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La culpa

Conocí a Dolores en la preparatoria, era una niña rubia y no fea, de ojos color miel, en una cara oval, tez blanca, pelo castaño claro y un metro sesenta mas o menos; sin llegar a ser una guapura me atraía; características personales: su estridencia al reír. Ella era agradable, me gustaba eso, y durante una fiesta en casa de Damián, un amigo común, nos hicimos novios. La cosa caminó por dos años, casi lo que duró la prepa, pero un buen día ella me dijo que había conocido al amor de su vida y que era mejor que termináramos como amigos. A mí me dolió mucho el orgullo por la pérdida de mi novia, mi autoestima se vino abajo. Nos separamos sin rencores; en fin, yo qué podía hacer. Su nuevo novio era un estudiante de grado más avanzado que nosotros que estudiaba medicina, Dolores al salir de la preparatoria se matriculó también en medicina, siguiendo al amor de su vida, y yo en ingeniería industrial; nos separamos también de escuelas y desde entonces no la volví a ver. Pasaron muchos años, quizá 10 o más, porque ya estando yo graduado y casado me la volví a encontrar, en una tienda Sanborns; su voz era inconfundible, me abordó así: "¿René?, ¿no puedo creerlo, eres René?". "Claro que soy René, así me llamo y me he llamado siempre", pensé para mí y observé aquella cara ovalada de ojos color miel, sí, era Dolores mi novia de la prepa, mejor dicho mi ex novia de la época de estudiante. Ella lucía atractiva, un poco más robusta, pero no gorda; desenvuelta y segura de sí misma. Me cautivó de nuevo, al poco rato de charlar de pié en el área de librería la invité a que nos fuéramos al bar y tomáramos un trago, por los buenos y viejos tiempos. Aceptó, ella se había graduado de química y no en medicina, se había casado dos veces ya, y tenía dos hijos de su primer matrimonio, con Abraham, el amor de su vida, sí, aquel fulano por el que me dejo. Me relató que pronto se embarazó de su primer hijo, se explicaba con desparpajo; aún así no dejó la carrera y al año ya tenía otro hijo, otra, esta fue niña. Y yo no supe que responder, a mis 35 años no tenía tanta vida e historias que contar, sólo que estaba casado desde hacía s'olo tres años con Julia y que estábamos, mi esposa y yo, buscando tener un hijo, uno chiquito, no como los de ella que ya serían dos adolescentes para entonces, además agregué que me iba bien como ingeniero industrial. Pero algo traía entre en mente Dolores; muy poco tiempo después de aquel fortuito encuentro y luego de otras tantas entrevistas y tragos de por medio nos hicimos amantes, pero no duró mucho nuestra relación, mi esposa, por cierto ya con tres meses de embarazo, se dio cuenta y hasta ahí llegó todo. Recuerdo con viva nitidez el día en que le dije a Dolores que ya no era posible el seguir viéndonos, se molestó mucho conmigo, no esperó a que le explicara más, se levantó de su asiento y salió violentamente del restorán donde estabamos, yo no había llevado coche, cuando nos veíamos dejábamos uno de los dos y nos movíamos sólo en uno. Ese día de nuestra ruptura Dolores se llevó en su auto para siempre mi portafolios, un suéter de lana que me había regalada mi esposa y una gorra española muy bonita que ella (Dolores), me había regalado, ah y una pipa, también regalo de Lola. Hasta ahí quedó todo, salí caminando del restorán no se si triste o liberado, no tomé taxi, ni autobús ni metro, hice el camino a pié hasta donde había dejado mi auto, en la calle de atrás de donde Lola trabajaba, el Hospital Monterrey, en la Colonia Roma, pero algo lejos del restorán donde me había dejado. Salí esa tarde de agosto del restorán de la colonia Condesa a recuperar mi auto, mi familia, mi esposa y mi futuro con ellos. Esa tarde húmeda y sin luz de sol se cerró un importante capitulo en mi vida y se abría otro, uno que costó trabajo retomar, más aún rehacer: recuperar la confianza de mi esposa Julia no fue fácil, se que aún no me perdona la aventura, pero ya no he vuelto a las andadas, no hay Lolas por todas partes. De aquello han pasado ya cuatro años mas o menos, porque mi hijo ahora tiene cuatro años.

