yo con mis personas de papel. Y la escucho hablar con ellas, en voz baja. Y un repicar de botas atraviesa el ancho y largo pasillo que divide esta casa en dos y ella pregunta: Vere ist dorten? Y al no oír respuesta, acuesta su muñeca sobre un saco de harina, mientras dice: Vart a minut!, no vaya a ser que se la despierten, y la oigo una vez más: Kumt arein! Y empujan la puerta de la despensa y ella los mira, primero sus botas, luego a la cara y siente el tirón y oye el llanto quedo de su madre y lee un terror que no conoce en los ojos de su padre, y quiere alcanzar la muñeca y no puede, y la puerta queda abierta cuando salen todos a empujones.
Mi madre también se encerraba en la salita del primer piso, allá donde vivían sus abuelos paternos. Literalmente, se podía comer en el suelo, me decía. Su abuela era pequeña y ella casi no tenía que romperse la nuca mirando hacia arriba –como con su madre–, la abuela se agachaba un poquito y quedaba a su altura. Le ponía platitos con especialidades deliciosas sobre una mesita pequeñita que siempre tenía preparada para ella, y la sentaba en una silla bajita, tan bajita que sus pies podían tocar el suelo. Abajo no había una silla así. Arriba, en esa salita, ella –siempre acompañada por su muñeca de trapo– se sentía más que a gusto, y trataba de ignorar el vozarrón estruendoso de su madre que la llamaba cada vez que se daba cuenta de que su hija estaba arriba con la vieja. "¡Bajá, María, bajá! ¿Qué estás haciendo allá? ¡Vení para aquí. Aber, sofort, sage ich! " Y la vieja ponía el dedo índice sobre sus labios en señal de "¡Rri qetë, María, rri qetë! " Y sus palabras eran casi inaudibles. No estoy segura cómo se escribe ese "ri quiet", sólo sé que así se pronuncia y, aunque mamá nunca aprendió a hablar el albanés, porque la vieja murió antes de que ella pudiera aprenderlo, es una palabra que se le quedó grabada para siempre: silencio, María, silencio. Y yo la escucho decir esa palabra –a mí también se me quedó grabada– y, ahora que mamá está para siempre con la vieja, desde el parlante de la tele me llega el sonido del vozarrón que está torturando a tantos allá donde nacieron los de su estirpe, lejos de su terruño. Y no quiero guardar silencio, no quiero.
Esa voz, que los bombardeos no pueden hacer callar, la voz de un loco que los odia, se mete en mis cuatro paredes. Ellos también están siendo desterrados. Y una niña que no es judía y que no puede llevarse sus muñecas, porque los soldados ni para eso le dan tiempo, camina sin saber hacia dónde, y no sabe que cierto día va a pensar en un aquí desde algún allá que nunca será su aquí.
Dos opresores paranoicos en el mismo continente y en el mismo siglo: un mundo que no sabe aceptar las diferencias, no sabe compartir, no sabe convivir. Y la historia se repite porque los que no son diferentes son indiferentes. Hoy, sentados en cómodos sillones, vasos llenos sobre las mesitas y platos humeantes los acompañan en su deleite, mientras las imágenes movedizas sobre el vidrio del aparato les pintan la desesperación de un pueblo perseguido. Tal como los otros, los de hace muchos años –que no son tantos– escuchaban los vozarrones por la emisora radial, y no hacían nada.
Y la niña camina sobre escombros, tiene hambre, tiene frío, pero sus ojos, casi cerrados de cansancio, miran hacia el suelo buscando entre los despojos esa muñeca rota y sucia que ha de acompañarla para el resto de su vida, y los ojos de la niña judía miran hacia arriba esperando que de la ducha caiga el agua que le lave la cara sucia y el pelo hecho jirones.
¿Cómo sería un jardín que sólo tuviese flores del mismo color, de idéntico aroma y corolas iguales? ¿Cómo sería ese jardín? ¿Cuál sería el placer de comer, si sólo creciese en la huerta una única hortaliza? ¿Cómo sería ese placer? ¿Qué haría la noche sin el fresco plateado de la luna, si ésta no pudiera reinar cuando se apaga el ardor del sol? ¿Qué haría la noche? ¿Cómo sería el mar, si su espuma no encontrara playas para besar? ¿Qué cadencia llenaría el silencio con el sonido de una única nota? ¿Qué nota lo llenaría?
¡Rri qetë, María, rri qetë! Qué daría yo por saber una palabra más, sólo una: ¡Gritá, María, gritá! Que el mundo indiferente te oiga y sepa que estás aquí conmigo, que soy diferente, que hablo otro idioma y tengo otra sangre que ahora pulsa en vos y pulsará en los tuyos.
Por eso grito encerrada en estas cuatro paredes, grito en silencio y desde el papel, sin vozarrón, sin bombardeos, mas con la esperanza de que estas palabras vuelen a la velocidad de la luz, de aquí para allá, de allá hasta aquí. Y que no sean palabras al viento sino dardos en el blanco: tibieza en el corazón, claridad en la mente.
Las bombas destruyen y la palabra edifica. Y el hombre difiere del animal por el habla... ¡Qué ironía la de la diferencia!
¡Gritá, María, gritá!
Malena Barreiro–Armstrong, Argentina, Alemania, EE.UU. © 2007
malena.armstrong@web.de
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