Hace unos días, al revisar mi correo electrónico, que siempre lo hago mínimo cada tercer día, encuentro un mensaje de un tal Licenciado Ruiz, el mensaje dice así:

Estimado Señor René Arzubide:
Le informo que la última voluntad de la señora Dolores Fuentes Díaz, fue que usted fuera la albacea de sus bienes y el tutor moral de sus dos hijos: Abraham y Dolores. Le espero este martes a las 17:30 en mi oficina, cita en Guadiana # 32, tercer piso: Despacho: 301, para enterarle bien de este asunto y arreglar los papeles pertinentes.
Por favor no falte.
Atentamente.
Lic. F. Ruiz González.

El mensaje me ha dejado desconcertado. ¿Yo, albacea de Lola y además el tutor moral de sus hijos? Esos muchachos deben tener padre y ser mayores de edad, ¿no?, si mi mujer se entera me va a matar, va a pensar que los hijos de Lola Fuentes son mis hijos, y además de echarme esto en cara, Julia me va a reprochar el haber sido un desgraciado por haberlos abandonado todos estos años. Pero juro por Dios que no son mis hijos, son de Lola y su primer marido, bueno al menos así ella me lo confesó. La otra cosa que me desconcertó, no mejor dicho, que me consternó, fue la muerte de Lola, ¿cómo, o porqué habría ocurrido?, ella era una mujer joven y sana, ¿un accidente?, solo por curiosidad fui a la cita, no le dije nada a Julia o habría bronca.

El despacho de F. Ruiz González era modesto y sin ostentaciones, él, un señor ya mayor muy profesional y correcto, me leyó el testamento de Lola y me consultó sobre mis obligaciones, lo de la tutoría era una mera formalidad, los muchachos ya eran mayores de edad, eso ya lo intuía, más Lola había contratado varios seguros de vida y de ahí la necesidad de un albacea, la cantidad a administrar era considerable y yo aparecía en ellos. Sin más rodeos, yo ya no me aguanté y le pregunté a F. Ruiz González. ¿De qué había muerto Lola? El Licenciado se recargó en su sillón se abrazó su vientre redondo de viejo y mirándome a los ojos me respondió: "Murió de sida, usted sabe, hay que guardar discreción y la fami... ". El corazón me dio un vuelco, yo había estado con Lola en la cama. ¿ Lola con sida, o es decir lo tuvo, o..? Sin decir nada más y como Lola lo había hecho en el restorán de la Condesa aquella vez que terminamos nuestra aventura, salí de ahí con una gran opresión en el pecho, sudando frío y con ganas de gritar, ¿de gritar qué..?, no sé, mierda, carajo, no sé. Me metí a la primer cantina que encontré y fue hasta el tercer whisky en las rocas que me hizo efecto el alcohol, hacía más de 7 años que había dejado de fumar y retomé el vicio. Mi hijo, mi esposa, ¿estarían sanos? Agarró Lola el sida, después de lo nuestro, claro, si no cómo me hace albacea de sus bienes y "tutor moral" de sus hijos, los cuales a estas alturas ya deberán de estar bien grandecitos y sin necesidad de la patria potestad. ¿Pero, tendré yo la enfermedad, me la pegó? La verdad, no sé, para salir de dudas, obvio, al día siguiente me fui a los laboratorios de análisis clínicos y solicité un VIH, que costó carísimo, y me darían los resultados en quince días. Fueron quince días de angustia, no dormía, no comía bien, me embriagaba a medios chiles a diario y fumaba como loco, no contestaba los e-mails del abogado de Lola, me atrasaba en el trabajo, bueno, aquello era una infierno, me dolía todo el cuerpo y según yo me salían ronchas en todas partes, padecía de diarreas instantáneas y dolores de estómago, ah, pero lo peor era en la casa, en mi casa, no hombre, en la casa me sentía sucio, muy mal, un verdadero desgraciado, un monstruo, pero más que nada un irresponsable. Un día antes del plazo para recibir los resultados no pude más, fui al laboratorio, exigí me dieran los resultados, hablé con el gerente, me puso en mi lugar y regresé al día siguiente muy temprano, iba bien crudo y desvelado, sin bañarme y con la barba crecida de tres días. Una empleada enfundada en un traje sastre me solicitó el comprobante, se lo tendí, ella leyó en voz alta: "¡Es usted el del VIH!". "Sí, le respondí". Y la fulminé con la mirada. "Aquí tiene". Me entregó un sobre blanco repleto de papeles doblados. Corrí al baño, por urgencias físicas y para leer a gusto los resultados; el estómago me reaccionó con violencia, apenas si llegué busqué un gabinete desocupado; sudaba, me dolía el cuerpo, todo me daba vueltas, ¿me desmayaría?, no, al fin encontré un gabinete vacío, me introduje casi a tumbos, bajo mis pantalones y me siento, el rodete está frío, desgarro el sobre, leo y no entiendo nada, estoy confuso, tengo un terror pánico, mi estómago se vacía con violencia. Sigo sin entender, Dios, yo soy ingeniero, no químico, necesito tener una seguridad, necesito un doctor pero ya. Salgo del baño demacrado y aún con la plena duda en la cara, en el cuerpo y en todo mi ser, ¿tengo o no tengo el virus?, no sé. No se interpretar estas porquerías de papeles. Ya en la calle enciendo un cigarrillo y pienso con un poco más de claridad, aspiro el humo... ¡ya sé, Damián!, sí, Damián, mi amigo de la juventud, él es médico, es más Damián y Lola habían seguido siendo amigos, tiempo después supe que por él Lola había dado conmigo aquella tarde en el Sanborns, es más el alcahuetazo de Damián seguro le había dado mi e-mail al Lic. Ruiz. Iría a buscar a Damián, ¿pero son las 7 de la mañana? ¡Me vale, esta es una emergencia!, ¿para que son los amigos, no? Subo al automóvil, me veo en el retrovisor y recuerdo la cara de Lola en el reflejo de la mía sucia y macilenta, ella con aquellos ojos color miel, no se si odiarla o condolerme de ella y su muerte, sentí lastima de ambos, de ella y de mí, ¿y qué será de Julia y de mi hijo..?, sentí el estomagó inflado, solté un pedo enorme, aspiré el humo del cigarrillo y puse en marcha el automóvil, enfilé hacia la casa de Damián, que está lejos, en el otro extremo de la ciudad. No estaba Damián, anda de gira el condenado en unos congresos fuera de la ciudad, así me informó la sirvienta por el interfono de la puerta de su casa. "¿Y la señora?", pregunto. "Se han ido todos con el doctor". Envidio a Damián, con hijos y esposa, pero sobre todo les envidio lo sano, ¿y yo aquí sucio, sin rasurar, ni bañar y con sida? Al diablo, iré con cualquiera y ya, esta espera me mata, pero ¿y qué hago si tengo el virus...?, se lo digo a Julia, que se hagan los análisis ella y el niño, quizá el niño ya no y él si esté sano, pero en breve se va a quedar huérfano de papás, hay Dios, necesito que alguien me diga ¿qué significa todo lo que aquí está escrito? Salgo de mis cavilaciones y enciendo un cigarrillo, miro hacia arriba y se me ocurre algo, simplemente buscar un medico en un hospital y punto, ¿cuál?, el Hospital Monterrey, donde trabajó Lola. Y para allá me dirijo. Es temprano y aún así no hay lugar para estacionarse en la calle del frente del hospital, recuerdo que en la calle de atrás del enorme edificio de 7 pisos siempre encontraba yo lugar para estacionarme cuando iba por Lola, doy la vuelta, mil recuerdos de aquella aventura amorosa se me agolpan de manera encontrada en mi cabeza al ver esos escenarios de nuevo, sí, ahí hay un lugar, estaciono el auto, bajo camino y doblo la esquina, camino un trecho corto hasta el hospital, la puerta está ahí, la reconozco, subo la escalera. La recepción es amplia y me es familiar, Lola siempre me esperó ahí, jamás pasé por ella al interior, ni hablé ni conocí a nadie de su trabajo, no me conocían de hecho. Solicité el servicio a la enfermera de un mostrador. "Es una emergencia señorita", le dije-, "por favor, me siento muy mal, ¿me puede ver un doctor ahora?". La enfermera responde con preguntas: "Claro que sí, ¿es usted paciente regular del hospital?, ¿quién es su médico?, ¿qué síntomas tiene?". Casi le grito, pero la voz se me ahogó de desesperación. "Necesito ver a un doctor, me urge...eso es todo", le digo con voz suplicante. "¿Si no me dice que le pasa, no puedo ayudarlo..?" Insistió con terquedad la señorita de blanco y cofia con sus preguntas. Yo pensaba con torpeza, estaba bloqueado de ideas, a flor de labios tenía mil preguntas que necesitaba hacer y necesitaba mil respuestas, y en realidad sólo una, una sobre unos papeles que estaban en el bolsillo de mi gabardina, pero, pero,.. ¡idea! "¡Diarrea, sí, tengo diarrea!". " Eso es diferente", dijo la enfermera, "ahora deme su nombre y pase por favor a este cubículo, enseguida le mando un doctor". Le di mi nombre a toda prisa, mientras la seguía al interior de un cuartito. "Quítese la gabardina y recuéstese ahí". Me señaló algo así como una cama, pero sobre un mueble pintado de gris, la colchoneta era de color café, acto seguido ella salió de ahí, yo me quité la gabardina, la colgué en un perchero, me sentía muy cansado, el cuerpo me dolía, la garganta irritada me ardía, me entró una sensación de angustia y me brotaba sudor frío por las sienes, en pocos minutos se decidiría el destino de mi familia y el mío, no pensé ni por un instante en los hijos de Lola, que me perdone. Me recosté en aquella extraña cama, el vinyl de la colchoneta estaba frío, me abandoné en aquella superficie estrecha y me puse en manos de Dios y de la ciencia expresada en dos hojas de papel dentro de un sobre arrugado. Me parecieron horas las que pasaron antes de que el medico llegara, se escuchó el ruido de la puerta al ser abierta con violencia, un medico de bata blanca y muy joven se me quedó mirando, tenía no más de veinte y tantos años, me sentí viejo a mis 39. Moreno claro, pelo lacio y negro, estatura elevada, ancho de espaldas, lampiño y de voz muy suave. "Vamos a ver", dijo como inicio de su charla, "¿dígame, qué le pasa?". Me quise incorporar y él me detuvo. "No, permanezca recostado, primero lo voy a revisar y usted vaya hablando poco a poco, hasta que yo termine, mientras me irá usted explicando qué le pasa, ¿dónde le duele?, o ¿cuál es su padecimiento?, ¿comió algo que le cayó mal?, ¿anda crudito?" Me costó mucho trabajo callar, pero lo hice, no dije nada, me estaba preparando a mí mismo, él terminó su revisión, me tomó el pulso, la temperatura y me vio la garganta y me revisó los ojos y los oídos. Me quise incorporar de nuevo, él me detuvo suavemente con su mano, volteé para ver si no había nadie más en el consultorio, est'abamos solos. "¿Doctor, usted conoció a la química Dolores Fuentes Díaz?, trabajó en este hospital, en el laboratorio". "Sí, si la conocí." Me di valor y le dije entonces: "Doctor, por favor, mire usted en el bolsillo derecho, o el izquierdo de mi gabardina, ahí guardo unos análisis, eso le dirá a usted más que lo que yo le pueda decir". El joven se levantó de su banco metálico de acero, esculcó los bolsillos y encontró la cajetilla de cigarrillos, volteó a verme y me insinuó con un ademán dármelos, pero le dije: "Doctor, siga buscando, por ahí deben de estar". Finalmente encontró los papeles, arrugados dentro de un sobre destrozado, se sentó nuevamente en el taburete metálico y sin mirarme a los ojos me dijo mientras leía: "El contagió de la química Fuentes con el virus del VIH fue por un accidente, un accidente de trabajo y..." "Pero ella se murió de sida y ... ¿sabe?, doctor, ella y yo..., este..." El joven miraba mi cara y alternativamente a los papeles que sostenía en su mano, finalmente me clavó la mirada y dijo: "Señor René Arzubide, su prueba resultó negativa, es usted seronegativo". Antes de que yo dijera más, él continuó respondiendo mi primera pregunta. "Conocí a la química Fuentes y permítame explicarle lo de su accidente; verá, un día, aquí en el hospital, no había quién tomara una muestra de sangre a un paciente que tenía un cuadro de neumonía, era urgente que se le tomaran las muestras, ella se ofreció a hacerlo; el paciente se convulsionó durante la punción, la química se hizo accidentalmente una herida con la aguja que le rasgó los guantes, reemplazó el guante roto y siguió trabajando con el enfermo, supe que varias veces fue necesario buscarle las venas, ya que el paciente se movía mucho; ella solo fue responsable y profesional, como siempre lo fue y de ahí se contagió, los análisis del hombre infectado los realizó ella misma, meses después en su propia sangre detectó el virus como resultado de la herida que se hiciera accidentalmente.

Carlos Alberto Mendoza Ugalde, México © 1999

ugalde49@gmail.com

Carlos Alberto Mendoza Ugalde es mexicano, ingeniero agrónomo de profesión, aunque ha sido muchas cosas en sus cincuenta años de vida: periodista, reportero televisivo, director de prensa de gobiernos locales y funcionario público dentro del ministerio de agricultura de su país, y profesor de varias asignaturas: ecología, biología, metodología de la investigación y taller de lectura y redacción, a nivel medio superior. Es poseedor de dos Premios Nacionales otorgados por dos institutos de su país: dentro del Certamen "Papeles de Familia" organizado por la Dirección de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Segundo Lugar Nacional, en febrero de 1993, con el trabajo Historia de un Ferrocarrilero. Y Premio Nacional "Salvador Azuela", otorgado por el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, en diciembre de 1997, en su categoría de Testimonio, por el trabajo literario Autobiografía de Adalberto R. Mendoza, su abuelo. También ha recibido algunos otros reconocimientos por su labor periodística en el Estado de Puebla, lugar donde radica; él es nativo de la colonial y muy bella Ciudad de Querétaro.
Es casado con Alma Esther Aguirre, química y Directora de una escuela Preparatoria de la ciudad donde radican, tiene dos hijos, Diego y Mariana. Diego es estudiante de Literatura Hispánica y Mariana de Biología, ambos dentro de la Universidad Metropolitana de la Ciudad de México, campus Iztapalapa.

Comentarios del autor sobre el cuento:
El cuento tuvo varias versiones, de hecho solo conserva un tanto el inicio y su centro dramático que es la angustia del personaje central. El remate fue cambiado varias veces, hasta que finalmente quedó congruente gracias a los acertados comentarios y consejos de José Luis Martín. Tiene una referencia con una memoria emotiva, pero nada que ver con el sida, sino con otra enfermedad y no del tipo contagioso, pero si igual de aprehensiva. Los personajes son ficticios, la ambientación dentro de la traza de la ciudad de México, ciudad donde me crié desde los 8 años.

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